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El Neutrino

El neutrino es una partícula esquiva, en apariencia insignificante, pero necesaria para explicar el mundo. Ni la radiactividad, ni el big bang, ni el Modelo Estandar de la física de partículas serían posibles sin él. Con El neutrino, un blog nacido en febrero de 2009, el físico y escritor Germán Fernández pretende acercar al lector, y ahora al oyente, al mundo de la ciencia a partir de cualquier pretexto, desde un paseo por el campo o una escena de una película, hasta una noticia o el aniversario de un investigador hace tiempo olvidado.

El año sin verano

El año sin verano - Podcast El Neutrino - CienciaEs.com

*“Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.
El brillante sol se había extinguido, y las estrellas
Vagaban apagándose por el espacio eterno,
Sin rayos, sin rumbo, y la helada tierra
Oscilaba ciega y se oscurecía en el aire sin luna;
La mañana llegó, y se fue – y llegó, y no trajo el día…”*
(Lord Byron, Oscuridad)

¿Qué tienen en común el Tour de Francia, dos de los mitos más universales de la literatura y el cine de terror, y el villancico más famoso de todos los tiempos? Frankenstein, la bicicleta, Noche de paz, los vampiros… No se pueden imaginar cosas más disparejas. Y sin embargo, todas ellas tuvieron la misma causa. Una causa que hay que buscar en una pequeña isla de Indonesia. Pero quedémonos de momento en Europa…

Es de sobra conocida la historia de cómo Mary Shelley concibió su novela Frankenstein. En el verano de 1816, lord Byron, Percy Shelley y su futura esposa, Mary Wollstonecraft Godwin, veraneaban a orillas del lago Lemán, cerca de Ginebra. Una noche, Byron propuso que cada uno escribiera una historia de terror. En los días siguientes, Mary Godwin esbozó lo que dos años más tarde se convertiría en su primera novela, Frankenstein o el moderno Prometeo. Lo que no es tan conocido es que el propio Byron escribió un fragmento basado en las historias de vampiros que había escuchado en los Balcanes; este relato, inconcluso y abandonado por su autor, inspiró a otro de los presentes, John William Polidori, el médico personal de Byron, su novela El vampiro, que se publicó en 1819 y que marcó el inicio del género del vampiro romántico.

Y lo que casi nunca se cuenta es que la “culpa” de que Byron y los Shelley se reunieran aquel verano la tuvo la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, que venía persiguiendo a Byron desde Inglaterra, arrastrando consigo a Mary Godwin y al amante de ésta, Shelley, al que usó como cebo y salvoconducto para acercarse al poeta, que no quería saber nada de ella. Y con razón.

Claire Clairmont era una joven voluptuosa de dieciocho años que, ansiosa por alcanzar la fama como escritora o como actriz, había acosado a Byron durante la primavera anterior y había acabado por seducirlo. Pero el romance se cortó casi inmediatamente, puesto que el 24 de abril de 1816 lord Byron abandonó Inglaterra, huyendo de la hipocresía de la sociedad británica, de los acreedores, del odio de los políticos y quizá también de Claire Clairmont, a la que dejó muy claro que no tenía ninguna intención de continuar con su relación. (Y a la que también dejó embarazada, aunque no lo supo hasta después.)

Sin embargo, el deseo de conocer a Shelley fue mayor que el rechazo hacia Claire, y Byron mordió el anzuelo. Clairmont se salió con la suya, aunque el escritor nunca la consideró más que una aventura estrictamente sexual.

Así que, en cierto modo, Claire Clairmont fue la causante de que Mary Shelley escribiera Frankenstein y Polidori El vampiro. ¿Y qué hay de Noche de paz y de la bicicleta? No, no son obra de Claire Clairmont. Porque hay otro motivo, el que verdaderamente inspiró a Byron la idea de que se dedicaran a escribir historias en lugar de remar por el lago Lemán y hacer excursiones: el mal tiempo. “Resultó ser un verano húmedo y desagradable, y la lluvia incesante a menudo nos tenía confinados en la casa durante días”, escribió Mary Shelley más tarde sobre aquel verano.

