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En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.

Ben Barres, un científico transgresor en toda regla

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Ben Barres, el neurocientífico que puso el foco de su investigación, desde muy temprano en su carrera, en el estudio de esa otra parte del tejido nervioso que se miraba con desdén, las células gliales, no fue sólo un asombroso investigador sino un defensor de la igualdad de hombres y mujeres en la ciencia. Su trabajo en el laboratorio, con cientos de artículos publicados, no le quitó un minuto de tiempo para participar en seminarios y conferencias que se proponían discutir el tema de la igualdad.

Es que Barres vivió en carne propia la discriminación. Nació en 1954 como Bárbara aunque desde muy temprano en su niñez no se sintió cómodo. Pero no fue sino hasta casi 40 años después, siendo investigadora en la Universidad de Stanford, cuando un cáncer de mama obligaba a una mastectomía, vio su oportunidad de eliminar los pechos que no le gustaban. Luego, con algo de temor al rechazo, optó por un tratamiento hormonal que acabó por convertirla en Ben.

Siendo muy joven y una alumna brillante mostró un interés enorme por las matemáticas. Puso sus ojos en el MIT pero trataron de disuadirla con el argumento de que como mujer tenía poquísimas probabilidades de ser admitida. Lo hizo y se convirtió en la primera persona de su familia en ir a la universidad. Cuando resolvió un muy difícil problema de matemáticas que traía locos a sus compañeros hombres, el profesor sugirió que lo había hecho por ella uno de sus amigos. Y ya con su carrera andando en Stanford y en su condición transgénero, oyó a uno de sus colegas afirmando, “El seminario de Ben fue muy bueno y claro, su trabajo es mucho mejor que el de su hermana”. No había tal hermana en la ciencia.

Mostró desde el inicio de su asombrosa carrera una capacidad de trabajo inusual. Cuando estudiaba en Londres para su post doctorado, su mentor, el muy conocido biólogo Martin Raff la recuerda dormida en el suelo del laboratorio cuando llegaba por las mañanas. “Ella era muy, muy inteligente y trabajaba más duro que cualquier científico que yo conociera”.

Su carrera en Stanford fue meteórica aunque no desprovista en el comienzo del temor al rechazo, hecha ya su transición a Ben. “Estaba un poco asustado. ¿Será que los estudiantes quieren trabajar en mi laboratorio? ¿Me invitarán a los seminarios? ¿Podré tener una carrera?”. Pero veinte años después, declaró que lo único que recibió fue apoyo.

Y apoyo es lo que brindó él mismo a sus cientos de estudiantes. Pasaba con ellos mucho tiempo discutiendo sobre las investigaciones en curso, llevaba al laboratorio café que tostaba para que supiera mejor. Uno de ellos recuerda que odiaba los sánduches de mantequilla de maní pero se comió tres de los que había preparado Ben, sólo para gustarle, oírle y poder trabajar bajo su dirección. Cuando alguno de ellos decidía dejar el laboratorio, Barres casi lo obligaba a llevarse el trabajo que estuviera haciendo y continuarlo en su nueva posición, cuando lo usual era y sigue siendo que quien se va pierde todo pues la investigación pertenece al director. Fue así como construyó una red de investigadores regados por el mundo, que hoy, entrenados como investigadores y personas generosas siguen sus pasos.

Ben Barres fue uno de los primeros investigadores en demostrar que las células gliales, la otra mitad de las células del cerebro, al igual que sus famosas vecinas, las neuronas, tienen sus propios mecanismos para generar señales electroquímicas y que también están provistas de receptores para los neurotransmisores, un hecho clave para entender cómo ellas envían y reciben mensajes.

“El noventa y nueve por ciento de los neurocientíficos trabaja en el uno por ciento de las preguntas importantes. Es mucho más excitante trabajar en los misterios que aún no se han tocado”, dijo Ben. Y así fue elaborando y desvelando muchos de los secretos que guardaban las células gliales.

