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Quilo de Ciencia

El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.

La cálida supervivencia de la fiebre.

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En estos días de catarros, gripes y fiebres compradoras de regalos navideños, he pensado que era una buena ocasión para hablar de la fiebre y dar un repaso a algunos de sus sorprendentes aspectos que pueden dejarnos helados.

La fiebre sigue teniendo esa injusta reputación de alerta roja frente a una infección. Como si la fiebre fuese el humo y no el extintor del fuego. Y, sin embargo, la fiebre suele ser, ante todo, una defensa fisiológica, una medida tomada por el organismo en casos de seria amenaza. Una decisión costosa, pero que debe ser ejecutada por el sistema inmunitario con la frialdad de un James Bond: Muere otro día. La fiebre cuesta energía, y no carece de peligros, pero en muchas ocasiones es imprescindible para sobrevivir.

Si, imprescindible, pero ¿por qué? Resulta que elevar la temperatura corporal consigue alterar todo el escenario donde ocurre una infección. Es como cambiar en nuestro beneficio las reglas de la guerra en mitad de la batalla. Y si puedes cambiar las reglas a tu favor, quizá sobrevivas y puedas transmitir los genes que controlan esas reglas a las siguientes generaciones.

El inicio de la fiebre

Todo comienza con lo que, visto de cerca, parece casi un acto de contraespionaje. Las células del sistema inmunitario innato detectan moléculas propias de los microbios invasores infiltrados, moléculas extrañas no presentes en el organismo. Dicha detección se realiza mediante receptores especializados, llamados receptores de reconocimiento de patrones, (PRR). Estos receptores no reconocen a los microbios como quien reconoce un rostro particular, sino como quien viera un sello de un país determinado en una carta. Ese sello representaría un patrón dado, y marcaría a todas las cartas que lo llevaran pegado como provenientes del mismo país. El sistema inmunitario detecta inicialmente de este modo clases de microrganismos, bacterias, virus… y no microorganismos concretos. Tras esta detección del patógeno, se activa un circuito que conduce a la fiebre.

Lo primero que sucede en este circuito es la activación de procesos enzimáticos que liberan un ácido graso muy particular, de 20 átomos de carbono de longitud: el ácido araquidónico, el cual podemos encontrar en abundancia en los suplementos alimenticios de aceites de pescado y, por supuesto, en el pescado mismo. Este ácido graso se encuentra acumulado y retenido en los fosfolípidos de la membrana de las células inmunitarias. Podemos pensar que la célula inmunitaria que ha detectado al microbio abre una despensa de la que extrae un ingrediente central para lo que quiere cocinar. Y es que a partir del ácido araquidónico se fabrican varias moléculas que organizan el proceso inflamatorio, entre ellas, las prostaglandinas.

En los mamíferos, ese flujo de procesos enzimáticos desemboca en la producción de la llamada prostaglandina E2 (PGE2), una molécula pequeña con un gran efecto: conduce al sistema nervioso hacia una nueva consigna térmica, que eleva la temperatura corporal. Es como si se subiera el termostato.

El termostato de nuestro organismo se encuentra en una región del cerebro llamada el hipotálamo. La prostaglandina E2 actúa sobre él y desencadena la liberación de neurotransmisores, en particular la noradrenalina y la acetilcolina. Esto es un detalle esencial: la fiebre no es un proceso descontrolado, sino un cambio de estado controlado por el cerebro. El cuerpo empieza a comportarse como si tuviera frío, aunque aún esté a 37 °C. Y, entonces, hace lo que hace siempre cuando nota que le falta calor: conservarlo y producirlo en mayor cantidad.

La noradrenalina promueve la constricción de los vasos sanguíneos, lo que permite perder menos calor por la superficie corporal, y también activa la termogénesis en el tejido adiposo marrón, especializado en quemar grasas para generar calor. Este tejido es una especie de caldera de calefacción biológica rápida, aunque energéticamente cara. Sin embargo, como luego veremos, la fiebre es un fenómeno muy extendido entre las especies animales porque su beneficio supera a su coste.

Por su parte, la acetilcolina participa en el aumento del metabolismo y la liberación de energía desde los músculos. Este neurotransmisor estimula los temblores, es decir, los movimientos musculares rápidos con finalidad de generar calor.

Efectos de la mayor temperatura

Obviamente, el primer efecto de estos procesos es directo: elevar la temperatura puede desplazar al patógeno fuera de su óptimo térmico para su reproducción. La fiebre puede colocar a los patógenos fuera de su “zona de confort” térmica. Esta posibilidad se ha utilizado para tratar la sífilis o las infecciones por poliovirus mediante calor aplicado de forma externa a los pacientes.

Ahora bien, el aumento de temperatura no siempre es un arma eficaz. Muchas bacterias toleran bien temperaturas febriles, y algunas incluso crecen con alegría a valores por encima de los que llamamos fiebre. Sin embargo, los virus sí son más vulnerables al aumento de temperatura corporal. La razón es que varios pasos en la reproducción de los virus, que depende de interacciones moleculares precisas, están muy condicionados por la temperatura, como, entre otros, la unión al receptor, la fusión con la membrana, la entrada en la célula, y el ensamblaje de las proteínas víricas producidas.

