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Quilo de Ciencia

El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.

El descubrimiento del siglo.

Descubrimiento del siglo - Quilo de Ciencia - CienciaEs.com

Hoy vamos a hablar de historia de la historia, porque el artículo que escribía en enero del año 2001 hablaba de lo que consideraba el descubrimiento científico más importante del siglo XX. Era conveniente hablar de este tema cuando se iniciaba el siglo XXI y echar así una mirada hacia el pasado para analizar de dónde veníamos y adonde habíamos sido capaces de llegar. Hoy, adentrados ya más de 20 años ya en el siglo XXI, a pesar de todas las dificultades, la ciencia y la tecnología han seguido impulsando a la humanidad hacia un futuro que, no por ser más brillante, deja de ser menos incierto. Y es que, tal vez, el mayor descubrimiento esté aún por hacer. Quizá éste sea la manera de conseguir una humanidad sabia, educada, tranquila y respetuosa con ella misma y con el planeta. No es que no hayamos perseguido este fin desde hace milenios, ¿quién no ha deseado siempre paz, tranquilidad y respeto? Sin embargo carecemos aún del conocimiento, la sabiduría y la tecnología, es decir, el método que todo proyecto necesita para tener éxito.

Pero regresemos al pasado, a los años 40 del siglo XX, cuando se realizó, en mi opinión, el mayor descubrimiento de ese siglo, al menos en el área de la biología ¿de qué se trata?

En enero del 2001, como digo, lo contaba de este modo:

“Al acabar el siglo XX y comenzar un nuevo milenio, es común reflexionar sobre cuáles han sido las aportaciones más importantes para la ciencia, y en consecuencia para la humanidad, del siglo que acaba de abandonarnos.
Aún limitándonos a las ciencias biológicas, las dudas son numerosas. ¿Debemos otorgar, por sus descubrimientos, el título de hombre biomédico del siglo a Thomas Morgan, el americano que comenzó a estudiar la genética de la mosca del vinagre y que tantos secretos ha permitido descubrir? ¿Será el título compartido por James Watson y Francis Crick, descubridores de la estructura en doble hélice del ADN? ¿Será para Alexander Fleming, descubridor de la penicilina que abrió las puertas a nuevos medicamentos? ¿Será para Frederick Sanger, inventor de métodos de secuenciación de proteínas y ADN, cuyo invento ha permitido secuenciar el genoma de varias especies?
Abandonamos aquí el terreno objetivo de la ciencia y nos adentramos en el terreno subjetivo de la opinión sobre la importancia de las cosas. Estoy seguro de que mi opinión sobre cuál es el descubrimiento del siglo aparecerá como una sorpresa para muchos, porque no otorgo el premio a ninguno de los descubrimientos mencionados antes. Probablemente, no habrá oído nunca los nombres de sus descubridores. Y, sin embargo, fueron ellos quienes abrieron las puertas a la revolución genética, que, si no ha sido la que más ha marcado con su impronta al siglo XX, sin duda será la que más marque al siglo XXI.
La ciencia también tiene sus héroes olvidados y los autores de lo que considero el descubrimiento más importante del siglo en biología y medicina son unos de ellos. Pero suspendamos el suspense ¿a qué descubrimiento me estoy refiriendo? Nada menos que al descubrimiento de que el ácido desoxirribonucleico, el ADN, es la molécula de la herencia, la portadora de la información genética.
Debemos tener presente que ningún descubrimiento es independiente de otro anterior, que lo impulsa y le da energía para que suceda, energía que es captada por hombres extraordinarios que han hecho progresar a la humanidad hasta la situación en la que se encuentra hoy. Algunos de esos hombres han labrado peldaños muy importantes en la escalera del progreso y los protagonistas del descubrimiento al que me refiero son unos de ellos.
Desde que los trabajos del monje austriaco Gregorio Mendel establecieron la base de la herencia de los rasgos genéticos, se planteó la pregunta de qué constituyentes de los seres vivos eran los portadores de la información genética. Esta pregunta tardó casi un siglo en ser respondida.
Desde 1910, el equipo del americano Thomas Morgan, familiarmente llamados los hombres de Harrelson de la mosca del vinagre, comienzan el estudio de la herencia en este animalillo y descubren que el material genético se encuentra en los cromosomas. Este descubrimiento ya fue un gran avance, porque entre las numerosas estructuras celulares posibles, se identificaron sólo a los cromosomas como los portadores de la información de los caracteres genéticos.
Se determinó que los constituyentes principales de los cromosomas eran proteínas y ADN. Había ahora que averiguar cuál de los dos componentes era el portador de la información genética que hace que los padres se parezcan a los hijos. También se averiguó que las proteínas estaban formadas por el enlace de unas veinte moléculas simples diferentes, los aminoácidos, mientras que el ADN estaba formado por la unión de sólo cuatro unidades moleculares diferentes, denominadas nucleótidos. La variedad de las proteínas parecía muy superior a la del ADN, y por esa razón eran las principales candidatas para ser las portadoras de la información genética.
En los años en los que se elucubraba sobre estas cosas, los años treinta y cuarenta del siglo pasado, no se disponía de la tecnología necesaria para extraer o manipular cromosomas de manera individual, y menos para determinar los caracteres genéticos que éstos transportaban. Un actor insospechado vino a echar una mano a los investigadores y jugó un importante papel en el descubrimiento de que el ADN es el material genético. Se trata del Diplococcus pneumoniae que, aunque parece tener nombre de dinosaurio, es una bacteria que causa la neumonía.
Existen dos variedades de esta bacteria, una “buena” (que llamaremos B) y una “mala” (M). La “mala” es la que causa la enfermedad, mientras que la “buena” no es patogénica. Las variedades de las bacterias se podían distinguir por la forma cómo crecían. Las bacterias B formaban grupos pequeños y redondos, mientras que las causantes de la enfermedad crecían formando grupos más grandes y arrugados.
En 1928, Fred Griffith (desconozco su parentesco con la mujer de Antonio Banderas) descubrió que las bacterias B podían convertirse en M. Era una especie de Dr. Jekill y Mr. Hyde bacteriano, pero en este caso irreversible, porque las bacterias M no se convertían en B. La manera como descubrió esto fue la siguiente. Si Griffith inyectaba ratones de laboratorio con bacterias B vivas, los ratones no enfermaban, pero sí lo hacían si les inyectaba con bacterias M. Si les inyectaba bacterias muertas, en ningún caso los ratones enfermaban. En un intento, quizá, de elaborar una vacuna eficaz contra la neumonía, Griffith inyectó a los ratones con una mezcla de la bacteria B viva y de la bacteria M muerta mediante aplicación de calor. Para su sorpresa, la mezcla no sólo no vacunaba a los ratones, sino que los mataba. Además, más sorprendentemente aún, las bacterias vivas extraídas de esos ratones eran ahora de la variedad M. Así pues, o bien las bacterias M muertas habían resucitado, o bien las bacterias B se habían transformado en M. Como la ciencia, en principio, excluye los milagros, la conclusión extraída por Griffith fue la segunda.
El cambio de B en M era permanente. Y no sólo eso, sino que si ahora a esas bacterias M, provenientes de las B, se las mataba por calor y se las mezclaba de nuevo con bacterias B, bien inyectadas en un animal, o bien en un frasco de cultivo bacteriano, eran capaces de seguir transformando a las células B en M. Cualquiera que fuera la substancia transformante, era heredable.
Fue aquí cuando el equipo dirigido por Ostwal Avery, con Colin McLeod, y Maclyn McCarthy tomó el relevo y se propuso averiguar la naturaleza de la substancia transformadora. Para conseguirlo, hicieron una “sopa” de bacterias M muertas por calor y separaron los componentes de esta sopa por métodos químicos. Cada fracción separada fue añadida a bacterias B y se analizó si la fracción transformaba o no a las bacterias B. De este modo, y para sorpresa general, Avery, McLeod y McCarthy concluyeron que la substancia transformadora era el ácido desoxirribonucleico, el ADN. Estos resultados fueron publicados en 1944 y recibidos con cierto escepticismo por parte de la comunidad científica, que estaba convencida de que el principio transformador, es decir, el principio portador de la información genética, no podía ser otra cosa que una proteína. Hubo que esperar al año 1952 para que otros investigadores proporcionaran evidencia suficiente para callar la boca al más escéptico. Al año siguiente, 1953, Watson y Crick descubrieron la estructura en doble hélice del ADN. Desde esos años hasta hoy, parece que ha pasado mucho más de un siglo de progreso, progreso hecho posible por el trabajo de muchos investigadores tenaces, aun olvidados, como Ostwall Avery.
A pesar de la importancia de este descubrimiento, ni Avery ni sus colaboradores recibieron el premio Nobel, lo que es considerado por algunos, entre los que me incluyo, como uno de los más monumentales “olvidos” de la Academia Sueca. Hay quien ha analizado las razones de este olvido. Un factor que parece ser importante para explicarlo es la prudencia y discreción con la que Avery publicó sus resultados. La prudencia debe ser característica de toda empresa científica, pero en este caso pareció indicar a los insignes miembros de la Academia que Avery no era consciente de la importancia de su propio descubrimiento, lo cual es completamente falso. Esto debería servirnos de motivo de reflexión. Hoy se publican en la prensa a bombo y platillo descubrimientos mucho menos importantes que el de Avery, de los que, además, se divulga sólo información parcial que no permite la comprensión del verdadero alcance de ese descubrimiento a casi nadie. Muchos deberíamos aprender de la prudencia y honestidad científica de Avery y otros tantos a leer entre las líneas de muchas de las espectaculares noticias de la ciencia, aunque algunas son, afortunadamente, ciertas.”

