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Hablando con Científicos

El conocimiento científico crece gracias a la labor de miles de personas que se esfuerzan, hasta el agotamiento, por encontrar respuestas a los enigmas que plantea la Naturaleza. En cada programa un científico conversa con Ángel Rodríguez Lozano y abre para nosotros las puertas de un campo del conocimiento.

¿Por qué recibimos todavía el eco del Big Bang? Hablamos con Carlos Barceló.

Carlos Barceló - Hablando con Científicos

Una pregunta, si se hace con ánimo de aprender, es una joya que debemos apreciar como el objeto más valioso. Pilar Ayuda nos hizo esta pregunta:

Os escribo porque el otro día a unos amigos y a mí nos surgió una duda curiosa. Ninguno somos físicos (somos biólogos y bioquímicos) así que es posible que lo que os pregunto sea una tontería, pero me parece interesante.
Tengo entendido que la radiación de fondo (creo que es de micro-ondas) es una señal del Big Bang, como un residuo de la explosión. La duda que nos surgió es que si esto es así, y la radiación se mueve a la velocidad de la luz, debería haber viajado más rápido que nosotros y ya no deberíamos poder detectarla, porque se estaría alejando del centro mucho más rápido que la Tierra. ¿Esto es así, o hay alguna explicación al por qué seguimos detectando la radiación de fondo? ¿Esta radiación procede de otro lugar? A mi se me ocurrió que en el centro puede haber quedado algo que sigue emitiendo pero no sé si esto es posible.

Esta pregunta es el origen de este capítulo de “Hablando con Científicos”. Responde a ella Carlos Barceló Serón, físico teórico, investigador en el Instituto de Astrofísica de Andalucía (CSIC), actualmente investiga en gravedad cuántica y análogos relativistas.

Como complemento a la entrevista les contamos la historia de la Teoría del Big Bang:

HISTORIA DE LA TEORÍA DEL BIG BANG

La ciencia nos ha enseñado que somos criaturas que nadan entre infinitos, entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. El Universo nos habla de estructuras inmensas formadas por estrellas, galaxias y cúmulos de galaxias. Ante tal inmensidad no podemos evitar la pregunta: ¿Tuvo un origen el Universo? La ciencia no da respuestas exactas ni impone dogmas de fe, tan sólo se limita a investigar posibles caminos que nos acerquen a la respuesta y que no entren contradicción con las observaciones. Una de esas teorías nos cuenta la historia del Cosmos como un punto de encuentro entre lo inmensamente grande y las partículas más diminutas del Universo. Es la Teoría del Big Bang.

A principios del siglo XX, Albert Einstein sorprendió a la comunidad científica con la publicación de dos teorías revolucionarias: Las teorías de la Relatividad. Las ecuaciones encerradas en ellas daban una visión novedosa de la Naturaleza; una visión que completaba y corregía la descripción elaborada por Isaac Newton y sus seguidores. Las ecuaciones descubiertas por el sabio daban una descripción hermosa del mundo pero cuando Einstein comenzó a investigar las implicaciones cosmológicas de su Teoría General de la Relatividad descubrió algo extraño: de los cálculos se desprendía que el Universo debía estar contrayéndose o en expansión. Sin embargo, en aquellos momentos no existía ninguna evidencia experimental de que tal cosa estuviera sucediendo.

Los resultados levantaron un gran dolor de cabeza al sabio. Consultó a los astrónomos y éstos contestaron que las estrellas observadas, se acercaban o alejaban más o menos al azar en el espacio y no se observaba ningún movimiento en conjunto que hiciera sospechar en una contracción o expansión cósmica. Einstein pensó que el resultado se debía a un error de la teoría y modificó las ecuaciones añadiendo un término al que llamó constante cosmológica para forzarlas a dar como resultado un Universo estacionario.

La casualidad quiso que el mismo año en el que Einstein decidiera añadir a su teoría la constante cosmológica, un astrónomo norteamericano, Vesto Slipher, publicó la primera evidencia de la expansión del Universo, aunque ni siquiera se había dado cuenta de ello. En 1917, Slipher fotografió ciertos objetos astronómicos de aspecto lechoso, pensando que se trataba de nubes cósmicas de gas y descubrió algo curioso. Lo mismo que el silbato de un tren que se aleja nos da un sonido más grave, los objetos observados por Sliper mostraban una luz más rojiza, como si estuvieran alejándose de nosotros a toda velocidad.