Aquel año, las condiciones meteorológicas en toda Europa fueron pésimas. Durante la primavera y el verano la lluvia y el granizo azotaron el continente. En varios países cayó nieve marrón o roja. En los Alpes Suizos, durante el verano, nevó casi todas las semanas. Las temperaturas medias fueron dos grados inferiores a lo normal. En París, la temperatura media en el mes de julio descendió 3,5 grados.

En Norteamérica, la primavera de 1816 fue más o menos normal, aunque el cielo del nordeste de los Estados Unidos estuvo cubierto por una persistente neblina rojiza, que ni los vientos ni las lluvias disipaban, y en las zonas montañosas hubo heladas en mayo. Pero, al comienzo del verano, el frío llegó de la noche a la mañana. Entre el 5 y el 6 de junio, las temperaturas diurnas se desplomaron hasta 20 grados; en Williamstown (Massachusetts), por ejemplo, la temperatura máxima pasó en un solo día de 28 a 9º C. En julio y agosto cayeron nevadas y se helaron ríos y canales. Llegó a nevar incluso en el sur de México y en Guatemala.

1816 pasó a la historia como “el año sin verano”. Por todo el mundo las cosechas se perdieron y los precios subieron. En muchos países hubo revueltas. Las hambrunas y epidemias causaron más de 200 000 muertos. Y fue precisamente la carestía de la cebada la que aguijoneó al inventor alemán Karl Friedrich Christian Ludwig Freiherr Drais von Sauerbronn para encontrar un medio de transporte que sustituyera al caballo; en 1817, Drais presentó la draisiana, un vehículo de dos ruedas con manillar pero sin pedales, primer ancestro de la bicicleta.

Los siguientes inviernos fueron especialmente crudos. El intenso frío estropeó el órgano de la iglesia de San Nicolás de Oberndorf, cerca de Salzburgo. Corría el año 1818. La Nochebuena se acercaba, y el sacerdote Joseph Mohr, coadjutor de la parroquia, no podía concebir las celebraciones sin música. Así que desempolvó un poema que había escrito dos años antes y pidió al organista Franz Xaver Gruber que le pusiera música para cantarlo con acompañamiento de guitarra, único instrumento que sabía tocar Mohr. En unas pocas horas, Gruber compuso el villancico Stille Nacht, heilige Nacht, que se cantó por primera vez en la Misa del Gallo de la iglesia de Oberndorf, y que más tarde se tradujo al español con el título de Noche de paz.

La causa de todas esas alteraciones climáticas hay que buscarla en el otro extremo de la Tierra, en Indonesia, lo que por entonces eran las Indias Orientales Neerlandesas. En abril de 1815, hace ahora doscientos años, había tenido lugar la erupción volcánica más catastrófica registrada en la historia, la del monte Tambora.

El volcán Tambora forma una península de sesenta kilómetros de largo, la península de Sanggar, en el norte de la isla de Sumbawa, una de las islas menores de la Sonda, situadas al este de Java.

Después de tres años de actividad creciente, el 5 de abril de 1815 hubo una primera erupción, que duró 33 horas y generó una columna de humo y cenizas de 33 kilómetros de altura. Pero la población local no abandonó sus hogares. Las detonaciones se oyeron a más de mil kilómetros de distancia. En la ciudad de Yogyakarta, en Java, se atribuyeron a cañonazos; se movilizaron tropas en previsión de ataques y se enviaron barcos a lo largo de la costa en busca de navíos en peligro. Pero la caída de cenizas al día siguiente les sacó de su error.

