La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Quincenalmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
En 1892, el paleontólogo británico Joseph Frederick Whiteaves bautizó con el nombre de Anomalocaris canadiensis lo que parecía el abdomen y la cola de un crustáceo fosilizado procedente de uno de los yacimientos que forman el conjunto de los esquistos de Burgess, en Canadá, donde años más tarde se descubrió el onicóforo Aysheaia, del que ya hemos hablado aquí. Whiteaves eligió el nombre de Anomalocaris, que significa camarón anómalo, porque en los restos fósiles no había ningún rastro del tubo digestivo del animal, y porque los apéndices espinosos que correspondían a las patas no tenían articulaciones. Más tarde, en 1911, Walcott, el descubridor de Aysheaia, describió un fósil semejante a una rodaja de piña, un anillo segmentado con dientes en su borde interior, como una especie de medusa, a la que llamó Peytoia. Otros restos, bautizados con el nombre de Laggania, fueron identificados por diversos autores como pertenecientes a una esponja, a un gusano poliqueto o a una holoturia o pepino de mar. Walcott también encontró fósiles semejantes al Anomalocaris de Whiteaves, pero los asoció a la cola de un artrópodo depredador llamado Sidneyia.
Aunque a lo largo del siglo XX se recolectaron diversos ejemplares fósiles que combinaban esas piezas, durante mucho tiempo se creyó que se trataba de yuxtaposiciones accidentales de las diferentes especies debidas al proceso de fosilización. Sin embargo, en 1979, el paleontólogo irlandés Derek Briggs se dió cuenta de que Anomalocaris no era el cuerpo de un camarón, sino la extremidad de un animal más grande. Briggs distinguió dos tipos de extremidades diferentes, que identificó con las patas y los apéndices bucales de un gran artrópodo. Dos años más tarde, Briggs y el paleontólogo británico Harry Whittington encontraron un par de esas extremidades en uno de los especímenes fósiles combinados de Peytoia y Laggania; el conjunto formaba un gran animal, con el par de extremidades situadas en el extremo anterior, justo delante de una boca ventral circular, la supuesta medusa Peytoia; Laggania correspondía al cuerpo del animal, formado por una serie de pares de lóbulos aplanados y superpuestos, de tamaño decreciente hacia la parte posterior. El descubrimiento de la misma anatomía en otros ejemplares fósiles similares les llevó a la definición de dos nuevas especies, equipada cada una de ellas con uno de los tipos de extremidades identificadas por Briggs. Ambos tipos de extremidades, en contra de la hipótesis original de Briggs, eran apéndices bucales. Las nuevas especies conservaron el nombre de Anomalocaris, el más antiguo de los asignados a las diversas partes del animal. Casi cien años habían pasado desde el descubrimiento de los primeros fósiles hasta la identificación del mayor animal del Cámbrico.
En 1996, el paleontólogo canadiense Desmond Collins estudió la anatomía de nuevos ejemplares de las dos especies, y llegó a la conclusión de que sus diferencias morfológicas eran suficientes para separarlas en dos géneros, Anomalocaris y Laggania. Hasta el día de hoy se ha descrito una docena de géneros del Cámbrico emparentados con Anomalocaris y Laggania, aunque algunos de ellos sólo se conocen por fragmentos; forman la familia de los anomalocarídidos, un grupo que probablemente sea el antecesor de los artrópodos: insectos, crustáceos, arácnidos, etc. Hasta 2009 se creía que los anomalocarídidos se habían extinguido en el periodo Cámbrico, que terminó hace 488 millones de años; pero ese año se descubrió en un yacimiento de Alemania datado del Devónico inferior, hace 400 millones de años, un pequeño anomalocarídido de diez centímetros de longitud, que recibió el nombre de Schinderhannes bartelsi.
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