Mucho después, otro astrónomo llamado Edwin Hubble logró descubrir la verdadera esencia de aquellos objetos: eran agrupaciones gigantescas de estrellas, galaxias enormes que competían en tamaño con la Vía Láctea. Observando ciertas estrellas variables contenidas en esas galaxias logró establecer su distancia y descubrió que se sitúan muy lejos de nosotros y cuanto mayor es su distancia más rápido se alejan de nosotros. Sin embargo, Hubble no sabía nada de Relatividad y, consciente que hacía falta una teoría que justificara los resultados no sacó las conclusiones por las que más tarde sería famoso.

Sucedió que el hombre que supo conectar los resultados de las observaciones de Hubble no fue una eminencia científica sino un oscuro sacerdote y matemático belga llamado Georges Lemaître. Era hijo de un vidriero de Lovaina y de la hija de un cervecero y a los nueve años había decidido hacerse científico y clérigo. Lemaître oyó hablar de los descubrimientos de Hubble y escribió en 1927 un artículo, basado en la Teoría General de la Relatividad, que justificaba la existencia de un Universo en Expansión. Lo publicó en un periódico local y nadie le hizo el menor caso. Incluso Einstein, que recibió una copia del artículo, exclamó: “Sus cálculos son correctos pero su física es abominable“.

Tres años después Lemaître consiguió el reconocimiento como padre de la teoría, pero, para entonces, el matemático belga había ido mucho más allá en sus investigaciones. Había osado llegar hasta el origen del Universo.

Para llegar a ese punto tomó como punto de partida la visión de un Universo plagado de galaxias separadas entre sí por millones de años-luz. Luego invirtió el curso del tiempo. Imaginó entonces que a medida que el tiempo viajaba hacia atrás, las galaxias iban acercando cada vez más unas a otras. Ante la mente de Lemaître, La Via Láctea y el resto de la Galaxias fue comprimiéndose como si fueran aplastadas por una inmensa prensa cósmica. Así llegó a la conclusión de que hubo un momento en el que el Universo estuvo concentrado en un espacio diminuto con una densidad enorme en la que las galaxias, estrellas y planetas perdían su identidad formando una masa increíblemente densa de partículas elementales.

Lemaître comenzó a forjar los lazos entre la ciencia de lo más grande, la cosmología, y la de lo más pequeño, las partículas elementales. No conforme con el resultado Lemaître continuó su viaje hacia atrás en el tiempo y llegó a la conclusión de que el Universo pudo haber empezado como un punto infinitamente pequeño y denso –una singularidad matemática- que fue el origen del espacio y el tiempo. Algunos grandes científicos de la época no le perdonaron la osadía, entre ellos destacó el astrofísico Fred Hoyle, quien, para mofarse del matemático belga, inventó un nombre despectivo para la teoría, la llamó la TEORÍA DEL BIG BANG. ¡La gran explosión!.

Hubo físicos nucleares que vieron en La teoría del Big Bang un excitante campo de investigación. Uno de ellos fue George Gamow, un físico ingenioso que se hizo preguntas como éstas: ¿Cómo evolucionó el Universo en los primeros momentos hasta dar como producto todas las partículas elementales, los átomos y las moléculas que lo pueblan?.

Las líneas de investigación le llevaron a resultados sorprendentes. Una de las ideas era la siguiente: Si el Universo comenzó en el Big Bang habrá estado expandiéndose y enfriándose desde entonces. Un cuerpo que se enfría emite cada vez radiación de frecuencia más baja, sucede lo mismo que al enfriarse un pedazo de hierro muy caliente, al principio es blanco y después se va poniendo amarillo, naranja y rojo. Gamow pensó que lo mismo debió suceder con el Universo. Los cálculos llevaron a Gamow y a sus colegas a la conclusión de que aun debían quedar huellas del Big Bang en forma de una radiación de fondo de frecuencias muy bajas. Si se construía una antena de microondas y se apuntaba a cualquier parte del Cosmos, se podría escuchar el ruido lejano de la Gran Explosión.

Diez años después de la publicación de los resultados de Gamow, dos técnicos de los Laboratorios Bell realizaban las pruebas de funcionamiento de una nueva antena instalada para captar comunicaciones por satélite. Los ingenieros Penzias y Wilson enfocaron la antena a un lugar determinado del espacio y escucharon lo que captaba. Para su sorpresa el receptor captó un pitido persistente y molesto que interfería la escucha. Cambiaron la orientación de la antena, revisaron las líneas y equipos pero el ruido no desapareció. No importaba a qué lugar del Universo apuntaran la antena, el silbido estaba allí. Descorazonados, llegaron a la conclusión de que el origen del ruido no estaba en los equipos, debía proceder de una fuente exterior a la Tierra, una fuente inmensa repartida por todos los confines del Universo. Midieron la intensidad del ruido y comprobaron que coincidía exactamente con lo predicho por Gamow y sus colegas. Estaban escuchando El eco del Big Bang.


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