El neutrino es una partícula esquiva, en apariencia insignificante, pero necesaria para explicar el mundo. Ni la radiactividad, ni el big bang, ni el Modelo Estandar de la física de partículas serían posibles sin él. Con El neutrino, un blog nacido en febrero de 2009, el físico y escritor Germán Fernández pretende acercar al lector, y ahora al oyente, al mundo de la ciencia a partir de cualquier pretexto, desde un paseo por el campo o una escena de una película, hasta una noticia o el aniversario de un investigador hace tiempo olvidado.
Otto Stern
Otto Stern nació el 17 de febrero de 1888 en la ciudad de Zory, en la Alta Silesia, que hoy pertenece a Polonia, pero por entonces pertenecía al reino de Prusia, que formaba parte del Imperio Alemán. Estudió en la Universidad de Breslavia, en la Baja Silesia, que hoy también es polaca. Allí se doctoró en 1912 con una tesis sobre la presión osmótica de soluciones concentradas de dióxido de carbono en diversos solventes. Para continuar sus estudios, Stern se convirtió en el primer alumno de Einstein, primero en Praga y después en Zurich. En 1915 obtuvo la habilitación en la Universidad de Francfort y en 1921 fue contratado como profesor en la Universidad de Rostock. En 1923 se trasladó al recién fundado Instituto de Química Física de la Universidad de Hamburgo.
Con la llegada al poder de los nazis en 1933, y debido a su ascendencia judía, Stern huyó a los Estados Unidos; fue profesor de física en el Instituto Carnegie de Tecnología y profesor emérito en la Universidad de California en Berkeley. Allí, en Berkeley, murió el 17 de agosto de 1969, a los 81 años de edad.
Stern recibió el Premio Nobel de Física en solitario en 1943, el primero que se concedía desde 1939, “por su contribución al desarrollo del método de haces moleculares y por el descubrimiento del momento magnético del protón”. Pero su mayor contribución a la física, de la que ni siquiera se hacía mención en la concesión del Premio Nobel, la realizó con su colega Walter Gerlach en su famoso experimento de 1922.
Walter Gerlach
Walter Gerlach había nacido el 1 de agosto de 1889 en la población alemana de Biebrich, también perteneciente por entonces al reino de Prusia. Estudió en la Universidad de Tubinga, donde se doctoró en 1912 con una tesis sobre la radiación del cuerpo negro y el efecto fotoeléctrico. Obtuvo su habilitación en esa misma universidad en 1916, al tiempo que servía en el ejército durante la Primera Guerra Mundial. Enseñó en Tubinga, Gotinga, Francfort y Munich. En 1944 dirigió el programa alemán de investigación nuclear. Tras la Segunda Guerra Mundial, entre 1945 y 1946, estuvo detenido en Francia, Bélgica e Inglaterra, sospechoso de haber participado en el desarrollo de armas atómicas para el Tercer Reich. Seguramente por eso, por haber seguido trabajando en Alemania bajo el régimen nazi, no recibió el Nobel junto con Stern, como habría sido de justicia. A su regreso a Alemania, en 1946, Gerlach fue profesor en la Universidad de Bonn y despues, hasta 1957, en la de Munich, donde fue también rector entre 1948 y 1951.
Walter Gerlach fue miembro de las academias de ciencias de Gotinga, Halle y Munich, fundador y presidente de la Sociedad Fraunhofer, que promueve las ciencias aplicadas, vicepresidente de la Asociación Alemana para el Fomento y el Avance de la Investigación y cosignatario del Manifiesto de Gotinga contra el rearme atómico de la República Federal Alemana. Murió en Munich en 1979.
Ningún experimento es tan tonto que no merezca la pena intentarlo.
Stern y Gerlach coincidieron en Francfort en 1920. Stern, bajo la dirección de Max Born, estudiaba los haces moleculares en el Instituto de Física Teórica. En su primer experimento con haces de átomos, logró medir la velocidad media de los átomos de plata, unos 660 metros por segundo a 1000 grados centígrados, montando la fuente de átomos en una plataforma giratoria y midiendo el desplazamiento centrífugo del haz. Gerlach, por su parte, trabajaba en el contiguo Instituto de Física Experimental, donde estaba interesado en medir la deflexión de un haz de átomos de bismuto en un campo magnético inhomogéneo para estudiar las propiedades magnéticas del átomo. Cuando Born, director del Instituto de Física Teórica, puso en duda la utilidad del experimento de Gerlach, éste le contestó que “ningún experimento es tan tonto que no merezca la pena intentarlo”.
