En Cierta Ciencia, de la mano de la genetista Josefina Cano nos acercamos, cada quince días, al trabajo de muchos investigadores que están poniendo todo su empeño en desenredar la madeja de esa complejidad que nos ha convertido en los únicos animales que pueden y deben manejar a la naturaleza para beneficio mutuo. Hablamos de historias de la biología.
A mediados de octubre del 2018, investigadores en California publicaron un estudio que recoge información sobre prisioneros de la Guerra Civil Estadounidense, y que llega según ellos a una conclusión novedosa: los hijos de aquellos prisioneros que habían sufrido abusos tenían un riesgo un 10% más alto de morir apenas cumplidos los cuarenta que los hijos de aquellos que no habían padecido abusos.
Los hallazgos, según los autores, apoyan una “explicación epigenética” como la mejor. La idea es que los traumas pueden dejar una marca química en los genes de una persona, quien la puede pasar a la siguiente, o siguientes generaciones. Esta marca no daña de forma directa a los genes, no ocurre una mutación. Pero sí altera el mecanismo mediante el cual el gen produce una proteína funcional, cómo se expresa. La alteración no es genética, es epigenética.
El campo de la epigenética explotó hace una década, cuando se hicieron públicos los resultados de que niños que niños que estando en el vientre de sus madres vivieron en un período de hambruna hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, llevaban una marca química particular, una firma epigenética, en uno de sus genes. Los investigadores le atribuyeron a ese hallazgo diferencias en la salud de esos niños, que sufrirían entre otras dolencias obesidad.
El entusiasmo no ha hecho sino aumentar, dando lugar a más estudios —de los descendientes de sobrevivientes del holocausto, de víctimas de la pobreza— todos apuntando a la heredabilidad de los traumas. Si los estudios se sostienen, sugieren que heredamos parte de la experiencia de nuestros padres o aún más, de nuestros abuelos, en particular su sufrimiento, que modifica nuestra salud y quizá la de nuestros hijos también.
Pero, detrás de lo que no se publica con tanto entusiasmo, se está dando una disputa bien agria entre los investigadores que cuestionan esa naciente teoría. Los críticos alegan que la biología niega los hechos pues no es plausible, en tanto que sus defensores afirman que la evidencia es sólida, así la biología no la sostenga.
“Existen cada vez más afirmaciones extraordinarias, que no están sostenidas en alguna evidencia”, dice Kevin Mitchell, profesor de genética y neurociencia en el Trinity College de Dublín. “Esto es una enfermedad de la ciencia moderna: mientras más extraordinaria y sensacionalista y en apariencia revolucionaria sea una afirmación, más bajo el listón para la evidencia en la que se basa, cuando lo opuesto puede ser lo cierto”.
Los investigadores del campo dicen que la crítica es prematura, que es un área aún joven y que la sensación es que va para adelante. En particular se presenta como evidencia de la transmisión de traumas, estudios hechos en ratones, que según ellos permiten esclarecer los mecanismos. “Los efectos que hemos encontrado son pequeños pero consistentes y significativos”, dice Moshe Szyf, profesor de farmacología en la Universidad McGill. “Así es como trabaja la ciencia. Imperfecta al inicio pero se vuelve más fuerte a medida que las investigaciones avanzan”.
El debate se centra en la genética y la biología. Los efectos directos son una cosa. Cuando una mujer embarazada bebe mucho alcohol puede ocasionarle a su bebé lo que se conoce como el síndrome fetal alcohólico. Esto se entiende, claro, pues el desarrollo normal del feto en el útero se altera por el estrés sufrido por la madre que lo lleva dentro.
Pero nadie puede explicar exactamente cómo, digamos, cambios en las células del cerebro ocasionados por abusos pueden comunicarse a las células de óvulos o espermatozoides ya completamente formados al momento de la concepción. Y ese es solo el primer desafío. Después de la concepción, cuando el esperma se encuentra con el óvulo, ocurre un proceso natural de limpieza, un “reinicio”, que lo que hace es remover las marcas químicas en los genes (marcas que se han puesto y quitado durante la vida de las personas, para un buen funcionamiento de los genes). Y al final a medida que el huevo fertilizado crece y se desarrolla, se da una sinfonía de cambios, de reorganización pues las células inician su especialización en células de la piel, del cerebro, de los músculos y el inmenso resto de ellas. ¿Cómo podría sobrevivir cualquier señal o firma de trauma a todo esto?
Tracy Bale y su equipo de investigadores en la Universidad de Maryland, criaron ratones machos en condiciones ambientales difíciles, sacudiendo periódicamente sus cajas, o dejando encendidas las luces toda la noche. Esta forma de crianza, en efecto produce una infancia traumática, y causará efectos en la expresión de algunos genes que más adelante tendrán alterada su reacción a las hormonas del estrés.
Y ese cambio a su vez, está asociado de manera fuerte con alteraciones en cómo su descendencia manejará el estrés; “los ratones jóvenes fueron menos reactivos a las hormonas, comparados con animales control”, afirma Bale, una de las más notorias estudiosas y defensoras de la epigenética. “Estos hallazgos son claros, consistentes. El campo ha avanzado de forma dramática en los pasados cinco años.
Para tratar de explicar la transmisión a las crías de los cambios sufridos en los padres ratones, algunos investigadores acuden a estudios que indican que pequeños ARNs llevan la información alterada a los espermatozoides a medida que estos se forman. Otras explicaciones tratan de completar el cuadro afirmando que la llegada de esos ARNs disparan una cascada de cambios al momento de la concepción que evaden la limpieza, el reinicio y la posterior reorganización inherentes al desarrollo.
Pero los críticos están lejos de ser persuadidos. Uno de ellos declara que la historia de los ARNs se basa en estudios que resaltan los resultados sin mayor evidencia en la biología. Y este debate solo concierne a investigación en animales (y machos, ¿qué de las hembras?).
Los estudios en humanos son de lejos menos persuasivos, según una gran mayoría de expertos, pues no se ha identificado un mecanismo plausible para la transmisión epigenética. Lo que sigue en pie es que los genes sufren cambios a lo largo del desarrollo, cambios que se agrupan en lo que se conoce como regulación. Es un sello de su funcionamiento y expresión, de su encendido y apagado. Pero es más llamativo y ocupa a muchos investigadores que quieren hacer historia, llamar a esa regulación con un nombre más mediático y supuestamente novedoso.
Que se hereden los traumas y los sufrimientos conmueve y limpia de culpas. ¿Y por qué no se invoca la epigenética para la herencia de eventos felices, fantásticos, geniales que han alegrado a los padres? En la biología para que una explicación tenga validez debe poder aplicarse de forma general, no sólo a algunos hechos.
Ya veremos cuánta vida le queda a la epigenética hasta disolverse en el aire y volver a ser lo que ha sido siempre la regulación de los genes.
Referencia:
http://www.medschool.umaryland.edu/news/2018/Increased-Stress-on-Fathers-Leads-to-Brain-Development-Changes-in-Offspring.html
JOSEFINA CANO
Ph.D. Genética Molecular
Más información en el Blog Cierta Ciencia
Obras de Josefina Cano:
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En Colombia en la Librería Panamericana y en Bogotá en la Librería Nacional
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