La Naturaleza nos sorprende cada instante con multitud de fenómenos que despiertan nuestra curiosidad. La Ciencia Nuestra de Cada Día es un espacio en el que Ángel Rodríguez Lozano nos incita a mirar a nuestro alrededor y descubrir fenómenos cotidianos que tienen explicación a la luz de la ciencia.
Los que hemos pasado la infancia en un pueblo tenemos siempre una relación muy especial con los animales y con la Naturaleza en general. Yo, vivía en una casa que, como muchas en la Extremadura rural, se prolongaba más allá de la vivienda propiamente dicha y tenía un amplio corral donde había toda clase de animales. En el corral de mi casa había gallinas y pavos que deambulaban con libertad, una pocilga con su cerdo que se engordaba todos los años para la matanza, un burro, vacas y ovejas. Era como vivir en una casa adosada a un pequeño zoo. Por supuesto, los animales tenían sus propios lugares y en casa no entraba ninguno, bueno… ninguno, no. El único que tenía permiso, y si no se lo tomaba él por su cuenta, era Serafín. Serafín era el nombre de un hermoso gato blanco que ronroneaba rozando su lomo con mis pantorrillas cada vez que me veía comer y que se perdía, de vez en cuando, por los lugares más escondidos del corral, sin que nadie supiera qué hacía.
Imagino que ya se habrán dado cuenta de que esto no lo cuento porque sí, sino porque tiene que ver con la pregunta de hoy. Ésta: ¿Por qué los gatos caen siempre de pie?
El experimento con el gato Serafín
Yo había oído hablar de la habilidad de los gatos para caer de pie a algunas personas mayores y, como a mis 12 añois era un experimentador nato, no tardé en comprobarlo por mí mismo. Una tarde de invierno, mientras estaba sentado junto al calor del brasero que ardía bajo la mesa-camilla, Serafín saltó hábilmente a mi regazo, como hacía siempre, y comenzó a ronronear. La oportunidad la pintaban calva y yo no la desaproveché. Comencé a acariciarlo delicadamente y él se dejaba encantado, con carantoñas conseguí que se pusiera panza arriba, con mucho cuidado lo levanté sujetándolo por las patas delanteras y traseras con ambas manos, él se dejaba hacer, creo que divertido, me puse de pie, lo elevé todo lo que pude y lo solté.
Fue una fracción de segundo lo que tardó en llegar al suelo pero, cuando lo hizo, se había dado la vuelta en el aire y aterrizó, seguro, sobre sus patas.
¡Niño, no le hagas eso al gato! -gritó mi abuela que no se había perdido detalle de la escena. A lo que yo respondí: “Abuela. Es verdad. Los gatos caen de pie.
Muchas veces repetí el experimento y Serafín siempre cayó de pie. El pobre gato soportaba pacientemente mis perrerías siempre que después le diera algún bocado sabroso. Pero por más que lo hacía, jamás pude averiguar cómo conseguía darse la vuelta en el aire, sin apoyo alguno. Al final, a pesar de los regalos, el gato se cansó y, aunque continuaba saltando a mi regazo como siempre, cada vez que hacía un movimiento sospechoso huía de mí sin el más mínimo remordimiento por haber chafado mis investigaciones científicas.
La reunión científica.
Pasaron muchos años de eso, tantos que yo casi lo había olvidado. Yo ya era mayor, había sacado mi licenciatura en Ciencias Físicas y estaba entonces haciendo el doctorado, muy lejos del pueblo, de sus animales y de Serafín, que el pobre, había perdido la vida mucho antes en un accidente de pozo. Así lo llamó mi padre el día en el que sacando agua del pozo descubrimos que Serafín había caído en él y había muerto ahogado. Mis estudios de doctorado tuvieron cosas muy buenas, conocí a muchos investigadores importantes y otros que no lo eran tanto, aunque presumían de serlo. Recorrí Europa de congreso en congreso acompañando a mi catedrático y participé en sesudas reuniones en las que se hablaba de problemas irresolubles y de problemas resueltos. Ya en aquellos tiempos, yo tenía que compaginar esos estudios con mi labor divulgativa, una labor que, al final, ganó la batalla y sacrifiqué el título de doctor por un programa de divulgación en la radio pública. En fin, esa es otra historia, el caso es que en una de esas sesiones, inesperadamente, Serafín volvió a la vida o, al menos, su recuerdo.
