La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Mensualmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
Hace ya seis años hablamos en Zoo de fósiles del dodo, la paloma de la isla Mauricio que había perdido la capacidad de volar. La isla Mauricio forma parte de las islas Mascareñas. Hoy, a petición de uno de nuestros oyentes, vamos a hablar de uno de los vecinos del dodo, que vivó hasta hace pocos siglos en otra isla de ese archipiélago.
La historia comienza en Francia en 1685 con la revocación del edicto de Nantes, que obligó a los protestantes franceses, los hugonotes, a huir de su país. Entre ellos se encontraba el capitán de navío Henri du Quesne que, emigrado a Holanda, planeó establecer, con la ayuda de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, una colonia de hugonotes en la paradisíaca isla de la Reunión, a doscientos kilómetros al oeste de Mauricio. Pero Du Quesne cambió de planes cuando tuvo noticia de que Francia había enviado buques de guerra a aquella isla. Finalmente, el 10 de julio de 1690, 10 voluntarios, todos hombres, zarparon de Amsterdam a bordo de la fragata L’Hirondelle. Los colonos creían que se dirigían a La Reunión, pero las instrucciones del capitán eran otras: Debía explorar el archipiélago y tomar posesión de alguna isla adecuada que no estuviese ocupada. Casi un año más tarde, el 16 de mayo de 1691, ocho de los hugonotes fueron abandonados en Rodrigues, la más pequeña de las Mascareñas, una isla por entonces deshabitada situada 560 kilómetros al este de Mauricio.
Al cabo de un año, sin noticias de Europa, los colonos decidieron marcharse de la isla. En su primer intento, el barco que habían construido se hundió en los arrecifes; uno de los colonos murió poco después, probablemente envenenado por algún habitante del arrecife. Los siete supervivientes no lograron abandonar la isla hasta un año más tarde, el 21 de mayo de 1693. Tras ocho días arrastrados por el viento y las corrientes llegaron a Mauricio, donde fueron bien acogidos por el gobernador holandés. Pero fueron descubiertos cuando planeaban robar una yola para huir a La Reunión, y cinco de ellos fueron encarcelados en un islote cercano en condiciones penosas. Uno de estos logró huir en una balsa de fortuna, pero murió poco después en los bosques de Mauricio. En septiembre de 1696, los supervivientes fueron enviados a Batavia, la actual Yakarta, para ser juzgados; se les declaró inocentes y, en junio de 1698, los tres últimos supervivientes regresaron a Europa. Uno de ellos, François Leguat, se estableció en Londres, donde en 1708 publicó el relato de sus aventuras: “Viaje y aventuras de François Leguat y de sus compañeros, en dos islas desiertas de las Indias orientales; con la relación de las cosas más extraordinarias que observaron en la isla Mauricio, en Batavia, en el cabo de Buena Esperanza, en la isla de Santa Helena, y en otros lugares de su ruta”.
El libro fue recibido con escepticismo en los círculos científicos; entre otras razones, se tachó de pura fantasía la descripción de la fauna autóctona de la isla Rodrigues, e incluso se llegó a dudar de la misma existencia del autor. Sin embargo, con el paso del tiempo, las observaciones de otros naturalistas y el descubrimiento de restos fósiles confirmaron las descripciones de Leguat, muy precisas y detalladas. En su obra, Leguat habla de especies hoy desaparecidas, como las tortugas gigantes, de las que ya hemos hablado en Zoo de fósiles, la cotorra de Newton (Psittacula exsul), de color grisáceo, un loro (Necropsittacus rodricanus) parecido al loro picogordo (Tanygnathus megalorynchos) de Indonesia y Filipinas, un martinete (Nycticorax megacephalus) del tamaño de un pollo grande, un rascón (Erythromachus leguati) incapaz de volar…
Unos años más tarde, Antoine Desforges-Boucher, gobernador francés de La Reunión, decidió ocupar la isla Rodrigues para evitar que cayera en manos de los ingleses. En 1725 envió colonos a la isla en el buque de guerra La Ressource. Pero el desembarco acabó en desastre, y sólo el segundo de a bordo, Julien Tafforet, y cinco de sus hombres llegaron a la isla, donde quedaron librados a su suerte casi un año, hasta que fueron rescatados en junio de 1726. A su regreso, Tafforet publicó una narración de su estancia en la isla, titulada “Relato de la isla Rodrigues”, en la que confirmaba la existencia de las especies descritas por Leguat, y añadía algunas nuevas, como un estornino (Necropsar rodericanus) de gran tamaño, blanco, con la cola y la punta de las alas negras y un autillo (Mascarenotus murivorus), ambas también extintas en la actualidad.
Entre las aves autóctonas de Rodrigues, una llamó especialmente la atención de Leguat:
“De todas las aves de la isla la más notable es la que lleva el nombre de solitario, porque muy pocas veces se la ve en compañía, aunque hay abundancia de ellas… Es muy difícil atraparlas en el bosque, pero más fácil en las zonas abiertas, porque corremos más que ellas, y a veces podemos acercarnos sin problemas. De marzo a septiembre están muy gordas, y su sabor es excelente, sobre todo cuando son jóvenes…”
El solitario (Pezophaps solitaria) era un ave del tamaño de un cisne, y pariente cercano del dodo de Mauricio. Los machos, más grandes, alcanzaban hasta 90 centímetros de altura y 28 kilos de peso; las hembras llegaban a medir 70 centímetros y pesaban hasta 17 kilos. El peso era muy variable a lo largo del año, en función del alimento disponible y de la grasa acumulada. Durante la estación cálida podía descender hasta los 21 kilos en los machos y 13 en las hembras. El solitario es más alto y estilizado que el dodo, con la cabeza y el pico más pequeños, el cráneo más aplanado y los ojos más grandes. El plumaje es gris y pardo, más pálido en la hembra. El pico es ligeramente ganchudo, con una banda negra en su base. Los ojos son negros. El cuello es largo y recto, y las patas son también largas. La cola es casi inexistente; la parte trasera es redondeada, como los cuartos traseros de un caballo, según la descripción de Leguat.
