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Ulises y la Ciencia

Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.

El oso gruñón y el camino hacia la fusión nuclear.

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El descubrimiento de la radiactividad dio lugar a una verdadera revolución científica a principios del siglo XX. Entre los investigadores más sobresalientes estaba el físico ingles Ernest Rutherford, un experimentador cuyo carácter se alejaba bastante del estereotipo de sabio despistado y bonachón que todos imaginamos. En 1904 trabajaba en la Universidad McGill de Montreal y a sus 33 años ya tenía fama de ser un experimentador enérgico. A su aspecto de gran oso se unía una voz rugiente que hacía temblar por igual a sus ayudantes y a los cristales del laboratorio.

A pesar de su carácter, o quizás por él, sus métodos de investigación dieron buenos resultados. Rutherford averiguó, por ejemplo, que los materiales radiactivos emiten grandes cantidades de energía y eso abría las puertas a muchas cuestiones interesantes. La más significativa era que Lord Kelvin, el científico más importante de su época, estaba equivocado. Kelvin había calculado la edad del Sol considerando que su energía era causada por una enorme contracción debida a la gravedad. Sus resultados asignaban al Sol una edad 500 millones de años, y a la Tierra, mucho más pequeña, no más de 100 millones. Incluso para un hombre del carácter de Rutherford, contradecir a un “Papa de la Ciencia” tenía sus riesgos. Cuando decidió presentar los resultados de las investigaciones en la Royal Institution, Kelvin estaba allí. Así describe en su biografía aquellos momentos el propio investigador:

Entré en la sala y rápidamente localicé a lord Kelvin entre el público. Comprendí que iba a tener problemas con la última parte de mi discurso, que trataba de la edad de la Tierra. Para mi alivio, Kelvin cayó profundamente dormido pero cuando llegué al punto importante, el astuto viejo se incorporó, abrió un ojo y me dirigió una mirada inquietante. De pronto se me ocurrió una idea y dije: “Lord Kelvin ha limitado la edad de la Tierra a menos que se descubra una nueva fuente de energía. Bien, pues estas proféticas palabras se refieren a la energía que estamos considerando hoy”. Levanté la vista y… puf…. el viejo me regaló una sonrisa de aprobación.

El investigador fue lo suficientemente hábil para no herir la susceptibilidad del anciano y eso le salvó de una buena andanada. Rutherford continuó investigando y averiguó que las sustancias radiactivas emitían proyectiles, es decir radiaciones, de tres clases distintas a las que identificó con las letras griegas alfa, beta y gamma. Como aún se desconocía la naturaleza interna de los átomos, utilizó esos mismos proyectiles para averiguarla. Bombardeó ciertas sustancias y observó que algunas veces los proyectiles cambiaban de dirección, incluso retrocedían como si chocaran con algo denso existente en el interior del átomo: Así demostró la existencia del núcleo atómico. En otro de sus experimentos rozó la magia: Consiguió convertir un elemento en otro, no convirtió el plomo en oro, como había soñado los alquimistas durante siglos, pero hizo algo igualmente difícil: bombardeó nitrógeno con partículas alfa y como resultado obtuvo algo totalmente distinto, oxígeno.

Lo cierto, es que aunque se pueda convertir una sustancia en otra, el procedimiento no es fácil, se juega con una herramienta peligrosa, la radiactividad, y tampoco es rentable porque requiere invertir más de lo que se recoge. Pero más importante que la posibilidad de convertir una sustancia en otra era la posibilidad de extraer energía del proceso.

Todo el mundo sabe como extraer la energía de un tronco seco, basta con arrimarle un fósforo encendido. Pero podríamos hacernos esta pregunta: ¿Porqué no arde la madera sola, sin necesidad de encenderla? La explicación es muy simple: las moléculas de la madera, o de cualquier otro combustible, tienen sus átomos sólidamente unidos y hay que golpearlas con fuerza para que se rompan. Una vez rotas, sus trozos se combinan con el oxígeno del aire y se calientan, es decir, los productos de la combustión salen disparados a gran velocidad rompiendo otras moléculas de combustible, éstas a otras… y así se va propagando el fuego. Es como hacer una fila de fichas de dominó colocadas de tal manera que una al caer tumbe a la siguiente y esta a la que le sigue y así sucesivamente. Este proceso se llama “una reacción en cadena”. Para que se inicie tenemos que comunicar a la primera ficha energía para que caiga, después el proceso va solo. Esa energía inicial, energía de activación, es la que proporcionamos al fósforo al rascar para que se encienda y, posteriormente, la energía que el fósforo encendido comunica a la madera para encenderla.

