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En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.

Salmón modificado.

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El salmón, ese ícono de la vida animal salvaje, que viaja distancias enormes a través de ríos y océanos, que brinca sobre cascadas, para ir a reproducirse en su lugar de origen o terminar en las garras de un oso, ya no es ese animal. Hasta su nombre derivado del latín, “salire”, dar saltos, ya no le hace honor pues ahora lo que hace es nadar en círculos en los criaderos. La mayoría del salmón que se consume en el mundo, ni da saltos y no migra. El paso del salmón salvaje al cultivado da cuenta de la intervención humana en el proceso de vida del pez, de su transformación, al punto que el biólogo Mart Gross pidió que se reconociera como una criatura nueva: Salmo domesticus.

“El salmón doméstico es casi tan diferente del salmón salvaje como los perros lo son del lobo”, dice Gross. Al igual que los perros, este salmón depende ahora de los humanos para tener un hábitat y comida, de ahí que sea posible dirigir su evolución, al punto de que se pueda intervenir en su genética para acelerar el crecimiento.

El salmón no es la primera especie en sufrir este cambio de identidad en las manos del hombre, aunque el paso de salvaje a doméstico ha sucedido delante de nuestros ojos, convirtiéndolo en un ejemplo de la capacidad humana para intervenir en la naturaleza.

Después del enfriamiento del Océano Ártico hace unos 15 millones de años, el salmón se separó en dos grupos, uno que pobló el Pacífico y otro el Atlántico y siguió durante miles de años, subdividiéndose hasta llegar a las seis especies que habitan el Pacífico y una del Atlántico, para seguir convirtiéndose en una multitud de poblaciones diferentes en su genética y morfología, adaptadas a la infinidad de ríos y rutas migratorias.

Fueron los noruegos quienes iniciaron en 1960 el proceso de domesticación y luego industrialización de un animal acostumbrado a largos viajes y lo redujeron a áreas pequeñas, controladas, algo que aseguraba su producción continua, primero para la comunidad y más adelante para la exportación. Ese control permitió procesos de selección artificial para escoger los peces más grandes, de mejor crecimiento. Algunos estudios han descrito una “evolución paralela” entre el salmón salvaje y el cultivado en tan solo 5 o 7 generaciones de selección controlada.

El cultivo del salmón del Atlántico se ha extendido por todo el planeta tanto que se cultiva en Chile y nueva Zelandia y en la Columbia Británica, justo en el territorio del salmón del Pacífico; sus orígenes se han diluido. Y si han aparecido nuevas características no tienen nada que ver con el curso de los ríos a remontar según su memoria evolutiva, sino con los intereses de los humanos. Muchas de sus rutas migratorias, sino todas, han sido borradas por el desarrollo industrial, que las ha cortado.

Así pues, el salmón ha cambiado y los cambios no han sido tan solo genéticos o morfológicos o geográficos; ha llegado a ser una suerte de cambio de identidad. Para un niño de hoy el salmón ya no será ese pez que remonta ríos y viaja distancias infinitas –eso lo verá en los documentales de la televisión- sino un bello pescado en sus platos.

Gross mira al salmón domesticado como “una continuación de la agricultura desarrollada por los humanos hace 10.000 años”. Y esa empresa seguirá actuando sobre nuevas especies y dejará su marca no solo en los animales de los criaderos sino en aquellos que de alguna manera siguen siendo “salvajes”.

En este proceso, nuestra relación con los animales, ya sean cultivados o salvajes está cambiando tan rápido como nosotros los estamos cambiando, tanto que lo salvaje pronto dejará de serlo. Al final, dice Gross, “habrá muy pocas especies que no sean alteradas por los humanos”.

Sin embargo, es muy difícil que esta noción de cambio y domesticación realizada desde los inicios del establecimiento de la agricultura, entre con alguna suavidad en la estructura mental de la mayoría de las personas. Existe una reticencia casi ancestral a considerar lo nuevo, así ni siquiera lo sea tanto como lo hemos visto en lo que estamos contando, como una traición a valores que se deberían conservar y preservar. Cualquier cambio, y aún menos si es venido del, en las reflexiones de ciertas personas, oscuro mundo de la ingeniería genética, se rechaza con violencia y repulsión.

La FDA anunció en estos días que daba vía libre al cultivo de un salmón modificado genéticamente y que ha estado buscando la aprobación durante la bicoca de 25 años.

El trabajo incansable de los científicos de la compañía AquaBounty Technologies (nada, nada que ver con Monsanto), ha resultado en la producción de un salmón que se presenta como un producto saludable y seguro, ciento por ciento salmón del Atlántico.

En condiciones normales el salmón no fabrica hormona de crecimiento en climas fríos, o en el invierno. Lo que ha logrado la modificación genética mediante la introducción de un gen de otro salmón de la variedad Chinook es que la hormona de crecimiento sea fabricada durante todo el año. Así, el salmón modificado puede llegar a su tamaño comercial en 16 o 18 meses a cambio de los tres años del salmón no modificado. Los investigadores señalan que la modificación genética no aumenta de forma considerable el tamaño del salmón y que el gen insertado no cambiaría a través de generaciones y que por supuesto no ocasionaría daño a otros animales.

Sin embargo, y pese a los estrictos escrutinios que ha logrado sortear el salmón hasta su aprobación, los opositores a la ingeniería genética, han anunciado que llevarán a juicio la aprobación de la FDA.

Este salmón reduce muchísimo el gasto en combustible hasta llegar a los centros de distribución, algo que mucho debería importar a quienes se ocupan del problema de la contaminación ambiental. Y los costos también disminuirán en consecuencia.

No deberíamos perder el optimismo y esperar a que la razón prevalezca y podamos gozar de un buen pescado, riquísimo en omega 3, nutrientes y libre de los colorantes que les ponen a los salmones que exhiben en sus estantes, los muy orgullosos defensores, como no, de lo orgánico.


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