La Naturaleza nos sorprende cada instante con multitud de fenómenos que despiertan nuestra curiosidad. La Ciencia Nuestra de Cada Día es un espacio en el que Ángel Rodríguez Lozano nos incita a mirar a nuestro alrededor y descubrir fenómenos cotidianos que tienen explicación a la luz de la ciencia.
La luz viaja muy rápido, ahora sabemos que alcanza los 300.000 kilómetros por segundo en el vacío, y fue precisamente esa rapidez la que hizo pensar durante mucho tiempo que se desplazaba de un lado a otro de forma instantánea, es decir, con velocidad infinita.
Galileo no pensaba así, de hecho, propuso un método para medirla. Una noche subió a la cima de un cerro llevando consigo un farolillo cuya luz podía ocultar a voluntad con una portezuela, pidió a su asistente que le acompañara con otro farol y que se desplazara hasta la cima de una colina situada a más de un kilómetro de distancia.
Comenzaron el experimento con ambos faroles apagados. En un momento dado, Galileo descubrió la luz de su farol y el asistente, al ver la luz de la linterna del sabio, respondió descubriendo el suyo. Desde su posición, Galileo vio la luz devuelta por el farol del asistente e intentó medir el tiempo transcurrido -así se había logrado medir la velocidad del sonido y esperaba tener éxito con la luz-. No pudo medir nada. La única conclusión a la que pudo llegar el sabio fue que la luz es muy veloz, "al menos 10 veces más que el sonido" -dijo (y se quedó muy corto, es casi 900.000 veces más rápida).
Galileo fracasó pero, curiosamente, la primera medida real habría sido imposible sin uno los descubrimientos astronómicos del sabio italiano: los satélites de Júpiter.
Olaus Roemer fue un astrónomo danés que, en 1776, disfrutaba observando a Júpiter y los movimientos de las cuatro lunas descubiertas por Galileo en 1610. Esos cuatro satélites son Calisto, Ganímedes, Io y Europa. Son tan grandes que basta un pequeño telescopio para verlos como cuatro estrellitas alineadas con el disco del planeta gigante. El astrónomo las observaba noche tras noche, anotando escrupulosamente los momentos en los que, eclipsadas, se ocultaban tras el disco del planeta o cruzaban por delante de él.
Roemer tenía especial fascinación por Io, un satélite prácticamente de igual tamaño que la Luna que da una vuelta completa alrededor de Júpiter cada 42 horas. Se dice que quería utilizarlo como reloj astronómico, pero pronto descubrió que eso no era posible. Durante una época del año, a medida que avanzaban las noches de observación, los eclipses de Io se iban retrasando y en otra época se adelantaban.
El astrónomo danés comprendió que esos desajustes no se debían al satélite, ni a Júpiter, sino al movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Júpiter sigue una órbita mucho mayor que la Tierra -tarda más de 11 años en completarla- y, durante ese tiempo, nuestro planeta unas veces se acerca y otras se aleja del planeta gigante. A medida que nuestro planeta se aleja de Júpiter, la luz de Io tarda más en llegar y la hora del eclipse se va retrasando. El retraso mayor se produce cuando la Tierra y Júpiter están a la máxima distancia, a ambos lados del Sol. Después, los planetas comienzan a acercarse de nuevo y los eclipses se adelantan.
Roemer midió el máximo retraso y concluyó, correctamente, que es el tiempo que tarda la luz en ir desde la posición de la Tierra más cercana a Júpiter hasta la más alejada, es decir, el tiempo que emplea en recorrer el diámetro de la órbita terrestre. Conocida la distancia y el tiempo que tarda en recorrerla es fácil calcular la velocidad de la luz. Los primeros cálculos no fueron muy acertados porque entonces no se conocía con exactitud el diámetro de la órbita de la Tierra, pero cuando se tuvieron esos datos el resultado fue excelente.
Así pues, gracias a los eclipses de un satélite de Júpiter se midió, por primera vez, la velocidad de la luz.
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