La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Mensualmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
Hace unos meses hablábamos aquí de los cambios climáticos que condujeron a la aparición de las primeras sabanas a principios del Mioceno, y conocimos una de las últimas que existieron en Norteamérica, la que hace unos doce millones de años se axtendía por gran parte del centro y sur de aquel continente. Hoy volvemos a América del Norte, para visitar una sabana más antigua, una de las primeras, que se extendía al este de las montañas Rocosas hace unos veinte millones de años. En aquella época, las Rocosas eran unas montañas jóvenes, y las erupciones volcánicas eran frecuentes. Las cenizas arrojadas por esas erupciones enriquecían el suelo, que sostenía una rica flora y fauna formada por herbazales en los que se alimentaban diversas especies de camellos, rinocerontes, caballos, ciervos y otros grupos de ungulados hoy desaparecidos, como protocerátidos, oreodontes y calicoterios, además de roedores. Entre los carnívoros había cánidos, mustélidos y perros-oso, pertenecientes al extinto grupo de los anficiónidos. Entre las aves ya estaban presentes parientes de los modernos ostreros, halcones, urogallos y chachalacas, entre otros.
Esta comunidad ha quedado preservada en diversos yacimientos fósiles, como los de Agate, que hoy se encuentran protegidos dentro del Monumento Nacional de los Yacimientos Fósiles de Agate, en el noroeste de Nebraska, estado del centro de los Estados Unidos.
Además de los restos fósiles de aquellos animales, en los yacimientos de Agate se descubrieron los tirabuzones del diablo, unas estructuras verticales enterradas de tierra endurecida en forma de sacacorchos de hasta tres metros de altura. A finales del siglo XIX, el paleontólogo Erwin Hinckly Barbour, de la Universidad de Nebraska, fue el primero en estudiar estas extrañas formaciones helicoidales, que identificó con esponjas gigantes de agua dulce, ya que se encontraban en sedimentos correspondientes a grandes lagos del período Mioceno. Barbour bautizó los restos con el nombre de Daimonelix, “hélice del diablo”. Otros investigadores pensaban que los tirabuzones del diablo eran los restos fósiles de las raíces de un árbol desconocido, y el propio Barbour propuso más tarde que se trataba de la madriguera de un gran roedor. La verdadera identidad de Daemonhelix no quedó definitivamente establecida hasta el descubrimiento en el interior de uno de esos tirabuzones del diablo de los huesos fósiles del animal que la había excavado: un castor.
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