La mayor parte de los seres vivos que han poblado la Tierra han desaparecido para siempre. Quincenalmente, Germán Fernández Sánchez les ofrece en Zoo de Fósiles la posibilidad de conocer la vida de algunas de las más extraordinarias criaturas que vivieron en el pasado y que han llegado hasta nosotros a través de sus fósiles.
Hace 505 millones de años, a mediados del Cámbrico, parte de lo que hoy son las montañas del oeste del Canadá se encontraba bajo el mar, cerca de un acantilado submarino vertical. De tanto en tanto, un alud de barro cubría el lecho marino. Los seres vivos que tenían la mala suerte de encontrarse allí morían por la falta de oxígeno y quedaban enterrados. Esa falta de oxígeno evitaba la intervención de los carroñeros, y permitió que estos organismos se fosilizasen conservando las partes blandas. Así surgió la formación geológica de los esquistos de Burgess, de la que ya hemos hablado en varias ocasiones, igual que de su descubridor, el paleontólogo estadounidense Charles Doolittle Walcott. En 1911, Walcott encontró allí una decena de fósiles de lo que interpretó como un crustáceo al que bautizó con el nombre de Opabinia, nombre derivado de Opabin, un topónimo que designa un lago, una meseta y un puerto de montaña de la región.
En 1966 el paleontólogo británico Harry Blackmore Whittington descubrió un nuevo ejemplar muy bien conservado de Opabinia; después de un estudio exhaustivo, que incluyó la disección de algunos ejemplares y la observación de esos mismos ejemplares iluminados desde distintos ángulos, en 1975 publicó una nueva descripción detallada.
Opabinia es tan extraño que en la primera presentación pública del análisis de Whittington, la audiencia estalló en carcajadas. Con una longitud total de unos diez centímetros, su característica principal es la trompa o probóscide hueca y flexible que se proyecta hacia abajo desde la parte inferior de la cabeza. Esta probóscide mide un cuarto de la longitud total del animal, y su aspecto exterior, estriado, recuerda al tubo de un aspirador; termina en una especie de pinza con espinas prensiles que se abre hacia los lados. En la parte superior de la cabeza hay cinco ojos en el extremo de cortos pedúnculos; los dos más grandes se sitúan en la parte trasera de la cabeza y apuntan hacia arriba y hacia los lados, otros dos, más adelantados, apuntan hacia delante y hacia arriba, y el último, entre los dos más grandes, apunta hacia arriba. La boca está en la parte inferior de la cabeza, detrás del arranque de la probóscide, y se abre hacia atrás. La probóscide parece lo bastante larga y flexible como para alcanzar la boca. En un principio, Walcott creyó que había diferencias en el grosor de la probóscide entre los individuos, y supuso que los machos empleaban una trompa más gruesa para sujetar a la hembra durante la cópula. Pero resultó que había confundido un pequeño gusano que había quedado fosilizado junto a la cabeza de Opabinia con una probóscide, y la diferencia de grosor no existe. Lo más probable es que la trompa solo se utilizase para obtener alimento.
El cuerpo de Opabinia tiene una anchura máxima de medio centímetro, y se divide en quince segmentos. Cada uno de ellos cuenta con un par de branquias y un par de aletas dirigidas hacia los lados y hacia abajo. Estas aletas se superponen parcialmente, de manera que el extremo de una aleta cubre la base de la siguiente. El cuerpo acaba en un segmento cónico del que se proyectan tres pares de aletas hacia arriba y hacia los lados, formando una V. No hay esqueleto interno o externo de ningún tipo, aunque el cuerpo parece cubierto por una delgada cutícula blanda continua, sin uniones entre los segmentos.
Opabinia vivía en el fondo marino. Podía perseguir a sus presas nadando, o bien rebuscar entre el sedimento o introducir la trompa en los túneles cavados en la arena por gusanos o moluscos de cuerpo blando. Una vez atrapado el alimento con la pinza de la trompa, esta se replegaba hacia la boca.
A lo largo del tiempo, se ha catalogado y reconstruido Opabinia de diversas formas. Siguiendo la descripción original de Walcott, en 1930 el zoólogo estadounidense George Evelyn Hutchinson lo reconstruyó del revés, con las aletas y la trompa hacia arriba y los ojos hacia abajo. En 1970, el paleontólogo italiano Alberto Simonetta lo reconstruyó como un artrópodo, con exoesqueleto y patas articuladas. Pero en el análisis de Whittington no había ni rastro de patas articuladas, y se pensó que Opabinia no estaba relacionado con ningún grupo moderno de animales, o bien que se trataba de un antepasado común de los artrópodos y de los anélidos, que por entonces se consideraban parientes cercanos, aunque ahora sabemos que no lo son. Hoy en día, Opabinia se clasifica como un artrópodo primitivo, pariente de Anomalocaris, del que ya hemos hablado en Zoo de fósiles. Su rasgo más extraño, la trompa, puede no serlo tanto a fin de cuentas: La posición lateral de las dos piezas de la pinza sugiere que la probóscide se formó por la fusión de dos apéndices frontales como los que tienen Anomalocaris y otros géneros emparentados.
(Germán Fernández, 01/12/2022)
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