Los primeros fósiles de solitario se encontraron en una cueva en 1786. En 1789, el naturalista alemán Johann Friedrich Gmelin publicó la primera descripción científica del ave, a la que identificó como una especie de dodo y bautizó con el nombre de Didus solitarius. Desde entonces se han encontrado miles de fósiles de solitario en Rodrigues.
La característica más llamativa del solitario es una protuberancia ósea con el aspecto rugoso de la coliflor, formada por dos o tres lóbulos, cerca del extremo de las atrofiadas alas, en la muñeca, presente en la madurez en ambos sexos, aunque no en todos los individuos. Es mayor en los machos que en las hembras. La mayor protuberancia encontrada medía más de tres centímetros de diámetro; en vida, debía de estar cubierta por un tejido calloso córneo o cartilaginoso, así que su tamaño sería aún mayor. Este tejido calloso se extendía al extremo del radio, donde también el hueso está engrosado. Los solitarios, como su nombre indica, son muy territoriales, y tanto machos como hembras luchan entre sí usando las alas a modo de mazas para golpearse. Los solitarios llegaban a atacar incluso a los seres humanos si estos se aproximaban a su nido, aunque en este caso no usaban las alas, sino el pico.
En los restos fósiles se ha podido constatar con frecuencia la presencia de fracturas remodeladas en los huesos pectorales y de las alas, lo que muestra la violencia de los combates. Muchas especies de palomas también luchan con las alas, y algunas especies, como las guras de Nueva Guinea, parientes próximas del dodo y el solitario, presentan protuberancias similares, aunque más pequeñas. En un ave voladora, una maza tan grande como la del solitario no sólo sería un engorro para volar; además, las frecuentes fracturas de las alas incapacitarían a los individuos heridos para el vuelo, y condenarían a la especie a la extinción. El solitario podía permitírselo porque vivía aislado en Rodrigues, donde, hasta la llegada del ser humano, no había depredadores.
Los solitarios habitan en los bosques secos y matorrales de la isla, donde se alimentan de frutos, semillas y hojas caídas. También tragan una piedra de buen tamaño, que almacenan en la molleja y les ayuda a triturar el alimento. Los hugonotes usaban estas piedras para afilar sus herramientas.
Los solitarios son monógamos, y anidan en el suelo. Para construir el nido eligen una zona despejada, donde amontonan hojas de palma hasta una altura de medio metro. La hembra sólo pone un huevo, bastante grande, que ambos incuban por turnos durante siete semanas. Quizá macho y hembra se reparten también las tareas para cuidar del polluelo después de la eclosión: es probable que, mientras la hembra lo alimenta con la leche que segrega del buche como otras especies de paloma, el macho salga en busca de frutos y semillas para los dos. Los cuidados del polluelo se prolongan durante varios meses. En todo este tiempo, al igual que durante la incubación, la pareja no permite que ningún otro solitario invada su territorio. Lo curioso es que cada miembro de la pareja se encarga de expulsar a los intrusos de su mismo sexo. Si el macho, por ejemplo, detecta una hembra intrusa, no se enfrenta a ella, sino que alerta a su pareja con un rápido aleteo que produce un zumbido que, según Leguat, se podía escuchar a doscientos pasos de distancia. En otras ocasiones, quizá para marcar el territorio, los solitarios se entregaban a una especie de baile mientras agitaban las alas durante cuatro o cinco minutos. Cuando los jóvenes ya son capaces de valerse por sí mismos, se agrupan en “guarderías”, donde se forman las parejas, que durarán toda la vida.
En 1848, el ornitólogo inglés Hugh Edwin Strickland reconoció diferencias suficientes entre el dodo y el solitario para separar a este en un género propio, al que llamó Pezophaps, que en griego significa “paloma caminante”. Aunque Strickland creía que machos y hembras pertenecían a especies diferentes. Pero, por entonces, hacía ya décadas que el solitario había desaparecido.
La extinción del solitario, y de muchas otras especies de Rodrigues, como las que hemos citado antes, coincide con el apogeo de la caza de tortugas, entre 1730 y 1750. Los tortugueros introdujeron gatos y cerdos en la isla, quemaron los bosques y cazaron las aves. Hacia 1755, el ingeniero militar francés Joseph-François Charpentier de Cossigny pasó año y medio en la isla, donde, a pesar de ofrecer una cuantiosa recompensa, no pudo encontrar ningún solitario vivo.
Durante un breve periodo de tiempo, el solitario tuvo el honor de ser la única especie extinta a la que se dedicó una constelación en el cielo: En 1776, el astrónomo francés Pierre Charles Le Monnier creó la constelación Turdus Solitarius entre Libra e Hidra en memoria del viaje que hizo su compatriota Alexandre-Guy Pingré a la isla Rodrigues para observar el tránsito de Venus de 1761. Aunque Pingré no encontró ningún solitario en su viaje. Tampoco los astrónomos que dibujaban los mapas lo habían visto nunca, así que representaban en su lugar otras aves. En cualquier caso, la constelación Turdus Solitarius no cuajó, y sus estrellas se reparten hoy entre las dos constelaciones de Libra e Hidra. Lo único que nos queda hoy del solitario de Rodrigues son sus huesos fósiles.
OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:
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