En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.
Siendo muy joven pero ya con la idea clara de que dedicaría su vida a la observación y explicación de la naturaleza, Charles Darwin, en uno de sus continuos paseos por el jardín recolectando animales para clasificarlos y estudiarlos, encontró varios pequeños y novedosos escarabajos. Los atrapó. Listo para entrar en su casa se topó con uno distinto, nunca antes visto y, sin espacio en sus manos y bolsillos lo que hizo fue meterlo en su boca y volar a guardarlo en un frasco de vidrio.
Darwin, observador obsesivo, fue desarrollando su talento y sus ideas apoyándose en su propio trabajo y en sus lecturas. Su viaje por Suramérica, a bordo del legendario Beagle, no ya como un Naturalista, porque no lo era, sino como un científico en entrenamiento, “muy calificado para coleccionar, observar y ofrecer novedades sobre la Historia Natural”, como él mismo lo describió, lo convirtió en ese
hombre grandioso que revolcó con el tiempo todo lo que se pensaba sobre el origen y la diversidad de los seres vivos.
No estuvo solo en la empresa. Otro naturalista 14 años más joven, Alfred Russel Wallace, con menos fortuna material y una suerte de perros (perdió colecciones preciosas en hundimientos de barcos), había llegado a las mismas conclusiones que Darwin. Presentaron juntos sus resultados ante la Sociedad Lineana en Inglaterra.
Para los fieros buscadores del origen del mundo natural, los griegos, ese mundo estaba ligado al estudio de lo material, de los seres vivos. Pero para los cristianos medievales, esta idea podría llevar a propuestas peligrosas. La naturaleza era una creación de Dios y todos los naturalistas deberían contar la historia en los términos del Génesis, que defendía la inmutabilidad de los organismos vivos.
Y esta idea se mantuvo arraigada en el pensamiento de naturalistas y pensadores del siglo XIX hasta que Darwin la invalidó y sustituyó con su propuesta de la evolución por el mecanismo de la selección natural. No lo tuvo fácil. Pasó mucho tiempo antes de cambiar esa idea de que todas las especies se irradiaban hacia afuera a partir de un núcleo original de creación divina, por la de que ellas podrían más bien entenderse como ramas de un “árbol”, o como el delta de un río, con una rama ancestral que se divide y subdivide en ramas cada vez más y más pequeñas. Como los idiomas, como los paisajes, tal vez las plantas y los animales descendían de formas primarias en un proceso de cambio gradual, continuo.
Atormentado por la trascendencia brutal de sus descubrimientos —“es como confesar un gran pecado”, diría—, se demoró un buen tiempo en darlos a conocer. No era para menos, estaba echando abajo toda una corriente de pensamiento, toda una estructura monolítica de cómo concebir la naturaleza.
Al tiempo que enunció que los seres vivos no siempre fueron los que ahora vemos, sino que sufrieron múltiples variaciones en un período de tiempo de miles de millones de años, Darwin propuso un origen único para todo lo viviente. A partir de uno o varios seres primigenios se gestó la enorme diversidad que conocemos.
Su propuesta supone que en cada ciclo vital de un organismo se producen alteraciones (mutaciones según la genética moderna) al azar, que no son por lo mismo buenas o malas. Estas alteraciones tendrán un valor adaptativo mayor, funcionar mejor en un ambiente dado, cuando la selección hubiera hecho su trabajo de cribar y escoger. Solo puede existir selección y por tanto cambio, sobre aquello que no es idéntico. La variabilidad individual nutre la evolución.
Aquellos individuos cuya anatomía, fisiología y comportamiento se ajustan mejor a los requerimientos del medio ambiente tendrán las probabilidades más altas de sobrevivir hasta la edad reproductiva y producir una mayor descendencia.
Si estas características son heredables, la nueva generación tendrá una mayor frecuencia de individuos con los rasgos más ajustados al medio. Si por cualquier razón, barreras geográficas por ejemplo, esos organismos se ven aislados y por ello expuestos a otros medios, el proceso se reinicia, originando así nuevos individuos adaptados al nuevo medio. Es así cómo se producen nuevas especies.
Darwin hizo una anotación contundente y salida de su trabajo con los gorriones y pinzones que poblaban las diferentes islas de Las Galápagos: “Cada variedad es constante en su propia Isla”.
La selección natural ofrece una dirección al cambio, orienta el azar, elabora lenta y progresivamente estructuras cada vez más complejas, órganos nuevos, especies nuevas. La concepción darwinista, por tanto, explica de una forma elegante y contundente la inmensa biodiversidad de la naturaleza.
Sin embargo, no siempre estos cambios llevan a estructuras orgánicas armónicas con el medio que las rodea. Hasta hoy vemos pájaros que cargan con unos picos tan enormes que hasta el acto de conseguir alimentos es tarea difícil y los seres humanos todavía tenemos en el cuerpo partes que no prestan ya ningún servicio, si es que alguna vez sirvieron para realizar alguna función de utilidad.
Es que la naturaleza trabaja como un relojero ciego, sin un propósito claro o determinado. Va colocando partes nuevas para sustituir las viejas, pero muchas veces usa las que no mejoran el mecanismo y el ser expuesto a estos experimentos acaba por desaparecer. El registro fósil es asombrosamente rico y sigue aumentando en número cada día que pasa. Al día de hoy se han extinguido, de forma natural, sin intervención ninguna del hombre, más del 90 por ciento de las especies.
Cuando publicó su precioso libro de El Origen de las Especies, siendo que el libro se centraba en la explicación de cómo los organismos sin incluir a los seres humanos variaban en el tiempo, Darwin imaginó las tremendas implicaciones de su pensamiento sobre la evolución humana con una sola frase final: “La luz se hará sobre el origen del hombre y su historia”.
Con ello se adelantó con valentía a cimentar las bases de lo que sería incluir a los seres humanos en ese proceso de cambio y adaptación que los naturalistas de la época aceptaban solamente para animales y vegetales, considerando al hombre muy por encima de los otros seres vivientes. En su obra posterior, El Origen del Hombre, consolidó sus ideas y con apenas algunos fósiles humanos a su disposición pudo enunciar que el hombre debió haberse originado en África, donde sus primos cercanos, los grandes simios, vivían. El registro fósil le ha dado la razón. Sin embargo Wallace torció su camino de naturalista cuando excluyó al hombre de la historia, tanto que Darwin le escribió algo así como una plegaria, “No mate usted a nuestra más preciosa criatura”.
Por eso tal vez, cuando hablamos de evolución, y de evolución humana, hablamos de Darwinismo a secas.
Darwin vivió una vida de retiro, complicada por problemas de salud que, según algunos biógrafos, eran causados por una infección crónica adquirida en su legendario viaje por los trópicos. Según otros, eran más bien una forma de ansiedad producida por el hecho de estar echando abajo toda una estructura de pensamiento. Trabajó de forma intensa, aunque con muchísimos altos para cuidar de su precaria salud, hasta el final de sus días.
JOSEFINA CANO
Bióloga y Genetista
Más información en el Blog Cierta Ciencia
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