El neutrino es una partícula esquiva, en apariencia insignificante, pero necesaria para explicar el mundo. Ni la radiactividad, ni el big bang, ni el Modelo Estandar de la física de partículas serían posibles sin él. Con El neutrino, un blog nacido en febrero de 2009, el físico y escritor Germán Fernández pretende acercar al lector, y ahora al oyente, al mundo de la ciencia a partir de cualquier pretexto, desde un paseo por el campo o una escena de una película, hasta una noticia o el aniversario de un investigador hace tiempo olvidado.
En nuestra experiencia cotidiana, la luz se transmite instantáneamente. Encendemos una cerilla, una vela, una bombilla o una linterna, y su luz llega inmediatamente hasta los rincones más alejados. Desde la antigüedad, los sabios han discrepado sobre la finitud o infinitud de la velocidad de la luz. Ya el griego Empédocles razonaba que, puesto que la luz era algo en movimiento, necesitaba cierto tiempo para desplazarse; Aristóteles, por el contrario, sostenía que la luz no es un movimiento, sino una presencia.
Hasta los experimentos del físico persa Alhacén en el siglo XI, existían dos teorías contrapuestas sobre la luz y la visión: según la teoría de la emisión, la visión se produce mediante rayos que emanan de los ojos; la teoría de la intromisión, por su parte, propone que son los rayos que llegan a los ojos procedentes de los objetos los que nos permiten ver a éstos. Para la primera teoría, la velocidad de los “rayos visuales” debe ser infinita, puesto que si abrimos los ojos durante la noche, vemos las estrellas inmediatamente. Pero Alhacén, en su Libro de Óptica, publicado en 1201, mostró con sus experimentos que la teoría de la intromisión es la correcta, y propuso con acierto que la luz debía tener una velocidad finita, más lenta en los cuerpos más densos. En la primera mitad del siglo XVII se realizaron algunos experimentos para medir la velocidad de la luz sobre la superficie de la Tierra, pero debido a las cortas distancias involucradas (poco más de un kilómetro), no se pudo obtener ningún resultado de ellos.A principios de ese mismo siglo, la determinación de la longitud geográfica era un importante problema para la navegación. La latitud resulta fácil de medir; basta con observar la altura sobre el horizonte de la estrella Polar o de otro cuerpo celeste conocido. Pero para determinar la longitud hace falta medir el tiempo, y los relojes mecánicos con la precisión necesaria no se desarrollaron hasta el siglo XVIII. Galileo propuso utilizar como reloj las ocultaciones de los satélites de Júpiter: En sus órbitas, los satélites se ocultan regularmente tras el planeta. Aunque el método resultó poco práctico, la propuesta tuvo como consecuencia la observación exhaustiva de dichas ocultaciones. Con esas observaciones se descubrió que los satélites parecían moverse más deprisa cuando la Tierra se acercaba a Júpiter que cuando los dos planetas se distanciaban, lo que según las leyes de Kepler era imposible. En 1676, el astrónomo danés Ole Rømer, que entonces trabajaba en el Observatorio Real de París, dio con la explicación: Debido a la velocidad finita de la luz, cuanto más lejos está Júpiter de la Tierra, más tarda la imagen de la ocultación en llegar hasta nosotros.
Según los cálculos de Rømer, la luz tardaba unos veintidós minutos en recorrer el diámetro de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. En 1690, el neerlandés Christiaan Huygens combinó este resultado con la estimación de la época de la distancia de la Tierra al Sol y obtuvo un valor para la velocidad de la luz de 220 000 kilómetros por segundo, un 27% menos que el valor correcto, 299 792,458 kilómetros por segundo.
Pero los resultados de Rømer no convencieron a toda la comunidad científica. Cassini, superior de Rømer en el Observatorio Real de París, y Hooke en Inglaterra presentaron objeciones a una velocidad finita tan alta y defendieron (equivocadamente) la infinitud de la velocidad de la luz.