Para encender el fuego nuclear solo hacía falta encontrar el fósforo adecuado y éste resultó ser una partícula muy abundante en la naturaleza: El neutrón. Los neutrones son partículas neutras, es decir sin carga eléctrica, que forman parte del núcleo atómico. En la naturaleza siempre hay neutrones sueltos producidos por diferentes fenómenos ya sean ajenos a la Tierra, como los rayos cósmicos, o debidos a desintegraciones espontáneas en materiales radiactivos terrestres. Cuando un neutrón es capturado por un núcleo de uranio-235, una clase de uranio poco abundante y radiactivo, lo absorbe e inmediatamente se vuelve inestable y revienta, o dicho de otra manera, se fisiona. Al reventar libera trozos más pequeños y, lo que es más importante, dos o tres neutrones. Si esos neutrones encuentran otros tantos átomos los harán reventar y estos a otros y así sucesivamente. Basta pues con acumular cantidad suficiente de Uranio-235, o de plutonio, para que la reacción nuclear en cadena comience. Así funcionan la centrales nucleares actuales. Allí se controla el número de fisiones para mantener la temperatura y convertirla en energía eléctrica. El lado negativo es que se puede utilizar combustible puro para crear la bomba atómica.

Mucho antes de que se lograran realizar reacciones nucleares de fisión en cadena, los astrónomos se habían dado cuenta de que la estrellas no podían obtener su energía de esa manera. Estudiando la luz que nos llega del Sol habían descubierto que está formado de hidrógeno y el núcleo de hidrógeno es el más simple que existe. Hay tres tipos de núcleos de hidrógeno, uno tiene una única partícula, un protón, otro contiene además un neutro y se llama deuterio, y el tercero contiene dos neutrones y se conoce como tritio. Lo más curioso es que la masa de cada una de esas partículas, los protones y neutrones, por separado es mayor que cuando están juntas. Eso ya indicaba una posible solución: Si se juntan dos partículas lo suficiente como para que queden unidas se liberará la masa que sobra en forma de energía. En 1939 se hicieron los cálculos y… ¡premio!, coincidieron con la energía liberada por nuestro Astro Rey.

Conociendo datos como la velocidad a la que los planetas giran alrededor del Sol y su distancia él y aplicando la leyes de Newton, los físicos lograron conocer su masa: equivale a una 300.000 tierras. Las observaciones permitieron averiguar su radio y su composición. Con esos datos se pudieron calcular las condiciones que existen en su interior. La temperatura alcanza unos 15 millones de grados y la densidad es unas doce veces la del plomo. En esas condiciones la materia no es ni sólida ni líquida ni gas, está en estado de “plasma” es decir núcleos de átomos despojados de sus electrones. Una vez más, fueron los ingenios militares los que consiguieron imitar esas condiciones. Crearon una bomba tan ingeniosa como mortífera: la bomba H. Consistía básicamente en utilizar el poder de una bomba de fisión para crear las condiciones necesarias para la fusión. Se utilizó el 1 de noviembre de 1952 en un atolón del pacífico. La explosión fue de tal calibre que la isla desapareció dejando en su lugar un cráter a tres kilómetros bajo las aguas del océano.

A muchos les parecía increíble que la misma energía que hace brillar las estrellas, la misma que ha hecho que la vida florezca sobre este planeta, pudiera ser tan mortífera. Quizás por esa razón, desde entonces, no han cesado los esfuerzos por conseguir de la fusión nuclear una fuente de energía abundante y barata. Pero no es una empresa fácil. En 1970 se pensaba que los primeros reactores nucleares de fusión estarían disponibles para finales de los 90 pero la realidad ha demostrado que eran demasiado optimistas. Ahora está en marcha un gran proyecto internacional, el ITER, que promete conseguirlo, aunque, si lo consigue, aún faltarán décadas antes de que la humanidad pueda disfrutar de esta energía en abundancia y a bajo precio. Mientras tanto allá, a lo lejos, millones de reactores nucleares titilan en la noche, como sonriendo ante los esfuerzos de una débiles criatura por imitar…. a las estrellas.


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