En 1921, la teoría cuántica más avanzada era el modelo atómico de Bohr, generalizado independientemente por Arnold Sommerfeld y Peter Debye para los átomos que, como el hidrógeno, tienen un solo electrón de valencia, o lo que es lo mismo, un solo electrón en el nivel de energía más elevado. Los niveles de energía inferiores están completos, de manera que la carga eléctrica de los electrones que los llenan forma una nube esférica. El electrón de valencia, por su parte, como cualquier carga eléctrica que gira en una órbita, funciona como un minúsculo electroimán y genera un pequeño campo magnético. Según la física clásica, cuando uno de estos átomos, que se comportan como pequeños imanes, se introduce en un campo magnético, éste induce una fuerza que actúa sobre la órbita del electrón, variando su orientación gradualmente. Es lo que se conoce con el nombre de precesión de Larmor. Pero los modelos cuánticos de Sommerfeld y Debye, al contrario, predecían que en un campo magnético la órbita del electrón de valencia sólo podía asumir ciertas orientaciones fijas específicas; es lo que en aquellos tiempos se llamaba “cuantización espacial”. Nadie se explicaba cómo podía ser posible que las órbitas de valencia de los átomos, orientadas en principio al azar en todas las direcciones posibles, se alineasen instantáneamente, y sin gasto de energía, al aplicarles un campo magnético, y pudieran mantenerse inalteradas pese a la acción del campo magnético. Por eso la mayor parte de los físicos de la época pensaban que la teoría cuántica era sólo un artificio teórico que reproducía una realidad física desconocida más profunda.
La idea genial
Un día, Stern asistió a un seminario en el que se planteó el tema de la cuantización espacial. Al día siguiente se despertó temprano, pero hacía demasiado frío para levantarse, así que se quedó en la cama dándole vueltas al asunto. Se dio cuenta de que, de acuerdo con la cuantización espacial, sólo eran posibles dos orientaciones para la órbita del electrón, ambas perpendiculares a la dirección del campo magnético, pero girando en sentidos opuestos. Así que se podía hacer una prueba decisiva de la cuantización espacial analizando la deflexión de un haz atómico por un campo magnético. La deflexión de cada átomo depende del sentido de giro del electrón, así que, si la teoría cuántica era correcta, la mitad de los átomos se desviarían hacia un lado, y la otra mitad hacia el lado opuesto, y no quedaría ninguno en la trayectoria original del haz. Según la física clásica, por el contrario, el campo magnético no dividiría el haz en dos, sino que lo ensancharía, ya que las órbitas de los electrones dentro del campo magnético podrían estar orientadas en cualquier dirección, y la desviación de cada átomo particular dependería de la orientación de su órbita. Así se le ocurrió la idea para el experimento que zanjaría de una vez por todas si la teoría cuántica era correcta.
Born recibió con frialdad la idea de Stern, ya que no creía que la cuantización espacial fuese un fenómeno real. Afortunadamente, la acogida en el vecino Instituto de Física Experimental fue mejor. Gerlach, que hasta entonces no había oído hablar de la cuantización espacial, se entusiasmó con el experimento.
Stern y Gerlach tardaron más de un año en poner a punto el dispositivo experimental. En un horno se calentaba plata a unos 1000 ºC. Los átomos desprendidos por evaporación sólo podían escapar del horno por dos aberturas sucesivas de 30 micras de anchura, lo que aseguraba que formaban un haz muy estrecho y que todos se movían en la misma dirección. El haz atravesaba entonces un campo magnético inhomogéneo de una décima de Tesla con una variación de diez Teslas por centímetro generado por un imán de tres metros y medio de longitud, antes de chocar con una placa colectora, donde la posición de los átomos de plata depositados indicaría su trayectoria. Y todo esto, al vacío, para evitar que los átomos de plata chocasen contra las moléculas del aire durante su recorrido. Con este montaje, la separación esperada de los haces resultantes en la placa colectora era de sólo 0,2 mm, por lo que los aparatos debían estar alineados con una precisión de 0,01 mm. Por razones técnicas, el experimento nunca llegaba a funcionar más de unas pocas horas seguidas, así que los depósitos de plata recogidos eran extremadamente tenues, invisibles a simple vista.
El humo del cigarro
Cuando Gerlach retiró la placa colectora, no vio ni rastro de plata en ella, y se la pasó a Stern, que se la llevó a los ojos para examinarla de cerca. Y entonces, mientras Stern observaba la placa, con su colega mirando por encima de su hombro, ambos se sorprendieron al ver que una sombra negra, la huella del haz de plata, empezaba a hacerse visible gradualmente. ¿Qué estaba ocurriendo? En aquella época, los exiguos sueldos de Stern y Gerlach no les permitían grandes alegrías, así que fumaban unos cigarros baratos con un alto contenido de azufre. El humo del tabaco, al reaccionar con la plata, había formado sulfuro de plata, de color negro azabache. Fue como revelar un negativo fotográfico.
En un principio, Stern creyó que el azufre procedía de su propio aliento, pero un experimento realizado por los físicos Bretislav Friedrich y Dudley Herschbach, de la Universidad de Harvard, en febrero de 2002, coincidiendo con la inauguración de un nuevo centro de física experimental dedicado a Stern y Gerlach en la Universidad de Francfort, demostró que el aliento no era suficiente; sólo el humo del cigarro podía ennegrecer y hacer visible la plata.
El buen banquero.
