La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Quincenalmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
Los dientes de tiburón fosilizados se conocen desde tiempo inmemorial. En la antigüedad, su origen y su identidad eran un completo enigma, ya que a menudo se encontraban incrustados en rocas, en las montañas. Plinio el Viejo, el naturalista romano del siglo I, creía que caían del cielo durante los eclipses de luna. Recibieron el nombre de glosopetras (“piedras lengua”), ya que también se pensaba que eran lenguas petrificadas de dragón o de serpiente, y se usaban como amuleto; se creía que su simple contacto protegía contra los venenos.
En octubre de 1662, Fernando II, gran duque de Toscana, recibió en su corte de Florencia la cabeza de un gran tiburón pescado ante las costas de Livorno. Se trataba de un jaquetón (Carcharodon carcharias, “tiburón de dientes afilados”), más conocido como tiburón blanco. El geólogo y anatomista danés Neils Stensen (1638-1686), o Nicolás Steno, por entonces médico del gran duque, examinó la cabeza y publicó una descripción detallada de la misma en 1667. Desde entonces, durante meses, estuvo intrigado por la semejanza entre los dientes del tiburón y las “lenguas petrificadas” que había estudiado con anterioridad; hasta que llegó a la conclusión, que publicó en 1669, de que se trataba de dientes petrificados de antiguos tiburones.
Algunos de esos dientes, de forma triangular, eran muy similares a los del jaquetón, aunque medían hasta 18 centímetros de lado, el triple que los dientes del tiburón blanco. En 1835, el naturalista suizo Louis Agassiz creó para esos dientes una nueva especie dentro del mismo género, Carcharodon megalodon, conocida hoy con el nombre de megalodón (“gran diente”).
Los dientes del megalodón son más robustos que los del tiburón blanco, y sus bordes serrados son más finos y regulares, con unas veinte puntas por centímetro. Con hasta 18 centímetros de lado y 400 gramos de peso, son los más grandes de todas las especies conocidas de tiburones. Poco más se conoce de su anatomía, sólo se han encontrado algunas vértebras fósiles, que tienen también un tamaño enorme: su cuerpo central puede alcanzar un diámetro de más de veintidós centímetros. Con estos pocos restos, los paleontólogos han tenido que recurrir a la comparación con otras especies de tiburón para reconstruir el aspecto del megalodón.
En cuanto a su comportamiento, las marcas de dientes, e incluso dientes incrustados en huesos fósiles de otros animales marinos, han permitido reconstruir sus técnicas de caza. Por otra parte, del estudio evolutivo de los dientes de diferentes especies fósiles y vivientes de tiburones, se han podido determinar los parentescos entre las mismas; actualmente, el consenso general entre los paleontólogos es que el jaquetón no es un descendiente directo del megalodón; la semejanza entre los dientes de ambas especies se explica por la adaptación de las dos especies a un estilo de vida similar: la caza de grandes animales marinos.
El megalodón se ha desplazado a la línea evolutiva de otro género de tiburones, Carcharocles, así que su nombre científico pasa a ser Carcharocles megalodon. Pero algunos especialistas afirman que, dentro de la línea evolutiva del género Carcharocles, las especies más modernas, entre las que se encuentra el megalodón, presentan diferencias suficientes para constituir otro género, al que han bautizado con el nombre de Megaselachus (“gran selacio”). Según estos paleontólogos, el nombre científico del megalodón debería ser Megaselachus megalodon.
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