El volcán se mantuvo en calma relativa hasta el 10 de abril. Sin embargo, la calma era sólo aparente: En este tipo de erupciones, la lava es tan espesa que no fluye en coladas, sino que se solidifica nada más salir y se va acumulando en forma de espina o de domo que tapona el volcán, de manera que la presión de la caldera aumenta hasta que el volcán revienta. Eso es lo que ocurrió el 10 de abril; hacia las diez de la mañana, la explosión formó una columna eruptiva que se elevó hasta 44 kilómetros de altura. El sonido de las explosiones llegó a oírse en la isla de Sumatra, a más de dos mil quinientos kilómetros de distancia. Hacia las siete de la tarde, la actividad del volcán aumentó, y a las ocho empezó a caer una lluvia de piedra pómez en bloques de hasta veinte centímetros de diámetro, seguida por cenizas entre las nueve y las diez. Según los testigos, hacia las diez de la noche las tres columnas de llamas que coronaban el volcán se fusionaron y la montaña se convirtió en una masa de “fuego líquido”. Siete coladas piroclásticas, nubes ardientes formadas por gases volcánicos, cenizas y piedra pómez, descendieron por los valles desde el volcán en todas direcciones, arrasaron la población de Tambora y toda la península de Sanggar y cubrieron el mar hasta cuarenta kilómetros de distancia. En Batavia, la actual Yakarta, a 1 300 kilómetros del volcán, se extendió un olor “nitroso”.

El 12 de abril el volcán seguía activo. La nube de cenizas llegaba ya hasta el oeste de Java y el sur de Célebes; era tan densa que en Java, a novecientos kilómetros de distancia, los primeros resplandores del alba no aparecieron hasta las diez de la mañana, y los pájaros no empezaron a cantar hasta las once.

La erupción terminó el 15 de abril, y las lluvias teñidas de ceniza, que alcanzaron hasta mil trescientos kilómetros de distancia, no cesaron hasta el 17. Como consecuencia de la erupción, lo que quedaba de la montaña se hundió, y se formó una caldera de más de seis kilómetros de diámetro y seiscientos metros de profundidad. La montaña, que antes de la erupción era una de las más altas del archipiélago malayo, con una altura de unos 4 300 metros, se quedó en 2 851 metros.

Se calcula que la erupción mató directamente a unas 11 000 personas, a las que hay que añadir las 50 000 víctimas del hambre y de las epidemias en Sumbawa y la vecina Lombok, y de los tsunamis, que alcanzaron las costas circundantes hasta varios cientos de kilómetros de distancia.

La energía liberada en la erupción del Tambora, unos ochocientos megatones, equivalente a cincuenta mil bombas atómicas como la de Hiroshima, fue ocho veces mayor que la del Vesubio que arrasó Pompeya, cuatro veces más que la del Krakatoa de 1883, y dos o tres veces más que la erupción de Santorini que aniquiló la civilización minoica. Expulsó ciento sesenta kilómetros cúbicos de materia sólida, o sea, unos ciento cuarenta mil millones de toneladas. La isla quedó sepultada bajo una capa de cenizas de hasta tres metros de espesor. En Macasar, situada en el sur de Célebes, a casi cuatrocientos kilómetros de distancia, se recogieron 636 kilos de ceniza por metro cuadrado. Los barcos que navegaban por la región se encontraron con islas flotantes de piedra pómez de hasta cinco kilómetros de longitud, que cuatro años más tarde aún seguían entorpeciendo la navegación.

La erupción inyectó enormes cantidades de cenizas y de gases sulfurosos en la estratosfera, a más de cuarenta kilómetros de altitud. Las cenizas bloquearon la luz del Sol en seiscientos kilómetros a la redonda; una noche oscura como boca de lobo que duró dos días. Por todo el mundo, una persistente niebla seca anaranjada nubló el cielo y tiñó de rojo los atardeceres, como plasmó en sus cuadros el pintor inglés Joseph Mallord William Turner, precursor del impresionismo. Millones de toneladas de dióxido de azufre formaron una banda alrededor del Ecuador que sólo un año más tarde, en 1816, se extendió a las latitudes medias, al tiempo que iba descendiendo. Estos gases fueron los responsables de la alteración del clima que conocemos con el nombre de “año sin verano”.

