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Zoo de fósiles

La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Mensualmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.

Los sacacorchos del diablo.

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Hace siglo y medio, a mediados del siglo XIX, los rancheros del condado de Sioux, en la esquina noroeste de Nebraska, empezaron a encontrar unas extrañas estructuras semienterradas a las que llamaron “sacacorchos del diablo”. Se trataba de espirales verticales de roca, más gruesas que un brazo y de hasta tres metros de altura, que la erosión estaba sacando a la luz en las laderas de las colinas. En algunos lugares, los sacacorchos del diablo aparecían agrupados formando “bosques”.

En 1891, uno de esos rancheros, James Cook, encontró varios de estos sacacorchos en su propiedad, a orillas del río Niobrara. Ese mismo año, el geólogo y paleontólogo Erwin Hinckley Barbour había llegado a la Universidad de Nebraska como director del Departamento de Geología y fue nombrado Geólogo Estatal por el gobernador. Gracias a las donaciones de Charles Henry Morrill, miembro del consejo de la universidad, Barbour organizaba todos los veranos expediciones científicas por el estado para enriquecer las colecciones del museo de la universidad. En la primera de esas expediciones, ese mismo año de 1891, el grupo de Barbour acertó a pasar por las proximidades de la propiedad de Cook, y este le alertó sobre los sacacorchos del diablo. Barbour excavó algunos de ellos y descubrió que se trataba de tubos blanquecinos de aspecto fibroso rellenos de raíces calcificadas, arena y sedimentos; no se trataba de rocas, sino de fósiles, a los que Barbour denominó Daemonhelix, “hélice del diablo” en latín.

El año siguiente, Barbour propuso que se trataba de esponjas de agua dulce, ya que los sedimentos en los que se encontraban se habían depositado durante el Mioceno, hace unos veinte millones de años, en el fondo de extensos lagos. O eso se creía entonces. Cuando nuevas investigaciones desvelaron que esos sedimentos correspondían más bien a praderas semiáridas, Barbour sugirió que Daemonhelix era una planta terrestre gigante.

Entretanto, los paleontólogos habían encontrado huesos de roedor en el interior de algunos sacacorchos. En 1893, el estadounidense Edward Drinker Cope y el austriaco Theodor Fuchs propusieron independientemente que Daemonhelix eran los restos de antiguas madrigueras, construidas y habitadas por esos roedores. Barbour no daba su brazo a torcer, y sostuvo que las hélices eran demasiado perfectas para haber sido construidas por un animal excavador. Pero el descubrimiento de arañazos en el interior de los tubos acabó con la polémica; demostraban que un animal los había excavado.

En 1905, por fin, se identificó al artífice de los sacacorchos: una especie extinta de castor llamada Palaeocastor, que había sido descrita por Joseph Leidy en 1869 y que habitó en las tierras baldías norteamericanas durante el Oligoceno y parte del Mioceno, hace entre treinta y veintitrés millones de años.

Palaeocastor, con un cuerpo alargado de unos treinta centímetros de longitud, es más pequeño y esbelto que los castores actuales. Tiene grandes garras, cola corta, ojos y orejas pequeños, y largos incisivos que, como en todos los roedores, crecen durante toda la vida para compensar el desgaste.

Como muchos castores primitivos, Palaeocastor no era un animal acuático. Vivía en grupos familiares y, a diferencia de la mayor parte de los roedores, las parejas tenían pocas crías, en cuyos cuidados invertían bastante tiempo y recursos. Como los actuales perros de las praderas, formaban colonias; en algunos yacimientos se han encontrado grupos de hasta doscientas madrigueras.

En su extremo inferior, la espiral desemboca en un conjunto de cámaras donde los castores duermen y cuidan de sus crías; en algunas de ellas hay espacios más profundos que podían funcionar como sumideros de agua o como letrinas. En ciertas madrigueras, las cámaras tienen el suelo inclinado para evitar la acumulación de agua. Los arañazos de las paredes internas, que en un principio se interpretaron como marcas de garras, estaban hechos en realidad con los incisivos; Palaeocastor excavaba con los dientes.

No se sabe con seguridad por qué Palaeocastor construía sus madrigueras en forma de sacacorchos. Puede ser para dificultar el acceso a los depredadores, para controlar la circulación de aire en el interior y evitar la entrada de aire demasiado cálido o húmedo, para facilitar la extracción de tierra gracias a la menor inclinación del túnel, para aumentar la superficie de la madriguera y así mejorar el drenaje ante posibles inundaciones, o simplemente para explorar el subsuelo en busca de la zona más favorable para la construcción de la cámara inferior.

Los huesos de Palaeocastor no son los únicos que se han encontrado en el interior de los sacacorchos del diablo; en uno de ellos aparecieron los restos fósiles de Zodiolestes, un mústelido excavador que debía de ser uno de los principales depredadores de Palaeocastor.

Palaeocastor se extinguió cuando el húmedo Oligoceno dio paso al Mioceno, con un clima más seco, dominado por las praderas. Pero no son las suyas las únicas madrigueras espirales que conocemos. Ya en el Pérmico, hace 260 millones de años, el terápsido Diictodon, un pariente de los mamíferos, de medio metro de largo, con la cabeza grande, pico córneo, un par de largos colmillos en la mandíbula superior y fuertes patas con garras afiladas, construía madrigueras de hasta dos metros de profundidad. Y aún en la actualidad, los varanos de la especie Varanus panoptes, lagartos de entre noventa centímetros y metro y medio de largo que habitan en el norte de Australia y sur de Nueva Guinea, viven en colonias de madrigueras aún más complejas que las de Palaeocastor: estas madrigueras comienzan por un túnel recto poco inclinado, seguido por una sección helicoidal de hasta ocho vueltas, a veces con cambios en la dirección de giro, y terminan en una cámara donde ponen los huevos, que puede encontrarse a una profundidad de hasta tres metros y medio. Los comportamientos complejos no son exclusivos de los mamíferos.

OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:

Infiltrado reticular
Infiltrado reticular es la primera novela de la trilogía La saga de los borelianos. ¿Quieres ver cómo empieza? Aquí puedes leer los dos primeros capítulos.

El expediente Karnak. Ed. Rubeo

El ahorcado y otros cuentos fantásticos. Ed. Rubeo


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