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El Neutrino

El neutrino es una partícula esquiva, en apariencia insignificante, pero necesaria para explicar el mundo. Ni la radiactividad, ni el big bang, ni el Modelo Estandar de la física de partículas serían posibles sin él. Con El neutrino, un blog nacido en febrero de 2009, el físico y escritor Germán Fernández pretende acercar al lector, y ahora al oyente, al mundo de la ciencia a partir de cualquier pretexto, desde un paseo por el campo o una escena de una película, hasta una noticia o el aniversario de un investigador hace tiempo olvidado.

Bárbol en Monfragüe

Bárbol en Monfragüe - El Neutrino Podcast - Cienciaes.com

Aprended ahora la ciencia de las Criaturas Vivientes:
Nombrad primero los cuatro, los pueblos libres:
los más antiguos, los hijos de los Elfos;
el Enano que habita en moradas sombrías;
el Ent, nacido de la tierra, viejo como los montes
el Hombre mortal, domador de caballos.

Hace unos meses, cuando visité el Parque Nacional de Monfragüe, me encontré con un árbol nudoso y medio desarraigado que llamó mi atención. Un muñón de raíz se levantaba del suelo como un enorme pie, con su talón, sus dedos, y en el que incluso podía verse una uña puntiaguda. El árbol, que parecía a punto de echar a andar, me recordó a Bárbol y a los ents, los pastores de árboles imaginados por Tolkien en El señor de los anillos, semejantes a árboles ellos mismos.

La figura era la de un hombre corpulento, casi de troll, de por lo menos catorce pies de altura, muy robusto, cabeza grande, encajada entre los hombros. Era difícil decir si estaba cubierto por una especie de estameña que parecía una corteza gris verdosa, o si esto era la piel. En todo caso, los brazos no tenían arrugas y la piel que los recubría era parda y lisa. Los grandes pies tenían siete dedos cada uno. De la parte inferior de la larga cara colgaba una barba gris, abundante, casi ramosa en las raíces, delgada y mohosa en las puntas.

En el mundo real los árboles no caminan. No pueden hacerlo, porque carecen de músculos y, sobre todo, de sistema nervioso. La selección natural, que siempre es tacaña, evita el derroche y sólo invierte en lo necesario para garantizar la pervivencia de la especie. Los árboles, y las plantas en general, obtienen su alimento de los gases de la atmósfera y de los minerales que, junto con el agua, extraen del suelo. No necesitan desplazarse para conseguirlos. Al contrario, su modo de vida es incompatible con el movimiento. Normalmente no somos conscientes de ello, pero alrededor de la mitad del volumen de un árbol se encuentra bajo tierra, en sus raíces. No es posible desplazarse cuando se está anclado al suelo de esa manera.

Pero no todas las plantas tienen raíces tan extensas y profundas como las de los árboles. Las plantas epifitas, aquéllas que viven sobre otras plantas sin parasitarlas, sólo usan las raíces para agarrarse a su soporte, y obtienen el agua de la humedad del ambiente. Es el caso de muchas orquídeas en tierra firme, y de ciertas algas en el mar. Pero ni siquiera entre las epifitas se conoce el caso de una planta que pueda caminar.

Las plantas no caminan pero se mueven.

La movilidad de las plantas es muy limitada. Por un lado están los tropismos, como el fototropismo que hace que la parte aérea de la planta crezca hacia la luz. Pero se trata más bien de un crecimiento dirigido, y no de un verdadero movimiento. Las nastias sí son movimientos, pero no de la planta en su conjunto, sino de una parte de ella: la apertura y cierre de las flores, el movimiento de los zarcillos de las plantas trepadoras para agarrarse a troncos o paredes, el desplazamiento de los girasoles siguiendo al sol… Se trata en esencia de la variación de volumen de algunas células mediante la absorción o expulsión de agua en respuesta a ciertos estímulos. No parece suficiente para conseguir un árbol andante.

Animales que parecen plantas.

Si no hay plantas que caminen, quizá podría existir algún animal que, como los Ents, sin ser un árbol, lo pareciese. Al menos, en el mar hay algo semejante: El dragón de mar foliáceo (Phycodurus eques) es un caballito de mar que vive en las costas australianas del Pacífico y que se camufla como un alga gracias a largas prolongaciones en forma de hoja que rodean su cuerpo. En tierra firme tenemos lagartos o insectos que parecen hojas o ramitas, e incluso algunos cocodrilos inmóviles pueden confundirse con troncos secos, pero ningún animal ha llegado a mimetizarse como un árbol vivo entero. Quizá sea demasiado costoso desarrollar todo un sistema de ramas y hojas por simple mimetismo, para ocultarse de los depredadores o sorprender a las presas potenciales. Es más fácil recurrir a la cripsis, el camuflaje que hace que un ser vivo se confunda con su medio, como hacen los tigres con sus rayas o los camaleones cambiando de color.

Sin embargo, queda una posibilidad. Si un animal fuera capaz de realizar la fotosíntesis, entonces un ramaje poblado de hojas verdes no le serviría sólo para camuflarse entre los árboles, sino que, como a éstos, le beneficiaría para maximizar la captación de luz y de oxígeno para obtener alimento. ¿Es eso posible?