Por supuesto, ciertos virus pueden ser más afectados por la temperatura que otros, pero, en general, es de esperar que la fiebre reduzca la fuerza de unión del virus a su receptor o el tiempo efectivo de unión. Aunque el efecto sea modesto, puede traducirse en menor número de infecciones celulares por unidad de tiempo. En los virus, donde todo es multiplicación exponencial, una ligera pérdida de eficiencia puede ser la diferencia entre extenderse o extinguirse.

Efectos sobre la movilización de las defensas

El segundo efecto de la fiebre es menos fácil de comprender, pero quizá más interesante: la fiebre también puede acelerar la respuesta inmunitaria. No solo por “hacerlo todo más rápido” en términos cinéticos, sino porque reorganiza la logística celular. Por ejemplo, ciertos estudios han descrito que, a temperaturas febriles, los linfocitos pueden unirse con más eficacia a los vasos sanguíneos de los ganglios linfáticos y penetrar en ellos con mayor facilidad y rapidez en busca de sus antígenos. Esto aceleraría la activación de los linfocitos y las respuestas defensivas que conlleva, como, por ejemplo, la producción de anticuerpos.

Dicho de otra forma: la fiebre no es solo una manta térmica contra el patógeno. Es también una señal para que las tropas circulen mejor por carreteras y cuarteles biológicos, y para que el encuentro entre antígeno y linfocito se haga más probable. En la respuesta defensiva inmunitaria, “más probable” suele ser sinónimo de “más rápido”.

Evolución de la fiebre

Las anteriores ventajas proporcionadas por la fiebre son más que suficientes para explicar por qué a lo largo de la evolución, aquellos animales que desarrollaron alguna manera de aumentar la temperatura corporal frente a las infecciones fueron los que más éxito tuvieron en transmitir los genes a las siguientes generaciones. Hoy, prácticamente todo el reino animal desarrolla fiebre frente a las infecciones. Se estima que la fiebre tiene más de 600 millones de años de historia evolutiva, y apareció al menos desde la separación de los vertebrados y los cordados ancestrales.

Obviamente, antes de su aparición, la vida sin fiebre fue posible. Probablemente lo fue durante mucho tiempo en organismos simples. Pero, cuando aparecieron animales más complejos, con sistemas fisiológicos integrados y patógenos más sofisticados, vivir sin ese recurso térmico pudo hacerse más difícil. Por esa razón, hoy lo encontramos tan extendido: porque la fiebre, pese a su coste metabólico y sus riesgos, aumentó la supervivencia y la reproducción de aquellas clases de animales que la podían activar lo suficiente.

Quizás te hayas preguntado en este punto que si todos los animales desarrollan fiebre, ¿cómo lo hacen los animales de sangre fría, los llamados ectotermos? En esta clase de animales, la estrategia es diferente. Como no pueden encender una caldera interna potente, estos animales se desplazan en busca de calor externo, lo que eleva la temperatura corporal. Este tipo de fiebre ha recibido el nombre de fiebre conductual, porque depende del comportamiento del animal.

La fiebre conductual fue descrita, por Vaughn y colaboradores en 1974 en el lagarto Dipsosaurus dorsalis, al comprobar que tras una infección bacteriana el animal buscaba zonas más cálidas y elevaba su temperatura. En anfibios y peces también se han descrito fenómenos similares. Además, algunos estudios en los que se ha impedido a animales ectotermos acceder a aguas templadas, es decir, se les ha impedido llevar a cabo su conducta febril, se ha comprobado que la supervivencia frente a infecciones disminuye. Si impedir la fiebre aumenta la mortalidad, entonces podemos concluir que es un mecanismo defensivo con consecuencias reales.

Así pues, no debemos considerar la fiebre solo como un fenómeno de termogénesis interna, sino como un fenómeno que eleva la temperatura corporal como respuesta defensiva, aunque sea tomando prestado calor al ambiente.

Aspectos desconocidos de la fiebre

No obstante los anteriores estudios y descubrimientos todavía quedan aspectos interesantes de la fiebre por determinar. Entramos aquí en un terreno más especulativo, pero muy interesante científicamente.

Uno de esos aspectos es si la fiebre ejerce una función depuradora en las especies animales. Mackoviak, en 1994, propone la idea de que la fiebre podría desempeñar un doble papel: ayudar a curar al individuo si es posible, pero si no lo es, acelerar su muerte para reducir la transmisión del microrganismo infeccioso y proteger a la población.

Esta idea es compatible con la hipótesis del gen egoísta. Los genes del individuo contagiado actuarían egoístamente para maximizar su supervivencia, pero no la del individuo. Al matarlo por fiebre, protegerían del contagio a las otras copias de los mismos genes presentes en los demás miembros de la especie, lo que aumentaría sus probabilidades de expansión y supervivencia. Aunque esta idea es plausible, no deja de ser, por el momento, una hipótesis.

