Las mentes más claras de la historia han ido tejiendo poco a poco la intrincada tela de araña del conocimiento científico. En cada programa del podcast Ciencia y Genios les ofreceremos la biografía de un gran sabio escrita por varios autores.
Vaya a la cocina, escoja una copa alta de cristal fino, bien limpia, y ponga un poco de agua en ella. Sujete la copa por la base, para que la parte superior vibre sin impedimentos, humedezca la yema del dedo índice en el agua y deslícelo suavemente por el borde. Si tiene paciencia, no tardará en disfrutar de uno de los sonidos más seductores de la naturaleza.
Benjamin Franklin, además de inventor, filósofo y político, era un músico aficionado que tocaba con cierta habilidad el violín, el arpa y la guitarra. En uno de sus viajes a Europa, su afición por la música le llevó a presenciar un concierto singular. En el centro del escenario, rodeado por la orquesta, un instrumento extraño llamaba la atención de los asistentes. Sobre una tabla lisa, dispuestos en orden riguroso, había un conjunto de vasos de vidrio de distinto tamaño. El músico, humedecía ceremoniosamente sus dedos y, acompañado por la orquesta, los deslizaba por los bordes de las copas de cristal produciendo un sonido cautivador . Franklin se sintió hechizado por el "sonido suave y puro de los vasos musicales".
Ése fue el principio de una idea que culminó en el invento más querido de Franklin: la armónica de cristal o armónica de copas. Acostumbrado a innovar, el inventor decidió cambiar el orden de las cosas. En lugar de hacer que el dedo en movimiento recorriera el borde de los vasos, concibió un instrumento en el que eran los recipientes de vidrio los que giraban ofreciendo su borde al dedo estático del músico. Ordenó construir una serie de cuencos de vidrio de distinto tamaño y los colocó horizontalmente, unos dentro de otros, sin tocarse, unidos por sus bases a un eje metálico horizontal que atravesaba todo el conjunto. Mediante un sistema de poleas (inicialmente era una manivela), hacía girar el eje y, con él, todo el conjunto de vasos. El músico sólo tenía que apoyar sus dedos humedecidos en los bordes de los distintos vasos para extraer el sonido.
El secreto del sonido radica en un juego en el que se alterna la fricción y el deslizamiento del dedo sobre el borde de cristal. Cuando el dedo húmedo se apoya en el borde de la copa unas veces roza, ofreciendo más resistencia, y otras se desliza, ofreciendo menos. La alternancia entre la fricción y deslizamiento obliga a que el avance del dedo, lo mismo que sucede con el arco del violín y otros instrumentos, se haga en pequeños pulsos que se transmiten a la copa haciéndola vibrar con una frecuencia de sonido que depende de muchos factores: del tamaño, de la forma, del espesor del vidrio o el contenido de líquido en su interior. Cada copa tiene su propio sonido.
El invento de Franklin tuvo un éxito inmediato y muchos compositores, entre ellos Mozart, Beethoven o Donizetti, escribieron obras para la armónica de cristal. Desgraciadamente, el sonido arrebatador del instrumento musical tuvo también su lado oscuro. Entre músicos y espectadores se fue extendiendo la idea de que algunos virtuosos de este instrumento acababan perdiendo la razón, hechizados por el sonido, se acusaba a la armónica de cristal de provocar problemas nerviosos, disputas matrimoniales, convulsiones… incluso se llegó a contar que un niño había muerto durante un concierto. El rechazo social fue tan grande que la armónica de cristal cayó en el olvido y, a principios del siglo XIX, era considerada una pieza de museo.
Durante los últimos años, una nueva generación de músicos ha recuperado la armónica de cristal y ha vuelto a dar vida a las obras que fueron escritas para ella. Seguro que Franklin, esté donde esté, ha escuchado de nuevo los fascinantes sonidos de su invento más querido.
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