Animales verdes

Desde siempre nos han enseñado que una de las diferencias entre las plantas y los animales es que las primeras pueden crear su propio alimento mediante la fotosíntesis, y los segundos no. Las células vegetales disponen de unos orgánulos especializados, los cloroplastos, que contienen clorofila. Gracias a la clorofila, las plantas pueden transformar el dióxido de carbono del aire en materia orgánica. Los animales, por su parte, tienen que conformarse con comerse a los vegetales (o a otros animales que se han alimentado de vegetales) para sobrevivir.

Sin embargo, algunos animales han conseguido una convivencia más estrecha con las plantas para tener el alimento más a mano. Como la hidra verde, Hydra viridis, un pequeño animal emparentado con las medusas que vive en las aguas estancadas de la zona templada del hemisferio norte, y que almacena en el interior de sus células el alga unicelular Chlorella, que le suministra sustancias nutritivas a cambio de protección. Es un caso de endosimbiosis, una estrecha relación entre dos seres vivos de distintas especies, en la que uno vive en el interior del organismo del otro.

Hasta hace poco se pensaba que una endosimbiosis tan estrecha, con un organismo viviendo en el interior de las células de otro, era imposible en los vertebrados, debido a que la eficacia del sistema inmunitario de éstos destruiría cualquier organismo extraño. Sin embargo, recientemente se ha descubierto un caso. Desde hace décadas se sabe que los huevos de la salamandra moteada americana Ambystoma maculatum viven en simbiosis con el alga unicelular Oophila amblystomatis. Los huevos están cubiertos por una envoltura gelatinosa que evita que se sequen, pero también dificulta el intercambio de oxígeno con el exterior. Las algas viven en el interior de esa envoltura gelatinosa, y proporcionan oxígeno a los huevos a cambio del dióxido de carbono y los desechos nitrogenados de los embriones. Pero hace poco se ha descubierto que las algas no sólo se encuentran en la envoltura gelatinosa de los huevos, sino que también están presentes en el interior de las células del embrión, rodeadas de mitocondrias, que son los orgánulos celulares que transforman la glucosa, producto de la fotosíntesis, en energía. Se ha comprobado que los embriones que contienen algas en sus células eclosionan antes, y que las algas están también presentes en los oviductos de las hembras adultas; esto último sugiere que las salamandras se transmiten las algas de generación en generación.

Otro animal ha dado un paso más en la relación con las plantas. Pero en este caso no se trata de un vertebrado, sino de un molusco gasterópodo llamado Elysia chlorotica. Elysia chlorotica es una pequeña babosa marina aplanada, de dos a seis centímetros de longitud, que habita en la costa atlántica de América del Norte, desde Nueva Escocia hasta Texas, y se alimenta fundamentalmente del alga filamentosa verde-amarilla Vaucheria litorea. Al digerir las células del alga, la babosa conserva los cloroplastos y los almacena en sus tejidos. Este fenómeno se denomina cleptoplastia, que significa “robo de plastos”. Al acumular cloroplastos, el cuerpo de la babosa, originalmente pardo con manchas rojizas, adquiere una coloración verdosa; y gracias a ellos, consigue alimento en los periodos en los que las algas escasean. Los cloroplastos sobreviven activos en las células de la babosa hasta diez meses. Sin embargo, el ADN del cloroplasto no es suficiente para realizar la fotosíntesis; en las plantas son también necesarios ciertos genes del ADN nuclear. Se ha verificado que al menos uno de esos genes se encuentra también en el ADN nuclear de la babosa, y se transmite de padres a hijos. El gen es idéntico al del alga Vaucheria litorea; en algún momento la babosa lo ha adquirido mediante el mecanismo llamado transferencia horizontal de genes, por el que dos especies diferentes intercambian material genético; la babosa se ha convertido así en el primer animal capaz de realizar la fotosíntesis.

Sí, se trata sólo de una babosa y de una salamandra, pero no hay que desesperar. Demos tiempo a la evolución. Aunque como dijimos al principio, la evolución es tacaña; si un animal consiguiera desarrollarse como un árbol para obtener su energía de la fotosíntesis, quizá perdiera la capacidad de desplazarse y se anclase al suelo para sostener su peso y para, como los árboles, extraer el agua que necesita. Al fin y al cabo, la forma de árbol es una de las más exitosas de la historia de la vida; existe desde hace casi cuatrocientos millones de años, cuando los primeros anfibios comenzaban a colonizar la tierra firme, y ha evolucionado varias veces de manera independiente en diversas clases de plantas. Hoy, con cien mil especies, los árboles constituyen la cuarta parte de todas las especies de plantas vivas del planeta.

Uno hubiera dicho que había un pozo enorme detrás de los ojos, colmado de siglos de recuerdos, y con una larga, lenta y sólida reflexión; pero en la superficie centelleaba el presente: como el sol que centellea en las hojas exteriores de un árbol enorme, o sobre las ondulaciones de un lago muy profundo. No lo sé, pero parecía algo que crecía de la tierra, o que quizá dormía y era a la vez raíz y hojas, tierra y cielo, y que hubiera despertado de pronto y te examinase con la misma lenta atención que había dedicado a sus propios asuntos interiores durante años interminables.

OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:

El expediente Karnak. Ed. Rubeo

El ahorcado y otros cuentos fantásticos. Ed. Rubeo


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