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Zoo de fósiles

La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Mensualmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.

Los primeros dinosaurios.

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Londres. El primer trimestre del curso recién terminado, y el Lord Canciller en sesión en el Gran Salón de Lincoln’s Inn. Implacable tiempo novembrino. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra, y no sorprendería encontrar un megalosaurio, largo de unos doce metros, tambaleándose como un lagarto mastodóntico hacia la colina de Holborn…

Así comienza el capítulo primero de la novela de Charles Dickens Casa desolada, la primera obra literaria en la que apareció el nombre de un dinosaurio, en marzo de 1852.

El primer dinosaurio

Desde hace milenios se vienen desenterrando fósiles de dinosaurio. En China se los consideraba huesos de dragón, y aún hoy se usan en la medicina tradicional. En Europa se creía que eran los restos de gigantes. Pero las primeras descripciones académicas de fósiles de dinosaurios no se hicieron hasta finales del siglo XVII. El naturalista inglés Robert Plot, catedrático de química en Oxford y conservador del Museo Ashmoleano de esa universidad, publicó en 1677 una descripción de un fragmento del fémur de un gran animal; como era demasiado grande para pertenecer a ninguna de las especies que habitan en Inglaterra, lo atribuyó primero a un elefante de guerra romano, y después a uno de los gigantes que según la Biblia murieron en el Diluvio Universal. En 1699, su sucesor en el Museo Ashmoleano, el galés Edward Lhuyd, describió un diente fósil que ahora sabemos que pertenecía a un dinosaurio.

Un siglo más tarde, en 1800, varias colecciones de huesos fósiles recogidas por naturalistas aficionados en la región de Normandía llegaron al Museo Nacional de Ciencias Naturales de París, a manos del zoólogo Georges Cuvier, considerado el padre de la paleontología. Entre esos huesos había vértebras de dinosaurio, pero Cuvier, que las describió en 1808, las asoció erróneamente con otros huesos pertenecientes a cocodrilos marinos prehistóricos.

Megalosaurus e Iguanodon

Desde 1820, el ginecólogo inglés Gideon Mantell, aficionado a la geología, venía recolectando grandes huesos y dientes fósiles en una cantera del bosque de Tilgate, en el Sussex occidental. En principio, Mantell creyó que pertenecían a un cocodrilo gigante. Unos dientes de herbívoro hallados en 1821 le hicieron plantearse la posibilidad de que parte de los fósiles pertenecieran a algún tipo de gran reptil herbívoro; en 1822 presentó sus hallazgos a la Sociedad Geológica de Londres, pero sus miembros, entre los que se encontraba el reverendo William Buckland, catedrático de geología en Oxford, opinaron que los dientes pertenecían a un pez o a un rinoceronte. Dos años más tarde, en 1824, el propio Buckland identificó algunos fósiles que había recolectado entre 1815 y 1824 como los restos de un enorme reptil carnívoro, al que llamó Megalosaurus ( “gran lagarto”). Fue el primer dinosaurio que recibió un nombre científico. Ese mismo año, Mantell invitó a Buckland a ver su colección, y esta vez Buckland estuvo de acuerdo con Mantell en que los huesos y los dientes pertenecían a un gran reptil, aunque sin convencerse aún de que fuera herbívoro. Mantell envió entonces varios dientes a Cuvier, y éste determinó que pertenecían a un reptil herbívoro gigante. Con el respaldo de Cuvier, Mantell visitó el Museo Hunteriano del Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra, donde se conservaban las colecciones anatómicas reunidas por el cirujano escocés del siglo XVIII John Hunter, en busca de semejanzas entre sus fósiles y algún reptil viviente. Casualmente, el conservador ayudante del museo, el naturalista y geólogo Samuel Stutchbury, había diseccionado una iguana poco tiempo antes, y se dio cuenta de que los dientes del reptil de Mantell eran muy parecidos a los de aquella, aunque veinte veces más grandes. Finalmente, en 1825, Mantell publicó la descripción científica del segundo dinosaurio, al que llamó Iguanodon (“diente de iguana”). Aunque para él, como para todos sus coetáneos, sólo eran reptiles gigantes; el término “dinosaurio” aún no se había inventado.