La primera persona que ascendió al Tambora después de la erupción fue el botánico suizo Heinrich Zollinger, a la cabeza de un equipo de científicos encargado de estudiar la recuperación del ecosistema, en 1847. 32 años después de la erupción, el cráter seguía envuelto en humo, y en algunos lugares los pies se hundían a través de una fina costra sólida en una capa de azufre caliente en polvo. Pero la vida ya se estaba abriendo paso, y la vegetación empezaba a reaparecer. Los exploradores encontraron varias praderas de cogón (Imperata cylindrica) e incluso un bosque de casuarinas (Casuarina sp.) cerca de la cumbre, entre los 2 200 y los 2 550 metros de altitud. En 1896 se censaron 56 especies de aves viviendo en la montaña, entre las que se encontró una desconocida hasta entonces para la ciencia, el anteojitos crestado (Lophozosterops dohertyi).

La erupción del Tambora en 1815 es la única erupción histórica que se clasifica en la categoría 7, de un total de 8, en la escala de explosividad volcánica. Se han identificado otras cuatro erupciones de intensidad similar en los últimos 10 000 años; la más reciente, sin contar la del Tambora, ocurrió según los estudios geológicos en 1257, precisamente en la vecina isla de Lombok, y formó el lago Segara Anak, de 11 kilómetros cuadrados de superficie.

Indonesia es una de las regiones de mayor actividad volcánica del mundo, y también una de las más pobladas. Hoy, una erupción de este calibre en Indonesia (o en otro país densamente poblado) causaría probablemente cientos de miles de víctimas, sin contar con los efectos globales en el clima a largo plazo. Y eso que “sólo” se trata de erupciones de categoría 7. Las erupciones de categoría 8, los supervolcanes, son mucho más destructivas. Liberan una energía diez o más veces mayor; expulsan más de mil kilómetros cúbicos de roca y pueden cubrir de lava y cenizas países enteros. La erupción de categoría 8 más reciente se produjo en el centro de la isla Norte de Nueva Zelanda hace 26 500 años; formó la caldera del lago Taupo, de seiscientos kilómetros cuadrados de extensión, y pudo ser el desencadenante del Último Máximo Glacial, cuando los hielos cubrieron la práctica totalidad de Canadá, el sur de Argentina y Chile, parte de Siberia, las islas Británicas y el norte de Europa hasta Alemania y Polonia.

Uno de los supervolcanes activos más conocidos es la caldera de Yellowstone. Podemos imaginar los catastróficos efectos que tendría una erupción en pleno centro de los Estados Unidos; para empezar, lo arrasaría todo en cientos de kilómetros a la redonda, y cubriría de cenizas la práctica totalidad de Norteamérica. Pero no hay que preocuparse demasiado, la caldera de Yellowstone es uno de los volcanes más vigilados del mundo, y no se prevé una gran erupción en un futuro cercano.

En cualquier caso, no creo que la erupción de un supervolcán en la actualidad llegara a provocar la extinción de la humanidad, de hecho la erupción del Taupo no lo consiguió, pero provocaría miles, si no millones, de víctimas, y sería una catástrofe global que pondría a nuestra civilización en graves apuros. Y lo peor es que, con toda nuestra tecnología, no podemos hacer nada para evitarlo. Pero si algo nos enseñan las pequeñas historias del “año sin verano” es que el ser humano es capaz de superarse y dar lo mejor de sí mismo cuando se enfrenta a la adversidad; quizá sea esa la razón de nuestro éxito como especie, o al menos, la esperanza de nuestra supervivencia.

OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:

Infiltrado reticular
Infiltrado reticular es la primera novela de la trilogía La saga de los borelianos. ¿Quieres ver cómo empieza? Aquí puedes leer los dos primeros capítulos.

El expediente Karnak. Ed. Rubeo

El ahorcado y otros cuentos fantásticos. Ed. Rubeo


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