Sin embargo, un mecanismo similar se observa en las células de los organismos complejos, muchas de las cuales están siempre dispuestas a “suicidarse” por el bien de las demás, en un proceso bien conocido, llamado apoptosis. Entre las células que se suicidan están las que detectan que han sido infectadas por un virus y que no pueden “curarse” eliminándolo. Su suicidio impide la expansión de este por el resto del organismo.

A escala de población, la idea sería parecida: la fiebre empezaría siendo un intento curativo, pero si fracasa, podría contribuir a un desenlace que, aunque desastroso para el individuo, reduciría el daño colectivo. Este resultado no es intencional, por supuesto. Se trata de selección natural operando sobre los genes con resultados, no con propósitos.

Otro aspecto aún desconocido, pero fascinante de la fiebre es si esta actúa como fuerza evolutiva que selecciona las variantes de los genes defensivos que, al activarse durante una infección, generan proteínas más estables o con mayor actividad a temperaturas más elevadas. La idea propuesta recientemente por Ryan Langlois sugiere que la fiebre no solo actúa contra los virus durante la evolución, sino que ha moldeado también la evolución de nuestros genes antivirales, en particular los genes de interferón, para funcionar mejor a temperaturas de 38–42 °C que a los clásicos 37 °C de laboratorio.

Conviene recordar, aunque sea en pocas palabras, la biología de la respuesta de interferón frente a una infección vírica: cualquier célula que detecta material viral como resultado de haber sido infectada, activa factores de transcripción que activan la producción de proteínas llamadas interferones. Como su nombre sugiere, estas proteínas desempeñan una función de interferencia frente a los virus, interfieren con su reproducción. Y es que los interferones inducen cientos de genes cuyas proteínas bloquean el ciclo reproductor del virus en distintos puntos.

Estas proteínas deben funcionar, en general, a temperaturas propias de la fiebre, y no a la temperatura normal del organismo. Diversos estudios han comprobado que algunas de estas proteínas funcionan mejor a temperaturas algo más elevadas a los 37 °C. Si esto sucediera de forma general con todas ellas, esto indicaría que durante la evolución de nuestra y de otras especies la fiebre ha supuesto una fuerza selectiva de los genes antivirales. Sin embargo, esto es, por el momento, solo una propuesta razonable, pero carecemos de datos para confirmarla o refutarla.

Pero, claro, la fiebre también ha podido suponer una fuerza selectiva para los virus. La fiebre podría haber seleccionado variantes víricas con proteínas más termoestables o con mejor rendimiento a temperaturas altas. Pero esto tiene un coste potencial: lo que funciona bien a 40 °C no necesariamente funciona igual de bien a 36–37 °C. Una proteína vírica demasiado estable puede perder flexibilidad y alterar la afinidad con la que se une a sus dianas moleculares. En otras palabras, el virus podría quedar atrapado entre dos exigencias evolutivas contrapuestas: resistir la fiebre de sus hospedadores sin que eso suponga volverse menos eficiente para infectar al siguiente hospedador antes de que este genere fiebre.

En apoyo de esa posibilidad, tenemos el hecho de que ha sido posible producir vacunas atenuadas contra la gripe sensibles a la temperatura. Recordemos que una vacuna atenuada está constituida por un virus vivo, pero incapaz de reproducirse a la velocidad normal. De este modo, el virus se reproduce poco, pero lo suficiente como para inducir una respuesta inmunitaria que lo elimina y al mismo tiempo nos deja protegidos contra infecciones futuras.

En el caso de esta elegante vacuna termosensible, el virus de la gripe ha sido modificado de manera que solo es capaz de infectar y reproducirse en las células superiores de las vías respiratorias, pero no en las inferiores. La razón es que las células superiores se encuentran en contacto con aire del exterior que aún no ha tenido tiempo de calentarse, por lo que su temperatura es menor que la de las células localizadas a mayor profundidad. Es como permitir al virus entrar en el vestíbulo, pero cerrarle la puerta del salón donde haría el verdadero destrozo.

El mero hecho de haber podido elaborar una vacuna como la descrita indica que hay variantes de virus más sensibles a la temperatura que otras, por lo que, como hemos sugerido antes, la fiebre ha podido suponer una presión de selección de variantes más resistentes a elevadas temperaturas, aunque solo hasta un punto.

Las consideraciones anteriores apuntan con claridad a que la fiebre no es solo un capítulo en un libro de fisiología, sino un capítulo en el libro de la evolución. Subir unos grados el mundo interior puede frenar patógenos, reorganizar el tráfico de linfocitos y, quizá, moldear la estabilidad térmica de genes antivirales y proteínas virales, pero la fiebre no solo parece ser un mecanismo de defensa. Habría sido, también, una fuerza silenciosa que ha influído en la forma de algunos de nuestros genes y en la forma de los genes de los microbios que nos persiguen.

Referencia:

Langlois (2026). Does fever drive the evolution of antiviral genes? J. Exp. Med. 2026 Vol. 223 No. 1 e20251747.

Jorge Laborda, 23 de noviembre de 2025

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