En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.
La humanidad, desde sus comienzos, ha estado modificando los alimentos que consume. Las plantas que cultivaron y consumieron nuestros ancestros debían ser muy diferentes a las que hoy conocemos. Muchos ensayos tuvieron que hacer los primeros cultivadores para lograr el propósito final de cualquier alimento: ayudar en el crecimiento sin ser un riesgo para la salud. Muchas plantas venenosas debieron comerse, hasta que, cocinándolas o haciendo híbridos con otras plantas aprendieron a eliminar las toxinas. Ensayo y error.
Ese mismo trabajo de cruzar plantas para conseguir unas con mayor rendimiento en las cosechas, más resistentes a las plagas, más adecuadas a los climas, trabajo que se tomó miles de décadas, puede hacerse en los laboratorios en un tiempo considerablemente más corto y con mayor precisión.
Mediante técnicas de ingeniería genética se puede introducir en las plantas un gen que la vuelve resistente a determinados virus, o un gen para facilitar la fijación del nitrógeno que de otra manera habría que agregarle en forma de abono.
Sólo que las plantas resultantes llevan un sello de ignominia: modificadas genéticamente o transgénicas. Despiertan tanto rechazo que resulta difícil entender la razón. Marchas en Europa para que se las prohíba, sabotaje en puertos africanos para que no entre el maíz modificado (así las personas se estén muriendo de hambre), militantes de Greenpeace amarrados a los barcos cargueros que transportan las plantas apestadas.
Por qué tanto rechazo se preguntan los científicos que durante décadas han trabajado en la manipulación de las plantas, si hasta este momento no se ha demostrado un solo caso de intoxicación debido a la ingestión de plantas transgénicas. Todo lo contrario, los beneficios derivados son muchos. Una necesidad menor de pesticidas, áreas de cultivo menores, reducción de los costos para los cultivadores.
Los activistas en contra de los alimentos transgénicos argumentan que es altamente riesgoso para la salud humana el introducir elementos que nunca han sido parte de la dieta, como bacterias y virus. El argumento se desvanece en el aire mientras caminamos a la nevera y escogemos un yogur para el desayuno.
La papaya hawaiana estuvo a punto de no volver a las mesas pues un virus amenazaba su existencia; la inserción de un gen que le dio resistencia al virus la salvó, aunque por estos días vuelve a estar en peligro, pero ese es un cuento para más adelante. Una variedad de tomates italianos está a punto de extinguirse y los científicos apuntan a la misma solución. El cacao, que tanto placer reparte, tiene una de sus variedades africanas amenazadas por plagas.
Sólo la biotecnología podrá salvarla.
Abrimos las puertas a todos los elementos de la ingeniería electrónica sin ningún susto, más bien con mucho gusto y gastando bastante dinero. Alguna vez se corrió el rumor de que los teléfonos celulares producían cáncer. Ahora el rumor ya pasó a tener rotulación de riesgo. No por eso ha habido campañas, ni manifestaciones, ni los militantes de Greenpeace han corrido a recoger todos los celulares del mundo. A cambio, estos militantes destruyeron hace poco, cientos de plantas de trigo que tenían tres propósitos: aumentar el rendimiento de los cultivos, metabolizar mejor el nitrógeno y triplicar los niveles de un almidón que no aumentaría los niveles de azúcar en la sangre. Tras 13 años de trabajo de laboratorio, las plantas ya se habían sometido a todas las pruebas pertinentes, habían pasado las regulaciones de los comités de ética y estaba a punto de iniciarse la primera prueba en humanos con trigo modificado. Los daños ocasionados suman cientos de millones de dólares.
El miedo a los transgénicos tal vez sea una cuestión de nombre, como ocurrió con las primeras máquinas que cortan nuestro cuerpo en nano capas para diagnosticar una enfermedad. Hubo que cambiarles el nombre de máquinas de resonancia magnética nuclear al de resonancia magnética de imagen. Es posible que si desde el inicio de los experimentos en la modificación de las plantas las palabras ingeniería genética hubieran estado excluidas, tal vez no habría tanto miedo. Porque puede ser preferible seguir agarrados al clavo ardiente de lo seguro a exponernos a lo nuevo y diferente.
Las plantas modificadas genéticamente son sometidas a un escrutinio muy riguroso en cuanto a toxicidad, posibilidad de causar alergias o cualquier otro peligro para la salud de los humanos, pues quienes los ponen en el mercado saben lo que podría suceder en caso contrario. Los alimentos convencionales muchas veces pueden ser más dañinos pues no son inspeccionados con tanto rigor.
Modificar los genes en las plantas no es diferente a lo que hicieron los primeros cultivadores para convertir una planta silvestre en una comestible, hace 10.000 años. No sabían que lo estaban haciendo, pero estaban modificando genes. Y gústenos o no, se continuará trabajando en ello pues el desarrollo no se puede detener. Cabe a los países más necesitados de la ciencia y la tecnología para remediar sus carencias, decidir si siguen anclados en la nostalgia de un campesino plantando y recogiendo artesanalmente o ponerse al día y sumarse a los nuevos desarrollos.
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