Sucedió en Badajoz, durante un congreso dedicado a la Física del Caos. Si, ya lo ven, ya hace casi 30 años, en mi tierra se hacía ciencia de alto nivel. Después de un arduo día de sesiones, nos habíamos reunido en la habitación del hotel una serie de personas, todos físicos, había dos catedráticos, cuatro investigadores venidos de universidades europeas y americanas y varios estudiantes de doctorado, como yo. Los temas de conversación iban y venían hasta que uno de los reunidos planteó el problema que hoy nos ocupa. ¿Es verdad que los gatos siempre caen de pie? Inmediatamente levanté la mano y aseguré que sí.
¿Has hecho el experimento? -me preguntó con cierta prepotencia uno de los grandes hombres de la ciencia allí reunidos.
¡Si! –contesté – muchas veces. Y… les hablé de Serafín.
“¿Dices que sujetabas al gato por las patas con el gato de espaldas colgando hacia abajo, inmóvil, y lo dejabas caer sin proporcionarle ningún tipo de giro? -preguntó el científico
Si –contesté.
“Entonces –dijo él – el gato, que inicialmente estaba quieto, sin giro inicial alguno, tuvo que girar en el aire para darse la vuelta.”
Claro –respondí.
“¿Conoces el principio de conservación del momento angular?”
¡Eso me pasa por hablar! –pensé – Hice memoria rápidamente. Recordé el ejemplo que siempre se pone para explicarlo. Una patinadora gira despacio sobre el hielo, con los brazos extendidos, y, cuando recoge los brazos, empieza a girar vertiginosamente. Respondí que sí y él contestó: “
“¿Y no te parece a ti que lo que estás contando viola ese principio?”
Ante mi silencio, otros intervinieron y la discusión fue subiendo de tono. Pero, en ese momento, yo ya estaba en otro lugar. Sí, conozco el principio de conservación del momento angular pero ¿cómo se traduce eso a la vida real? Sabemos que la bailarina gira más rápido al recoger los brazos. Pero ¿por qué? Por alguna razón, mientras una parte de mi cerebro se siente encantado con las matemáticas, otra se empeña en mirar al mundo como aquel niño que perseguía a Serafín para hacer de nuevo el experimento. Sin sesudas ecuaciones, sin conocer las leyes de la física. Esta parte de mí era la que se revelaba aquel día.
Galileo y la patinadora sobre hielo.
La discusión continuó y llegó a su fin sin llegar a una solución satisfactoria. Después, cada cual se fue por su lado y yo… seguí dándole vueltas al tema. Puedo entender que un objeto que se mueve, a no ser que algo lo obligue a frenar o a acelerar, siga moviéndose indefinidamente a la misma velocidad. Galileo lo dijo y cuando alguien le argumentó que en la vida real los objetos se detienen tarde o temprano, él explicó que se detienen porque rozan contra el suelo o porque los frena el aire. Pero si el objeto se moviera en el espacio vacío, sin aire, ni rozamiento, sin nada que influyera en él, su movimiento sería en línea recta y a la misma velocidad por toda la eternidad. Y si el objeto está en reposo, seguirá así para siempre. Galileo era un genio explicando las cosas pero… ¿qué sucede con los objetos que giran? –me pregunté yo aquella noche.
En cierta medida, un objeto que gira se comporta de manera parecida. Si impulsamos la rueda de una bicicleta, y mantenemos fijo su eje, ésta se pone a girar y, si no hubiera rozamiento con el eje o con el aire y si no la forzamos desde fuera de ninguna manera, giraría por los siglos de los siglos, sin perder un ápice de su movimiento. Pensándolo bien, no es necesaria una conexión material como la que establecen los radios entre la cubierta de la bicicleta y su eje, basta una fuerza que mantenga la atracción, como es el caso de la gravedad. Ahí tienen a la Luna, por ejemplo, que se mantiene girando permanentemente alrededor de la Tierra, los planetas alrededor del Sol y éste alrededor del centro de la Vía Láctea.