Archaeopteryx y Hylaeosaurus

Unos años después, en 1832, el paleontólogo alemán Christian Erich Hermann von Meyer, que décadas después descubriría la primera pluma de Archaeopteryx, identificó correctamente las vértebras de dinosaurio que había estudiado Cuvier catorce años antes en París, y les dio el nombre de Streptospondylus, que significa “vertebras invertidas”, ya que, al contrario que las vértebras de cocodrilo, éstas eran convexas por delante y cóncavas por detrás. Hoy sabemos que Streptospondylus era un dinosaurio bípedo carnívoro de tamaño medio, que vivió en Francia en el Jurásico Medio, hace unos 160 millones de años.

Ese mismo año de 1832, una explosión en la misma cantera en la que Mantell había descubierto los primeros restos de Iguanodon sacó a la luz varias rocas que contenían huesos de lo que parecía un gran lagarto. Un tratante local de fósiles vendió las piezas, unas cincuenta, a Mantell, que consiguió reunirlas como un puzzle, y descubrió que todas pertenecían a un solo esqueleto, que se había conservado casi completo. Hasta entonces, los restos que se habían encontrado de Megalosaurus e Iguanodon habían sido sólo huesos y dientes sueltos. Mantell pensaba que se trataba de un Iguanodon, pero el naturalista William Clift, conservador del Museo Hunteriano, llamó su atención hacia lo que parecían placas y púas que probablemente formaban parte de una armadura que protegía al animal. Mantell lo llamó entonces Hylaeosaurus, que significa “lagarto del bosque”.

Hylaeosaurus era un dinosaurio acorazado cuadrúpedo, herbívoro, de unos seis de largo, que vivió en Inglaterra a principios del Cretácico, hace unos 140 millones de años. Pocos fósiles más de Hylaeosaurus se han encontrado desde entonces, todos en Europa, y la pertenencia de muchos de ellos a la especie es dudosa. Los restos originales de este dinosaurio, conservados en el Museo de Historia Natural de Londres, han permanecido encastrados en su matriz de roca hasta los primeros años de este siglo, cuando se ha empezado a liberarlos por medios mecánicos y químicos. Pero aún no se ha publicado ningún estudio nuevo sobre ellos.

Thecodontosaurus

En 1834, Samuel Stutchbury, el mismo que había descubierto la semejanza entre los dientes del Iguanodon y los de las iguanas, era conservador del Museo de Bristol. Junto con el cirujano Henry Riley, realizaba excavaciones en una cantera cercana, donde ambos descubrieron los restos de un nuevo saurio, al que llamaron Thecodontosaurus, que significa “lagarto con dientes en alveolos”, debido a que las raíces de sus dientes no estaban fusionadas con el hueso de la mandíbula, como en los lagartos actuales, sino encajados en alveolos.

Thecodontosaurus era un pequeño dinosaurio herbívoro, de entre uno y dos metros y medio de longitud, treinta centímetros de alto y unos once kilos de peso, que vivió a finales del Triásico, hace unos doscientos millones de años. Era bípedo, con la cabeza y los ojos grandes, el cuello corto y la cola muy larga. Tenía cinco dedos en cada pie y en cada mano; éstas eran estrechas y alargadas, y estaban armadas con una larga garra. Los restos originales de Thecodontosaurus se perdieron en el bombardeo de Bristol, durante la Segunda Guerra Mundial, aunque se han encontrado otros restos en diversos yacimientos del sur de Inglaterra.

El origen del nombre “dinosaurio”

El interés por el estudio de estos grandes lagartos fósiles creció rápidamente entre los científicos europeos y americanos; el paleontólogo inglés Richard Owen, que años más tarde fundaría el Museo Británico de Historia Natural, encontró semejanzas entre las tres primeras especies descubiertas en Inglaterra, Megalosaurus, Iguanodon e Hylaeosaurus, que indicaban que pertenecían a un mismo grupo taxonómico, y en 1842 acuñó para este grupo el término “dinosaurio”, que significa “lagarto terrible”. Owen no incluyó en el grupo a Thecodontosaurus, quizá por su pequeño tamaño. Hubo que esperar hasta 1870 para que el biólogo Thomas Huxley, famoso por su acérrima defensa de la teoría de la evolución de Darwin, clasificara a esta especie dentro de los dinosaurios.

