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En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.

Paul Kalanithi, neurocirujano y humanista.

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La posibilidad de estudiar medicina estaba lejos de cualquier consideración. El padre, los tíos y otros parientes eran médicos, así que Paul Kalanithi, no por ir contra corriente (aunque tantos médicos…) sino porque desde pequeño había sentido más inclinación por las letras, estudió y se graduó en literatura inglesa. Después de su maestría empezó a coquetearle a las ciencias estudiando biología, historia y filosofía de la ciencia. Al final, acabó graduándose en medicina, con honores, en la Universidad de Yale. Había iniciado su camino en lo que sería la pasión de su vida.

En su libro aparecido en enero de 2016, When Breath Becomes Air*, Kalanithi cuenta cómo fueron sus años de formación primero como médico y luego como neurocirujano. Las historias de sus pacientes, sus vidas, sufrimientos y recuperaciones llenan las páginas de un libro apasionante, vibrante, inspirador.

Interesado, por su formación literaria, en los problemas trascendentales de la vida y la muerte, decidió encarar las dos de frente, mirándolas a los ojos. La escuela de medicina lo fue moldeando y preparando. El primer parto que atendió fue también su primer muerto y así seguiría. La vida también floreció en sus manos cuando tomó las decisiones adecuadas y salvó muchísimos pacientes.

Pero no había podido acercarse a lo que ya había empezado a cimentarse en su cabeza y sus deseos. Entender cómo funciona y cómo gobierna al cuerpo, el órgano más importante y más atractivo, el cerebro. Decide entonces que la neurocirugía le permitirá mirar “dentro” de las personas, de sus sentimientos, emociones, adicciones, desarreglos, y además de aprender neuroanatomía, llegar a posibles soluciones.

Escoger neurocirugía, algo que venía pensando, se dio una noche estando en el hospital, cuando pude escuchar una charla de un neuropediatra que atendía a un niño con un tumor cerebral, y sus padres, la madre radióloga. La mujer devastada preguntaba en voz suave si el tumor era tan malo como parecía, si era cáncer. El médico contestaba que no lo sabía, pero lo que sí sabía, al igual que la madre, era que la vida había cambiado y que la que se venía era una distinta y difícil y que lo único que se podía hacer era mantenerse muy unidos. Empezó a describir las operaciones, los posibles resultados, las decisiones que habría que tomar, no ya mismo sino en su momento. Al final de la charla la familia parecía más tranquila y decidida.

En el tiempo que estuve sentado oyendo pensé que las preguntas que tienen que ver con la vida, la muerte, y el significado de las cosas, preguntas que todo el mundo se hace en algún momento, se dan casi siempre en un contexto médico. Y se vuelven un ejercicio biológico y filosófico. Los humanos son organismos sujetos a las leyes de la física. La enfermedad son moléculas portándose mal; el requerimiento básico de la vida es el metabolismo y la muerte su cese.

Mientras todos los médicos tratan enfermedades, los neurocirujanos trabajan en el crisol de la identidad: cada operación en el cerebro es, por necesidad, una manipulación de la sustancia que somos, y cada conversación con el paciente que va a ser intervenido no ayuda, sino que lo confronta con ese hecho. En esos momentos críticos la decisión no es entre la vida y la muerte sino en qué tipo de vida se espera. Si es mejor tener a un ser querido que pueda hablar por unos meses o condenarlo a una vida en silencio. Dado que el cerebro comanda nuestras experiencias en el mundo, cualquier problema neuroquirúrgico obliga al paciente y a su familia, de forma ideal con el médico como guía, a contestar la pregunta: ¿Qué hace que la vida tenga sentido suficiente para ser vivida?

En mi primer día en el hospital como residente, el director me dijo: “los residentes en neurocirugía no son sólo los mejores cirujanos, sino que somos los mejores médicos en el hospital”. El jefe de sección añadió, “coman siempre con la mano izquierda, aprendan a ser ambidextros”.

No salí del hospital en dos días. La cantidad enorme de papeles acorde a los casos vistos se iba acumulando. Muy rápido aprendí que esos papeles en el hospital no son sólo eso, son fragmentos de narraciones llenas de riesgos y triunfos. Un niño de 8 años, por ejemplo, llegó un día quejándose de dolores de cabeza que muy pronto se descubrió eran ocasionados por un tumor en el hipotálamo. El hipotálamo regula nuestras necesidades básicas: el dormir, el hambre, la sed, el sexo. Dejar cualquier rastro de tumor lo condenaría a una vida de radiaciones, cirugías, catéteres en el cerebro. En resumen, consumiría su infancia. La remoción completa podría evitarlo, aunque el riesgo de dañar el hipotálamo lo convertiría en un esclavo de sus apetitos. La cirugía fue limpia y a los pocos días el niño corría feliz por los pasillos. Esa noche, también yo feliz llené los papeles que parecían no acabar para darle salida.

En el segundo año de entrenamiento me encontré con un paciente en estado de coma. Lo pasé en segundos de la sala de emergencia a la de cirugía. Drené la sangre de su cráneo y entonces vi cómo se despertaba, hablaba con su familia y se quejaba de la incisión en la cabeza. Me perdí en un estado de euforia que me llevó a andar por el hospital a las 2 de la mañana y que me tomó 45 minutos para volver.

Para un neurocirujano el tiempo es el principal enemigo pues mientras más larga sea la intervención, mayores los posibles daños ocasionados por la anestesia. Lo ideal es andar muy rápido, pero a paso firme, o lento aunque tomando atajos, o a paso seguro o, como la fábula de la tortuga y la liebre.

Paul Kalanithi parecía reunir las habilidades de los dos animales de fábula. Eso le valió, entre otros reconocimientos, el premio más cotizado a la investigación neurológica otorgado por la American Academy of Neurological Surgery. Y decimos parecía porque al neurocirujano y luego neurocientífico le fue diagnosticado un cáncer pulmonar, que después de un año de tratamiento y remisión le permitió volver a operar por un tiempo, tener una hija, escribir este libro que maravilla, hasta que al final él mismo, salvador de cientos de vidas y con un futuro brillante en frente, terminando el segundo año de sufrimientos escogió morirse con su pequeña en brazos y su familia alrededor. Tenía 38 años.

*When Breath Becomes Air. Random House. 2016


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