Después de dar por casualidad con esta forma de hacer visibles los depósitos de plata, Stern y Gerlach comenzaron a usar productos de revelado fotográfico para procesar las placas colectoras, aunque de todos modos siguieron fumando sus cigarros baratos. Durante meses, los resultados del experimento fueron poco concluyentes. Born, a pesar de su reticencia inicial, ahora apoyaba el experimento, y aprovechando el interés del público por Einstein y su teoría de la relatividad organizó conferencias de pago en la universidad para financiarlo. Pero la crisis económica y la inflación del periodo de entreguerras acabaron por agotar los fondos del laboratorio. Providencialmente, un amigo de Born le sugirió que escribiera al banquero norteamericano Henry Goldman, el hijo de uno de los fundadores del grupo bancario Goldman-Sachs. La familia Goldman era originaria de Francfort, y el propio Henry Goldman era germanófilo. Aunque poco convencido, Born siguió el consejo de su amigo, y recibió a vuelta de correo unos cientos de dólares que salvaron el experimento. Lo que demuestra que a veces los banqueros pueden hacer cosas buenas.
Desaliento y éxito
Mientras tanto, Stern se había trasladado a la Universidad de Rostock, donde había conseguido una plaza de profesor de física teórica. Gerlach, por su parte, permanecía en Francfort, donde continuaba con el experimento. A principios de 1922, y aún sin resultados concluyentes, Stern y Gerlach se reunieron en Gotinga, a mitad de camino entre Rostock y Francfort, para analizar la situación. Y decidieron abandonar el experimento. Stern volvió enseguida a Rostock, pero una huelga de ferrocarriles retrasó el regreso de Gerlach a Francfort. Durante el día que tuvo que permanecer solo en Gotinga, Gerlach reflexionó y cambió de parecer; decidió seguir adelante. En poco tiempo logró mejorar el alineamiento del dispositivo experimental y por fin consiguió observar la división del haz. La teoría cuántica era correcta. El telegrama que envió a Stern era escueto: “Bohr tiene razón después de todo.” También envió un mensaje de felicitación a Bohr, con una fotografía en la que se observaba la división del haz.
Tras más análisis y repeticiones del experimento, Stern y Gerlach consiguieron determinar que el momento magnético del átomo de plata era el predicho por el modelo de Bohr, con una precisión del 10%. El momento magnético es una medida de la intensidad y la dirección del magnetismo generado por un imán o por cualquier otra fuente de campo magnético, como un átomo.
El experimento de Stern y Gerlach fue la primera verificación experimental de las predicciones de la teoría cuántica. Con él, la física cuántica pasó, de ser un conjunto de recetas que trataba de explicar el extraño mundo microscópico, a ser una verdadera teoría física, capaz de hacer predicciones que eran verificadas experimentalmente.
El espín del electrón
Pero la historia no termina aquí. En 1927, Ronald Fraser, uno de los estudiantes posdoctorales de Stern, recalculó el momento magnético del átomo de plata, que resultó ser nulo. Esto significaba que el haz de plata del experimento no debería haberse dividido; el campo magnético no podía afectarlo de ningún modo. Pero entre tanto, en 1925, varios físicos teóricos habían propuesto una nueva propiedad, esencialmente cuántica, para el electrón: el espín. El espín es una especie de rotación intrínseca de las partículas elementales; y digo “una especie” de rotación porque no se trata de una rotación real en el espacio como la rotación de la Tierra sobre su eje. El espín, como otras propiedades cuánticas, está cuantizado; en el caso del electrón, sólo puede tener dos valores, que en ciertas unidades son +1/2 y -1/2. El espín, como todo giro de una partícula con carga eléctrica, contribuye al momento magnético; así pues, Fraser llegó a la conclusión, correcta, de que no era el momento magnético orbital, sino el espín, el responsable de la división de los haces en el experimento de Stern y Gerlach. Retrospectivamente, Stern y Gerlach habían descubierto el espín tres años antes de que su existencia fuera propuesta. Hoy en día, casi todos los libros de texto de física afirman que el experimento de Stern y Gerlach demostró la existencia del espín del electrón, pero en realidad eso no se supo hasta cinco años después.
Moraleja
¿Cuál es la moraleja de esta historia? No es, desde luego, una justificación para mantener bajos los sueldos de los investigadores. Ni tampoco para que se permita fumar en los lugares de trabajo. Lo que nos enseña esta historia, en primer lugar, es que el instinto y la perseverancia hacen avanzar la ciencia, sí, pero a veces no son suficientes. A veces la suerte, las casualidades y los errores son igualmente necesarios. En el caso del experimento de Stern y Gerlach, dos errores, la suposición de que el momento magnético orbital del átomo de plata no era nulo, y la ignorancia sobre la existencia del espín, se aliaron para convertirse en un acierto. En segundo lugar, que la teoría y la experimentación se necesitan mutuamente: una teoría no es más que una entelequia mientras no se verifica experimentalmente, pero por otro lado, un experimento se puede interpretar erróneamente sin una teoría que lo explique. Bueno, y en tercer lugar, que los físicos experimentales como Stern y Gerlach, a pesar de la importancia y la dificultad de su trabajo, no suelen hacerse tan famosos como los físicos teóricos.
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