Así terminaba el artículo en defensa de ese importante descubrimiento. ¿Sigo considerando hoy que éste que acabo de explicar fue el descubrimiento del siglo XX?

La respuesta es sí, pues aunque, como ya decía, esto que afirmo no es ciencia, ni siquiera una teoría no probada, es solo una opinión. Sin embargo, sí es cierto que el descubrimiento de que es el ADN el portador de la información genética permitió el estudio descubrimiento de su estructura, la comprensión de cómo está molécula almacena información que puede transmitirse de células madre a las hijas y desató la ingeniería genética y la biotecnología de la que disfrutamos hoy. Esta tecnología permite, por ejemplo, entre otras muchas cosas, la generación de vacunas, de anticuerpos monoclonales antitumorales, de hormonas, como la insulina, y de muchos fármacos. El descubrimiento de la estructura del ADN, derivado del descubrimiento de que el ADN es la molécula que contiene la información genética, permitió también comprender de manera mucho más onda el mecanismo de la evolución de las especies, mecanismo que estamos hoy experimentando en tiempo real mientras peligrosas variantes del coronavirus SARS CoV 2 van desfilando ante nuestros propios ojos y, lo que es peor, amenazan desfilar ante nuestro sistema inmunitario. El ADN es la molécula más maravillosa de la vida, la que guarda los secretos de su naturaleza más profunda, y el descubrimiento de este hecho merece ser considerado, una vez más, como el descubrimiento del siglo XX.

Jorga Laborda (13/05/2021)

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