En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.
Una de las grandes revelaciones de la biología moderna es que los seres humanos son criaturas en esencia emocionales y sociales. Llevada esa idea al campo de la educación, sin embargo, no se traduce en incorporarla a la enseñanza, pues no se tiene en cuenta que las habilidades cognitivas que se tratan de transmitir: el razonamiento, la toma de decisiones y los procesos relacionados con el lenguaje, la lectura y las matemáticas, por poner algunos ejemplos, no funcionan solo como procesos racionales, separados del cuerpo y por ello de las emociones.
Aunque un buen maestro, comprometido con la enseñanza, sabe que las emociones afectan el rendimiento de sus alumnos, al igual que las condiciones fisiológicas (que estén sanos, bien alimentados y hayan dormido bien), tal vez sea necesario que se adentre aún más en la comprensión de esa relación emoción-aprendizaje.
No es que las emociones rijan nuestro conocimiento o que no exista el pensamiento racional. Más bien se trata de que nuestro cerebro, producto de la evolución, es el gran administrador de nuestra fisiología. Su papel consiste en monitorear y modular los estados de la mente y el cuerpo y su compleja naturaleza, por ello las emociones, ligadas al cuerpo y la mente, están entrelazadas de forma íntima con el pensamiento. Y esto no es ninguna sorpresa. Los cerebros complejos han evolucionado junto a un organismo al que regulan.
A medida que los cerebros y las mentes que ellos contienen se vuelven más complejos, el problema no es solo el lidiar con uno mismo (en el caso de los humanos), sino el de manejar las interacciones sociales y las relaciones. La evolución de las sociedades humanas ha producido una increíble red de comunicaciones emocionales, que muchas veces ni tienen que ver con las nuestras internas. Nuestro cerebro todavía conserva evidencia de su fin original: poner nuestros cuerpos y nuestras mentes al servicio de vivir, y de vivir a plenitud en el mundo, con otras personas.
Las lesiones sufridas en el cerebro, en una región específica, la corteza prefrontal, producen en quienes las han padecido un comportamiento irracional. El comportamiento social de estos pacientes se ve alterado de forma notoria: no miden las consecuencias de sus acciones, se vuelven insensibles a las emociones de los otros, son incapaces de aprender de sus errores. En algunos casos estos pacientes violan las reglas de la ética, no muestran señales de embarazo cuando debieran hacerlo; una desconexión enorme. Y un comportamiento totalmente diferente a cuando estaban sanos.
¿Qué les ha sucedido? Siguen manteniendo sus habilidades cognitivas, pueden continuar trabajando. Pero no son capaces de manejarse y acaban perdiendo todo por malas decisiones en los negocios o las relaciones. La visión tradicional explica que estos pacientes han perdido sus capacidades para tomar decisiones. Pero más adelante, sometidos a las pruebas neurológicas pertinentes, se demuestra que ellos no tienen algún problema en sus capacidades cognitivas, ni con el razonamiento lógico. Lo que se evidencia es que ellos, como consecuencia del daño cerebral sufrido, presentan alteraciones de las emociones: una disminución en las reacciones emocionales como la compasión o el sentido de culpa. Es como si se les hubieran borrado de la memoria. Su lógica y conocimiento están intactos, pero no hay emociones que guíen sus procesos de razonamiento.
Y cuando no son adultos sino niños quienes sufren un trauma comparable a la lesión en el lóbulo prefrontal, a medida que crecen, su capacidad cognitiva se mantiene normal, capaces de usar el raciocinio lógico. Sin embargo, inteligentes en el día a día, estos niños poco a poco van dando muestras de tendencias antisociales y hasta psicopáticas. Se vuelven indiferentes a los estímulos o a los castigos. Ya adultos son incapaces de navegar en el mundo y pueden enfrentarse a una vida de desastres.
Pero el problema de los niños es aún más grave puesto que, al no haber estado expuestos a un “aprendizaje emocional”, su comportamiento y su desprendimiento social es muchísimo más agudo. Y claro, su rendimiento intelectual también se va deteriorando.
Lo que hemos contado es un marco de ideas que ha sido postulado hace un par de décadas y que nos sirve para entrar en el terreno que más nos interesa y que anunciamos al inicio: la importancia de las emociones en el aprendizaje.
Cuenta Mary Helen Immordino-Yang, educadora en su inicio y luego psicóloga, neurocientífica y escritora, que un hecho importante la puso en el camino de entender el papel de las emociones en la enseñanza. Como profesora en una escuela pública con una población de mil ochocientos alumnos, casi todos muchachos pobres, manejaban ochenta y una lenguas y le llamó la atención que las preguntas y las inquietudes de sus alumnos siempre estuvieran conectadas con sus vidas, amistades y su entorno cultural. Cuando les enseñó la relación que existe entre los distintos tonos de la piel y la evolución de los homínidos, con mucho agrado sintió cómo los muchachos entendieron de inmediato las diferencias en sus propios tonos de piel y el valor adaptativo que debió tener: pieles con tonos más oscuros favorecieron el poder vivir en los trópicos y lo contrario con los tonos pálidos. La integración entre colegas aumentó y el interés no se quedó, ahí sino que se extendió a toda la ciencia.
En palabras de Immordino-Yang: “El entendimiento científico de la influencia de las emociones en el pensamiento y el aprendizaje ha sufrido una enorme transformación en los últimos años. En particular, una revolución en la neurociencia le ha dado un giro radical a las primeras nociones de que las emociones interfieren con el aprendizaje, revelando en cambio que la emoción y el conocimiento se apoyan en procesos neuronales interdependientes”.
“En sentido literal, es imposible construir recuerdos, pensamientos complejos o tomar decisiones importantes, sin emoción. Después de todo, esto tiene mucho sentido: el cerebro es un tejido metabólicamente muy caro, y la evolución no podría darse el lujo de que gastáramos energía en pensamientos de cosas que no nos interesan. No en vano mis alumnos se tomaron mis lecciones de forma tan personal y seria. Ellos encontraron que la ciencia podía ayudarles a entender el significado tan importante de las diferencias del color de piel y la diversidad étnica y lo que ello significaría para los asuntos y problemas de identidad que encontrarían en su día a día”, finaliza.
Más información en el Blog de Josefina Cano: Cierta Ciencia
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