Las mentes más claras de la historia han ido tejiendo poco a poco la intrincada tela de araña del conocimiento científico. En cada programa del podcast Ciencia y Genios les ofreceremos la biografía de un gran sabio escrita por varios autores.
Hasta mediados del siglo XV sólo había una forma de reproducir los libros: copiándolos a mano. Los copistas eran generalmente monjes o frailes que dedicaban toda su vida al rezo y a la copia de los libros que después eran utilizados por los sacerdotes, nobles y reyes. Pero a partir de 1450 todo cambió. Con la aparición de la imprenta de tipos móviles, inventada por Johannes Gutenberg, tuvo lugar una de las revoluciones tecnológicas más drásticas y generadoras de cultura de todos los tiempos.
Humberto Eco describe así el ambiente de un scriptorum, o lugar en el que se copiaban los manuscritos, en su libro El Nombre de la Rosa:
“Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octogonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas. …
Tal y como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. … Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. …
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento, y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, solo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.”
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