Lo que está claro es que lo que Galileo nos había enseñado para las cosas que se mueven en línea recta, también es útil para las que giran. De hecho, si la rueda de la bicicleta está parada y no gira, se quedaría inmóvil para siempre a no ser que alguien la impulse. La patinadora comienza a girar porque se impulsa inicialmente con un pie mientras que el otro está fijo en el hielo o porque convierte la velocidad que lleva deslizándose sobre el hielo en una rotación anclándose al suelo con la cuchilla del patín. Sin ese impulso inicial no hay baile.
La patinadora y el ratón
Ahora bien ¿por qué la patinadora, una vez que está girando, gira más rápido cuando recoge los brazos y más lentamente cuando los extiende? Y, pensando un poco más, cuando la patinadora está parada en medio de la pista, si extiende o recoge los brazos no pasa nada, no gira. Entonces ¿cómo consigue el gato, que inicialmente está en reposo y no gira, darse la vuelta en el aire? Las cosas por orden, primero buscaremos la solución al problema de la patinadora y eso nos servirá para comprender al gato Serafín.
Para el problema de la patinadora vamos a pedirle ayuda a un enemigo nato de Serafín, un ratón. Imaginemos que el susodicho ratón corre a toda velocidad, siempre la misma, en línea recta. En un tiempo determinado, un minuto por ejemplo, siempre recorrerá la misma distancia. Eso es en línea recta, pero imaginemos que el ratoncito se mueve a esa misma velocidad pero siguiendo una curva cerrada, por ejemplo la circunferencia de la rueda de la bicicleta, pero cuando está parada. El ratón se mueve a la misma velocidad que antes y recorre la misma distancia pero como viaja por la rueda, dará varias vueltas cada minuto. Está claro. Pero imaginemos ahora que en lugar de una rueda de bicicleta, el ratón se mueve, siempre a la misma velocidad, por el borde de una rueda más pequeña cuyo radio es la mitad. Como la longitud de la circunferencia de la nueva rueda es la mitad que la de la rueda más grande, el ratón dará el doble de vueltas cada minuto. Ya lo ven, cuanto más pequeño es el radio de la rueda más rápido gira el ratón, aunque su velocidad real –lineal dicen los físicos- en ambos casos es la misma.
El ratoncito pues, nos acaba de resolver el problema de la patinadora cuando ya está girando. Con los brazos extendidos, sus manos están más separadas de su eje de rotación que el resto del cuerpo y, como el ratón, describe una circunferencia más grande. Sin embargo, la patinadora gira igual en todos sus puntos. La mano da una vuelta completa en el mismo tiempo que hombro o cualquier otro punto de la patinadora. Eso solo es posible porque la mano va más rápido, su velocidad es mayor, que el hombro o que cualquier otro punto más cercano al eje.
Cuando la patinadora baja los brazos y junta las manos a su cuerpo, como la mano lleva una velocidad mayor, tiende a girar más deprisa que el resto del cuerpo, como el ratón que saltaba a la rueda más pequeña. Si el brazo fuera de goma adelantaría al cuerpo y se enrollaría a su alrededor. Pero, para suerte nuestra, nuestro cuerpo debe mantener su integridad así que la mayor velocidad de la mano se compensa arrastrando el resto del cuerpo y aumentando la velocidad de giro de la patinadora. Así es como la patinadora gira más rápido. De esa manera el radio y la velocidad de giro se pasan la pelota el uno al otro de manera que hay una magnitud que se conserva, los físicos lo denominan “Conservación del momento angular”. Si escucháis el último programa de Océanos de Ciencia veréis que el mismo fenómeno tiene muchas caras.
¡Serafín, a la palestra!
Ya ven las cosas que nos puede enseñar un ratón. Veamos ahora las que nos puede enseñar un gato. ¡Serafín, a la palestra!
Lo primero que nos enseña el gato Serafín es que tiene dos cosas que la bailarina no posee. Por un lado es un gran contorsionista, mucho más que la bailarina, y por otro tiene una larga cola que sabe mover con mucha habilidad. Ya sabemos que el gato siempre cae de pie, pero analicemos ahora su movimiento a cámara lenta.