Para Owen, los dinosaurios no eran simples reptiles gigantes, sino que tenían características de mamíferos. Owen, uno de los científicos más influyentes de su tiempo, fue el encargado de asesorar al escultor Benjamin Waterhouse Hawkins para la realización de las primeras esculturas de dinosaurios que se hicieron en el mundo. Estas primeras reconstrucciones fueron inauguradas en 1854, y tuvieron un gran impacto en la idea que el público decimonónico se hizo de los dinosaurios. Las esculturas, que aún se pueden ver en el parque de Crystal Palace, en el sur de Londres, muestran a los dinosaurios como corpulentos cuadrúpedos. Se trata de un conjunto al aire libre que representa quince géneros de animales extintos de diversas eras geológicas, no todos dinosaurios. Son figuras esculpidas en cemento sobre un armazón de acero y ladrillo. Entre ellas hay dos iguanodontes; en el interior de uno de ellos, antes de que la escultura estuviera terminada, Owen celebró un banquete para veinte personas.

El megalosaurio

Esas primeras especies de dinosaurios han sufrido suertes muy distintas a lo largo de la historia. La peor parte se la lleva el megalosaurio de Buckland. En los primeros años, el nombre de Megalosaurus se utilizó como cajón de sastre y se asignó a multitud de restos fósiles de dinosaurios carnívoros, que luego se han identificado como pertenecientes a especies diferentes. Según algunos investigadores, incluso los huesos utilizados por Buckland para la descripción científica del megalosaurio, encontrados en diferentes lugares, pertenecen a varias especies distintas; técnicamente, sólo quedaría un hueso de mandíbula para realizar la descripción científica de la especie, lo que resulta a todas luces insuficiente.

El segundo dinosaurio, Iguanodon, ha corrido mejor suerte. Pero ha cambiado mucho desde su descubrimiento. Aunque ya en 1849 Mantell se dio cuenta de que, con sus esbeltas patas delanteras, más pequeñas que las traseras, Iguanodon no era el cuadrúpedo imaginado por Owen, la reconstrucción de éste en las esculturas de Crystal Palace se dio por buena hasta que, en 1878, aparecieron más restos fósiles de la especie en una mina de carbón de Bernissart, en Bélgica. Se excavaron varias docenas de esqueletos, que fueron reconstruidos en 1888 por el ingeniero y paleontólogo franco-belga Louis Dollo, naturalista ayudante en el Real Instituto Belga de Ciencias Naturales. Dollo ha pasado a la historia de la paleontología por la ley que lleva su nombre, la ley de Dollo, que afirma que la evolución es irreversible.

Según la reconstrucción de Dollo, Iguanodon era bípedo, más semejante a un canguro que al mastodonte de Owen. Una púa ósea, que Owen había situado en el extremo del hocico, como un cuerno, resultó ser una extensión del dedo pulgar que Iguanodon utilizaba probablemente para defenderse o para abrir semillas y frutos. Hoy sabemos que la reconstrucción de Dollo tampoco era correcta. La cola de Iguanodon estaba recorrida por fuertes tendones osificados, y era bastante rígida; para adoptar la postura bípeda erecta de canguro que le otorgó Dollo, habría que romper esos tendones. En realidad, Iguanodon mantenía el cuerpo horizontal, y podía caminar igualmente con dos o con las cuatro patas. Era un dinosaurio herbívoro de unas tres toneladas de peso, que llegaba a medir hasta doce o trece metros de largo. Vivió en Europa a principios del Cretácico, hace unos 125 millones de años.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, los hallazgos de huesos de dinosaurio se hacían esperar. Pero esta es otra historia que contaremos en otra ocasión.

OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:

El expediente Karnak. Ed. Rubeo

El ahorcado y otros cuentos fantásticos. Ed. Rubeo


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