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Cierta Ciencia

En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.

El cuarto volador

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El zoólogo inglés William Bateson fue quien sacó a Mendel de la oscuridad. Otros colegas habían leído el escrito de Mendel pero, o no se percataron de la trascendencia de sus descubrimientos o intentaron apropiarse de ellos aunque, como es de esperar, en la ciencia el hurto intelectual acaba descubriéndose. Y en el caso de Mendel, lo que empezó como una apropiación indebida de sus resultados dio paso a más bien otra cosa: reproducir los experimentos en el laboratorio con una prodigiosa pulcritud, encontrar los mismos resultados y pasar a adherirse a sus propuestas.

Es el caso del botánico Hugo de Vries, quien llevó sus experimentos un paso más adelante que el propio Mendel. Su pregunta le iba a dar una vuelta de tuerca a la naciente ciencia de la comprensión de la naturaleza. ¿De dónde vienen, o cómo se producen esas variantes, es decir por qué aparecen plantas bajas, o semillas arrugadas? La respuesta la formuló de Vries llamando a esas variantes, diferentes a las formas silvestres, mutantes, de la palabra griega que define cambio.

Bateson leyó el escrito de Mendel en 1900, en un viaje en tren de Cambridge a Londres. Se dio cuenta de la importancia del contenido y se impuso la tarea de hacerlo conocer. Bateson se convirtió en un verdadero discípulo y se sumergió de lleno en su afán para que el mundo entero supiera de Mendel: se encargó de la traducción al inglés y de la publicación del escrito original en alemán, visitó Brno para hacerse una idea más clara del origen del trabajo del monje en su abadía y se dedicó a aplicar los principios de Mendel a sus propios experimentos con animales.

Como el propio Mendel lo había dicho, “algún día lo sabrán”, su legado se clavó en el pensamiento de todos los que trabajaban en la biología.

Bateson viajó a Alemania, Francia, Italia y a los Estados Unidos dando charlas para hacer conocer a Mendel. “Descifrar las leyes de la herencia, transformará la visión del hombre sobre el mundo y su poder sobre la naturaleza, más que cualquier otro avance en el conocimiento de las ciencias naturales que hayamos presenciado”, escribió. En 1905 y después de darle muchas vueltas en la cabeza, acuñó la palabra Genética, venida del vocablo griego genno, generar.

En uno de esos viajes a Estados Unidos, Bateson se encontró con un torbellino de ideas en la forma de un biólogo celular, Thomas Hunt Morgan, empeñado en descubrir cómo es posible que un organismo se produzca a partir de una única célula. Al comienzo de sus charlas con Bateson, Morgan no veía muy claro cómo toda la información del complejo desarrollo embriológico podría estar contenida en unidades discretas de herencia. Se resistió pero al final Bateson y su alto poder de convicción apoyado en miles de datos, lo puso de su lado. Las unidades de información, transmitidas de progenitores a descendientes, responsables de mantener la armonía en el desarrollo embriológico pero también capaces de generar múltiples variables, eran los genes.

¿Pero dónde estaban? ¿Dónde residían? Dentro de las células, claro, pero en qué sitio. Hasta ese momento los genes eran más bien un concepto, no algo que se pudiera observar.

Ya los biólogos habían pensado, de manera intuitiva, que el mejor lugar dónde buscar sería el embrión. El embriólogo alemán Theodor Bovery, en 1890 había propuesto que los genes se encontraban en unas estructuras a manera de cintas que se coloreaban, los cromosomas, término acuñado por un colega suyo. Estudiando los espermatozoides y los óvulos de los saltamontes, junto con otro grande de la embriología, Walter Sutton, demostró que sí, que los genes se encontraban de forma física en los cromosomas del núcleo de las células.

El impetuoso Morgan no veía del todo claro algo fundamental, cómo se organizaban los genes en los cromosomas. Eran como las perlas de un collar, cada gen tenía un sitio único de residencia o varios genes compartían una casa, como los inquilinos en un edificio. Decidió estudiar un organismo de fácil manipulación, ciclo de vida corto y con una capacidad enorme de exhibir diferentes cambios en su aspecto. El animal escogido fue la drosophila, la molesta mosca de la fruta. Morgan llegó a tener miles de moscas en distintos estados de desarrollo embrionario en su laboratorio en la Universidad de Columbia. Sus estudiantes, entre risas y reclamos lo llamaron El Cuarto Volador. Tenía más o menos la forma y las dimensiones del jardín de Mendel, la misma importancia y el mismo valor icónico para la genética.

Entre 1905 y 1925 el cuarto volador fue el centro neural de la genética, la olla donde se cocinaba todo. Los genes se convirtieron en entidades concretas y la velocidad a la que un descubrimiento sobre su función seguía a otro sobre su organización y otro sobre su acción, dio lugar a que muchos de sus habitantes recibieran el premio Nobel.

Uno de los estudiantes de Morgan, Herman Muller seguía muy interesado en la idea fundamental de, de dónde venían las mutaciones, las variantes de Mendel, las formas diferentes sobre las que actúa la selección natural de Darwin. En las moscas las formas mutantes (color de ojos, forma de las alas, posición de los apéndices y un largo etc), aparecían con poca frecuencia y eso le ponía freno a los estudios. Muller decidió acelerar el asunto. Expuso a las moscas a los rayos X; las mató a todas. Le bajó la dosis y las esterilizó, hasta que con una dosis aún más baja dio en el clavo. Las mutantes empezaron a aparecer por docenas. En casi tres décadas, Morgan y sus estudiantes habían conseguido juntar menos de 50 moscas mutantes en toda su labor de recolección por los parques. Muller logró la mitad en una noche.

Muller se volvió famoso al instante. Su estudio demostró que los genes están hechos de materia. Muller los había alterado usando energía. Darwin y Mendel se habrían regocijado al ver la demostración de que los organismos contenían información en forma de materia que variaba.

En la naturaleza el cambio es lento, Muller lo había acelerado de forma dramática. “No existe un status quo permanente en la naturaleza, todo es un proceso de ajuste y reajuste, o al final de una falla”, escribiría luego.

La nueva, asombrosa, muchas veces peligrosa ciencia de la genética había echado a andar.

JOSEFINA CANO
Bióloga y Genetista

Agradecemos la colaboración de Charles Darwin, Gregor Mendel, Siddhartha Mukherjee, Andrea Camilleri y Pierre Lemaitre.

Más información en el Blog Cierta Ciencia

Obras de Josefina Cano:

Viaje al centro del cerebro. Historias para jóvenes de todas las edades (Amazon)

En Colombia en la Librería Panamericana y en Bogotá en la Librería Nacional

Viaje al centro del cerebro. Historias para jóvenes de todas las edades. (Planeta)


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