Un avance importante fue el hallazgo en las neuronas de una proteína, la C1q, conocida como un elemento crucial del sistema inmunológico. Su papel en el cuerpo es “marcar” a células enfermas o a patógenos para que sean engullidos por las células inmunológicas. ¿Qué hacía en el cerebro?

Los neurocientíficos sabían que para la maduración de los circuitos neuronales, las neuronas tienen que sufrir una poda de sus sinapsis aunque los detalles del proceso no se conocían. Barres se preguntó si la proteína C1q ayudaba a que un tipo de células gliales, las microglía, realizaran la poda y si las enfermedades neurodegenerativas pudieran ser el resultado de que el proceso de poda fuera, de forma errónea, revertido.

Experimentos posteriores demostraron que las microglía en efecto participaban en la poda, tanto en el desarrollo neuronal normal como en los desórdenes neurodegenerativos, y que la C1q jugaba un importante papel. En 2011 Barres co- fundó una compañía, Annexon Biosciences, para desarrollar medicamentos basados en ese hallazgo.

Por otro lado, otras células gliales, los astrocitos, reaccionan a los daños ocurridos en el cerebro de forma opuesta: cuando ocurre una infección o un derrame, algunos astrocitos encienden genes que disparan una respuesta inmunológica. Otros producen proteínas que protegen el crecimiento neuronal, proveyéndolas de oxígeno. Los astrocitos que llaman a una respuesta inmunológica (vía las microglía) destruyen las sinapsis, lo contrario de los otros que se muestran protectores.

En marzo de 2016, Beth Stevens, formada con Ben, dirigiendo ahora su propio laboratorio en Harvard, publicó en Science, junto con el equipo de Barres, un artículo que ofreció la primera demostración de que la C1q es en parte responsable de la pérdida aberrante de sinapsis observada en el Alzhéimer. El estudio informa que en ratones inducidos a producir un exceso de la proteína amiloide (la asociada al Alzhéimer), niveles altos de la C1q inducen a las microglía a destruir las sinapsis funcionales, antes de la aparición de las placas o de otros síntomas cognitivos. Estos resultados van en contravía con lo que se supone es la causa de la enfermedad, las placas amiloides. Lo más prometedor además, es que las sinapsis permanecen intactas cuando se les suministra a los ratones un anticuerpo que bloquea la C1q.

En enero de 2017, un estudio liderado por otro estudiante de postdoctorado de Barres dio un paso gigante en la explicación de cómo los astrocitos se vuelven destructivos. Las microglía comandan el proceso induciendo la producción de la C1q y otros factores. Los investigadores observaron acumulación de los astrocitos destructores en tejidos de pacientes afectados de diversas enfermedades neurodegenerativas y que el bloqueo de la C1q y esos otros factores puede encarrilar a los astrocitos de vuelta a una función normal.

En marzo, Annexon inició ensayos en humanos para estudiar la seguridad del anticuerpo que bloquea la C1q.

Durante el tiempo dedicado a su trabajo con las células gliales, Barres no dejó de lado su actividad de denuncia de posiciones que desde la autoridad de la academia insistían en que las mujeres no podían trabajar en igualdad en la ciencia por su incapacidad innata para hacerlo. Con escritos basados en la ciencia les plantó cara.

Cuando un cáncer de páncreas le cortó la posibilidad de seguir trabajando, gastó hasta el último minuto de vida escribiendo cartas de recomendación para todos sus estudiantes.

“Viví mi vida en mis propios términos: quise cambiar mi sexo y lo hice. Quise ser un científico y lo fui. Quise estudiar las células gliales y también lo hice. Me pronuncié por lo que creía y quiero pensar que logré un impacto o al menos abrí la puerta para que se diera. No me lamento de nada y estoy listo para morir. Tuve una gran vida”.

JOSEFINA CANO (04/2018)

Liddelow S., et al. Neurotoxic reactive astrocytes are induced by activated microglia. Nature 2017.

Más información en el Blog de Josefina Cano: Cierta Ciencia


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