Si se sujeta un gato por las patas, cabeza abajo y se suelta, observamos que lo primero que hace es girar sus patas delanteras y la cabeza ¿Cómo es posible? ¿No decíamos que en el aire, sin apoyo, no se puede sacar un giro de donde no lo hay? Pues sí, es cierto, pero Serafín es muy listo. Él sabe que el conjunto total de su cuerpo no gira por eso, para compensar el giro de su parte delantera, tiene que retorcerse materialmente y girar en sentido opuesto sus cuartos traseros. Ambos giros son en sentido contrario y dan como resultado que el conjunto de su cuerpo sigue teniendo un giro nulo, como al principio.
Así pues, con ese truco de contorsionista, consigue tener la cabeza y las patas delanteras mirando al suelo, aunque el resto de su cuerpo no lo esté. No obstante si llegara al suelo en esa posición, el aterrizaje sería doloroso para él. Entonces, en el aire todavía, hace otra cosa más. He dicho que el giro de una parte del cuerpo en un sentido debe ser igual al giro de otra en el sentido opuesto para que los físicos no se enfaden y tengan que andar modificando principios inamovibles. Pero Serafín es muy astuto. Para empezar, no gira lo mismo las patas delanteras que las traseras. En el momento del giro, encoge las patas delanteras y las pega a su cuerpo, como hace la bailarina cuando aumenta la velocidad de giro, en cambio extiende una de las patas traseras de manera que sus cuartos traseros giran en sentido contrario, pero un ángulo menor. Y ahora llega el momento estelar, tiene que darle la vuelta a sus cuartos traseros si deshacer lo hecho y para conseguirlo utiliza su arma especial. Su larga cola.
Una buena cola hace milagros
En el momento en el que el gato inicia su vuelo, la cola se une al movimiento, el gato la extiende perpendicular a su cuerpo, lo mismo que su pata trasera extendida y la hace girar, como si de una hélice se tratara, en sentido contrario al del movimiento de su cuerpo. Como consecuencia, para conservar el momento de giro, los cuartos traseros comienzan a girar en sentido opuesto a la cola y se alinean con la parte delantera del cuerpo. Así, gracias a ese giro de la cola, consigue tener todo el cuerpo mirando hacia abajo. Para estabilizar la posición, una vez que todo su cuerpo, excepto la cola está mirando hacia abajo, el gato extiende completamente las patas delanteras y traseras, como la bailarina al extender los brazos, para detener el giro, y se prepara para el impacto con el suelo.
Ya lo ven, sin dejar de cumplir con el principio de conservación del momento angular, y gracias a la cola, el gato logra caer siempre de pie. Muchas veces nos habremos preguntado por qué tienen esa cola los gatos y aquí tienen una explicación, no ya porque los gatos sean unos acróbatas empedernidos dispuestos a poner en un brete a sesudos físicos, sino porque es un elemento estabilizador maravilloso cuando el gato necesita cambios bruscos de dirección.
La demostración más impresionante de lo que acabo de decir la tenemos al observar otro animal de la misma familia pero mucho más grande que un gato, el guepardo. Ver cazar a un guepardo es espectacular, especialmente si se logra ver el proceso a cámara lenta. El guepardo es el animal terrestre más veloz que existe, puede alcanzar con los 115 km/h, y, curiosamente, tiene una larga cola, que llega a medir tanto como la mitad de su cuerpo. ¿Para qué? Pues… para cazar. Las gacelas de las que se alimenta son animales veloces que gracias a sus fuertes pezuñas pueden cambiar de dirección bruscamente para intentar escapar del guepardo que le persigue a la carrera. El guepardo no tiene esas pezuñas para clavarlas en el suelo como el patín de la bailarina, pero se ayuda de su cola. En el momento que la gacela hace el quiebro, el guepardo mueve la cola bruscamente en una dirección para favorecer que su cuerpo gire en la otra y mantener así el momento angular. Si la gacela no es lo suficientemente hábil, está perdida.
Ya lo ven, el pobre Serafín, nos ha enseñado dos cosas. Que es respetuoso con la leyes de la física y la utilidad de su cola.
Gato que cae a cámara lenta.
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