En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.
Como contamos en la entrega pasada, un equipo de cuatro esforzados y tozudos guerreros se propuso encerrar en una pastilla lo que vendría a ser una liberación para muchas mujeres de la servidumbre de tener hijos sin medida y una maravillosa oportunidad de disfrutar del sexo sin la posibilidad de un embarazo.
Los métodos anticonceptivos se conocían y se usaban desde los inicios de la civilización: pieles de animales, macerados de plantas. Variaban en forma y efectividad aunque siempre con un porcentaje bajísimo de protección de un embarazo. La Biblia menciona el coitus interrumpus y recomienda, al día de hoy, el método del ritmo. Recordar lo viejo y rudimentario de esas prácticas basta para percatarse de lo inhumanas y absurdas que son las leyes que tratan de impedir el acceso a la píldora hoy en día.
Los condones empezaron a usarse alrededor de 1840, pero las mujeres seguían a merced de la voluntad y la sujeción a sus hombres. Habría de ser necesario casi un siglo para que se diera por fin la gran liberación. Un compuesto químico que eliminara en un altísimo porcentaje el riesgo de un embarazo, que permitiera a las mujeres controlar su cuerpo sin interferencia de los hombres, posponer el embarazo al haber estudiado y logrado una carrera. Una revolución en toda regla y algo excepcional, con las mujeres como las victoriosas.
Fueron cuatro los guerreros. Una de ellas y tal vez quien le puso más fuego al propósito de encontrar el elemento liberador fue Margaret Sanger, una bella mujer, alimentada por la bohemia del barrio bohemio por excelencia, el West Village en Manhattan. Con su pelo rojizo era una veinteiañera amante de las fiestas, la música, los amoríos pero también se interesaba profundamente en los movimientos de búsqueda de igualdad entre hombres y mujeres. Como enfermera fue testigo de las innumerables penalidades de las mujeres de los inmigrantes que sufrían y morían por exceso de partos o por abortos mal hechos. Tuvo que salir volando para Europa para evitar ser presa por cargos de obscenidad. Igual a su regreso tuvo que ir a la cárcel por fundar la primera clínica de control de natalidad en Brooklyn en 1916.
Pero fue sólo hasta los años cincuenta cuando ya con sus buenos años encima y desanimada por el lento paso del proceso para lograr un compuesto químico que impidiera la concepción, entró en contacto con un biólogo llamado Gregory Pincus, un disidente del establecimiento pues había tenido sus buenas furruscas con los mandamases de Harvard quienes al final lo expulsaron por los experimentos que venía haciendo con ovulación in vitro.
Cuando Sanger se encontró con él lo hizo en una especie de barraca convertida en laboratorio, un lugar construido a pedazos y con el dinero recogido puerta a puerta pidiéndoles a “amas de casa, plomeros y dueños de tiendas para que contribuyeran –ninguna donación es poca– para fundar una nueva institución que él llamó Worcester Foundation por Experimental Biology”. Sanger le habló de la urgencia para encontrar un método anticonceptivo cien por ciento seguro, de preferencia una pastilla. Para su sorpresa, Pincus estuvo de acuerdo para embarcarse en la tarea, iniciar su trabajo con una hormona que suprimiera la ovulación en las mujeres.
Como por esos años la investigación en anticoncepción en humanos era una más bien medio ilegal, conseguir fondos se convertía en una tarea difícil, por no decir imposible si se utilizaban los canales normales. Y aquí aparece el tercer protagonista, una aristócrata que, por una tragedia personal se encontró llena de dinero y con una idea fija en la cabeza, ayudar a quien lo necesitara. Katherine McCormick se quedó “viuda” el día de su boda. Su marido sufrió un ataque de nervios que sólo le dio tiempo de redactar su testamento legándole a su esposa todos sus bienes para vivir algunos años más con un diagnóstico de esquizofrenia. McCormick empezó a financiar el trabajo de Pincus y Sanger.
Se inicia así la formación de un grupo muy particular comandado por Pincus. Se juntaron científicos brillantes unos, a contracorriente otros, aunque todos con la ferocidad de trabajar con ahínco y libres de cualquier constricción venida de la academia. El espíritu libertario y belicoso de Pincus logró reunir en 1951 un total de 51 investigadores, mujeres y hombres empeñados en lo que fue la mayor institución privada del país. No tenían que rendirle cuentas a nadie y ese mismo espíritu libre les permitió investigar fuera de lo permitido por las instituciones.
El cuarto elemento fue un ginecólogo, John Rock, quien pronto inició las pruebas necesarias para estudiar los efectos de una progesterona sintética en mujeres. Rock reclutaría y trabajaría con las mujeres en quienes se estaba probando la droga. Algunos de los estudios se realizaron en Puerto Rico, estudios que con seguridad no se podrían hacer el día de hoy. Venido de una familia católica, no tuvo inconvenientes en declarar que la salud de la mujer estaba siempre por encima de la del feto, que el aborto era necesario cuando peligraba la vida de la mujer, que el sexo y el amor van juntos y que el sexo, libre de las ataduras del embarazo mantenía a las parejas juntas.
La contingencia unió a estos cuatro guerreros, el espíritu libertario les permitió, con muchísimo trabajo y persistencia, enfrentando juicios y amenazas, empacar en una píldora, los ingredientes para la independencia de millones de mujeres en el mundo.
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