La evidencia definitiva llegó en 1725, con el descubrimiento de la aberración de la luz. El astrónomo inglés James Bradley trataba de medir la distancia a las estrellas triangulando su posición en dos épocas diferentes del año. Es lo que se llama la paralaje. Si la medida se hacía cuando la Tierra se encontraba en puntos opuestos de su órbita, la determinación precisa de la variación en la posición aparente de la estrella en el cielo permite definir un triángulo y, por tanto, calcular la distancia de la Tierra a dicha estrella. Estas medidas venían realizándose desde el siglo XVI, pero los desplazamientos que se medían en los distintos puntos de la órbita terrestre no eran coherentes con los que cabía esperar de una paralaje. Bradley, ayudado por el parlamentario y astrónomo aficionado Samuel Molyneux, descubrió que la posición aparente de las estrellas sufría un desplazamiento que sólo dependía de la componente de la velocidad orbital de la Tierra transversal a la luz de la estrella. Este desplazamiento, que puede alcanzar hasta 20 segundos de arco (o sea, 1/180º), es independiente de la distancia a la estrella.
La aberración de la luz sólo es posible si su velocidad es finita. El efecto, en definitiva, es una composición de dos velocidades perpendiculares. Un fenómeno análogo es el que se observa cuando se corre o se viaja en coche bajo la lluvia. Cuanta mayor es la velocidad con la que nos desplazamos, mayor es la inclinación aparente de las gotas de lluvia en su caída.
Bradley determinó que la velocidad de la luz es 10 210 veces mayor que la velocidad de la Tierra en su órbita, lo que corresponde a poco más de 300 000 kilómetros por segundo, un valor muy próximo al actual.
En 1849, el físico francés Hippolyte Fizeau realizó la primera medición de la velocidad de la luz sin recurrir a fenómenos astronómicos. En su experimento, envió un haz de luz a un espejo situado en la colina de Montmartre (París), desde el monte Valérien, a 8 633 metros de distancia. El espejo devuelve la luz al observador pero se ha colocado en su recorrido una rueda dentada giratoria de manera que la luz puede pasar por las escotaduras, pero queda interrumpida por los dientes. Cuando la rueda gira lentamente, la luz que regresa se observa de manera intermitente. A mayor velocidad, llega un momento en el que la persistencia de la visión en la retina impide observar la intermitencia, y la luz parece fija. Pero Fizeau observó que cuando la rueda alcanzaba las 12,6 revoluciones por segundo, la luz dejaba de verse: el haz de luz que pasaba por una escotadura a la ida se encontraba con un diente a la vuelta. De esta manera, Fizeau pudo determinar el tiempo que tardaba la luz en ir y volver desde la rueda dentada al espejo, y así medir su velocidad: 315 000 km/s. Un error de sólo un 5%, impresionante para los medios con los que se contaba en la época. En 1868, el físico francés Léon Foucault perfeccionó el experimento sustituyendo la rueda dentada por un espejo giratorio, y obtuvo una velocidad de 298 000 km/s.
En 1878, el físico estadounidense Albert Michelson, con un dispositivo similar al de Foucault, obtuvo un valor de 300 140 ± 480 km/s. Por primera vez, el valor actual estaba contenido en el intervalo de error. El mismo Michelson, en 1926, realizó la experiencia entre el monte Wilson y el monte San Antonio, distantes 35 kilómetros, y obtuvo 299 796 ± 4 km/s.
En 1947, el físico inglés Louis Essen utilizó una cavidad de microondas para calcular la velocidad de la luz a partir de la medida de las frecuencias de resonancia de las microondas en la cavidad y de las longitudes de onda de las mismas, deducibles de la geometría del dispositivo. (La velocidad de una onda es el producto de su longitud de onda por su frecuencia.) La velocidad así obtenida fue de 299 792 ± 3 km/s. En 1950 refinó el experimento y obtuvo un valor de 299 792,5 ± 1 km/s.
En 1958, el físico inglés Keith Davy Froome obtuvo 299 792,5 ± 0,1 km/s con un interferómetro de ondas de radio milimétricas.
En 1972, con un láser estabilizado de helio-neón, un equipo del National Bureau of Standards estadounidense alcanzó una precisión impensable hasta entonces: 299 792,4574 ± 0,0011 km/s. Con el mismo tipo de láser, Woods, Shotton y Rowley perfeccionaron el experimento y en 1978 obtuvieron un valor aún más preciso: 299 792,45898 ± 0,0002 km/s. De hecho, su precisión era mejor que la del metro patrón de platino iridiado. La precisión del metro patrón ya no era suficiente, había que redefinir el metro. Pero de esto hablaremos en el próximo episodio.
OBRAS DE GERMÁN FERNÁNDEZ:
Infiltrado reticular
Infiltrado reticular es la primera novela de la trilogía La saga de los borelianos. ¿Quieres ver cómo empieza? Aquí puedes leer los dos primeros capítulos.
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