Las mentes más claras de la historia han ido tejiendo poco a poco la intrincada tela de araña del conocimiento científico. En cada programa del podcast Ciencia y Genios les ofreceremos la biografía de un gran sabio escrita por varios autores.
No somos conscientes de ello pero nuestra visión del mundo es un engaño, una ilusión creada por cada objeto y su peculiar forma de comportarse ante la luz.
Un vestido rojo podríamos decir que es de todos los colores, menos rojo. Cuando incide sobre él la luz blanca, que es el conjunto de todos los colores del arco iris, el vestido rechaza el rojo y se queda con todos los demás. Si iluminamos el vestido con luz verde solamente, no reflejará ningún color, para nosotros será negro.
Nuestro limitado sentido de la vista tiene la culpa del engaño, al menos en parte. Miramos a través de una ventana porque el vidrio es transparente a los colores que podemos ver, sin embargo es opaco ante las radiaciones que no vemos, las que están por debajo del rojo (infrarrojas) o más allá del azul (ultravioletas). Si nuestro sentido de la vista pudiera ver el infrarrojo tendríamos que cambiar el vidrio de las ventanas.
Otros cuerpos no reflejan la luz, la generan; son fuentes de luz, una bombilla o una estrella son buenos ejemplos. Estos objetos brillan más o menos y nos parece que podemos reducir la intensidad de la luz a voluntad, haciéndola más y más tenue hasta el infinito. Otra mentira.
Fue el científico alemán Max Planck el que descubrió ese otro engaño de la Naturaleza y, al hacerlo, revolucionó nuestra visión del mundo. La energía, se pensaba antes de él, es continua y la podemos dividir en trocitos tan pequeños como queramos. Planck descubrió que no.
El juego de absorción y emisión de energía que modela nuestro mundo atraía de forma muy especial a los científicos de finales del siglo XIX. Para ellos estaba claro que la luz visible, la radiación infrarroja o la ultravioleta son sólo distintos aspectos de un tipo de emisión que recibe el nombre genérico de "radiación electromagnética". Sabían también que si un cuerpo absorbe radiación se calienta y, por otro lado, un cuerpo caliente emite radiación.
Lo que los científicos de aquellos tiempos no sabían es cómo emite la radiación cada material. Para averiguarlo se les ocurrió un juego: idearon un cuerpo teórico capaz de absorber todas las radiaciones, un cuerpo negro.
Un cuerpo negro se asemeja a un horno hermético, perfectamente aislado, en cuyo interior las paredes absorben todas las radiaciones sin dejar escapar nada. Dicho así tenemos un problema: no podemos ver lo que pasa dentro. Para averiguarlo, no hay más remedio, tenemos que abrir un pequeño agujero.
Si abrimos un agujero para mirar, las radiaciones exteriores podrán entrar por él, añadirán energía a su interior y el cuerpo se calentará. Lo mismo sucede al ponernos ropa negra al Sol, la ropa absorbe la energía y empezamos a sudar. Así pues, como hemos dicho que un cuerpo negro es un absorbente perfecto, irá aumentando la energía acumulada y cada vez se pondrá más caliente.
No puede existir un cuerpo capaz de acumular energía hasta el infinito porque acabaría robando toda la que existe y el Universo moriría helado. Imposible. Si abrimos un agujero, abrimos también una puerta de escape para la radiación. El cuerpo negro es, a la vez, un absorbente perfecto y un perfecto emisor.
En 1859, Kirchhoff, que después sería profesor de Max Planck, realizó una serie de experimentos calentando un horno y midiendo la emisión que salía por un agujero. Era lo más aproximado a la emisión de un cuerpo negro pero los resultados fueron difíciles de interpretar.
Fue en 1900 cuando Max Planck dio con la clave del problema y lo hizo con una visión revolucionaria: La radiación no se emite de forma continua, va en paquetes pequeñísimos pero indivisibles que llamó "quanta". Con esa premisa dedujo la fórmula que cuadra de manera precisa con los experimentos del cuerpo negro y cambió para siempre la visión del mundo de lo diminuto. Nació el mundo cuántico.
Les invitamos a escuchar la vida de Max Planck. Empieza así:
El último día de julio de 1945, un oficial norteamericano llamó al timbre de una casa desolada y derruida por los estragos de la guerra. Le abrió la puerta un anciano de ojos tristes y casi 90 años, que momentos antes había estado tocando el piano para recuperar las ganas de vivir. Al verlo, el militar lo saludó con un gesto solemne. Tenía enfrente al profesor MAX PLANCK, el físico más respetado de Alemania; un hombre de integridad intachable al que debía trasladar, por motivos de seguridad, fuera de Berlín…
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