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Quilo de Ciencia

El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.

La sabiduría de los macrófagos.

Macrófagos - Quilo de Ciencia podcast - Cienciaes.com

Decía Sun Tzu, en su famoso libro el arte de la guerra, que el arte supremo en el combate es someter al enemigo sin luchar. Aunque Sun Tzu probablemente se refería a la importancia de la diplomacia, es obvia la paradoja que esa frase supone, ya que la ausencia de lucha sería ya una forma de luchar, y de vencer. No creo, pues que exista una guerra sin lucha alguna, pero sí es cierto que la mejor forma de vencer sería aquella que conllevara la menor cantidad de energía y recursos dedicados a la lucha. ¿Podemos encontrar algún ejemplo? No sé si en la historia existirán o no ejemplos de esta situación, pero sí existen ejemplos de ella en la Naturaleza, en particular en el escenario de guerra constante que las defensas de los animales están forzadas a mantener contra los enemigos externos que intentan invadir a cualquier organismo vivo.

Sun Tzu y otros señores de la guerra luchaban en el campo de batalla, y este no era en general su propio domicilio. Esta es la situación a la que se enfrentan, no obstante, las defensas del sistema inmunitario, que luchan siempre “en casa”, literalmente. Luchar contra un invasor de tu domicilio sin que este resulte dañado en exceso requiere unas estrategias de combate que no son las mismas que luchar contra ese enemigo en campo abierto. En esta situación, sería posible utilizar de inmediato armas más expeditivas sin temor a dañar nuestra morada, pero esas armas poderosas no deberían ser utilizadas en el interior de nuestra casa, a menos que nuestra propia vida corra peligro.

El sistema inmunitario, a lo largo de la evolución, ha tenido que aprender a defendernos del continuo ataque de microorganismos y parásitos, y ha debido hacerlo utilizando las armas más exquisitas, pero menos poderosas posibles, es decir, aquellas que atacan al enemigo donde esté sin dañar por ello, o dañando lo menos posible, otros lugares del organismo en los que no se encuentre. En otras palabras, puesto que toda guerra conlleva daños colaterales, y en el caso de los organismos vivos, los daños colaterales los sufre siempre el organismo que debe defenderse, los sistemas inmunitarios que han conseguido una defensa eficaz con menor nivel de daño colateral son los que han sido seleccionados a lo largo de la evolución.

Esta minimización del daño colateral requiere una adaptación a las circunstancias concretas de la batalla y un estudio constante de la progresión de esta para ir poniendo o quitando de manera adecuada los medios encaminados a contener y eliminar al enemigo. Esta manera de actuar requiere de una “sabiduría” que, con todos mis respetos, no es común en los pasados y actuales señores de la guerra.

Un ejemplo de esta sabiduría ha sido desvelado por la ciencia en el comportamiento de los macrófagos, unas células del sistema inmunitario que se encuentran localizadas en las superficies del organismo por donde pueden penetrar las bacterias de todo tipo. Los macrófagos están equipados con una serie de moléculas detectoras de ciertas otras moléculas propias de las paredes externas de las bacterias, pero que no están presentes en los animales.

Si se produce una ruptura de la piel y las bacterias penetran en el interior del organismo, los macrófagos son las primeras células encargadas de hacerles frente y detener la infección. Para ello, nada más han detectado una o u otra bacteria, los macrófagos desencadenan dos tipos de comportamiento de lucha directa. El primero es la fagocitosis. Esta consiste en engullir literalmente a las bacterias que capturan y destruirlas y digerirlas en su interior. El segundo mecanismo es la producción de sustancias tóxicas, en particular un gas llamado óxido nítrico, formado por la unión de un átomo de oxígeno y otro de nitrógeno, el cual ataca a los componentes bacterianos y los inutiliza o los destruye. Este gas hace literalmente la vida imposible para las bacterias, que mueren. Estas bacterias muertas son también fagocitadas y recicladas.

El problema con este segundo mecanismo de lucha directa antibacteriana es que el óxido nítrico no es tóxico solo para las bacterias sino también para nuestras propias células. Este modo de lucha es, por tanto, causante de un daño colateral que debe ser minimizado. Por esta razón, en los primeros estadios de la infección, cuando en principio no han penetrado la piel sino unas pocas bacterias y estas no han tenido tiempo de reproducirse, la producción de oxido nítrico se realiza a una tasa baja, con mucha precaución para evitar hacernos demasiado daño.

Además de los mecanismos de lucha directa, los macrófagos ponen en marcha mecanismos de lucha indirecta, entre ellos, dan la alarma mediante la secreción de moléculas particulares de modo que estas atraen a la lucha en su ayuda a otras células del sistema inmunitario, en particular, a los neutrófilos, también unos temibles fagocitos capaces de detectar a las bacterias, perseguirlas y capturarlas para engullirlas y digerirlas.

Si con estos mecanismos iniciales de lucha directa o indirecta la infección es frenada y vencida, los macrófagos o mueren o vuelven a su estado de reposo, lo que igualmente sucede con los neutrófilos, aunque estos normalmente acaban por morir. El daño colateral causado por el tóxico óxido nítrico fabricado por los macrófagos, y también, aunque en menor extensión, por los neutrófilos que han acudido al frente de batalla, es mantenido en niveles mínimos.

Subiendo el nivel defensivo

Sin embargo, no siempre los macrófagos y los neutrófilos que acuden en su ayuda son capaces de detener la infección bacteriana. Hay que tener en cuenta que las bacterias se reproducen a una velocidad endiablada, y que muchas de ellas también despliegan mecanismos contra defensivos importantes que pueden minimizar la actividad del sistema inmunitario contra ellas.

Cuando las bacterias se siguen reproduciendo a pesar de la actividad de macrófagos, neutrófilos, y otras moléculas de acción inmediata componentes del sistema inmunitario de los que no podemos hablar aquí por falta de tiempo, algo más sucede para aumentar el nivel de actividad defensiva. Ese algo más es la activación de los bien conocidos linfocitos T. Estos linfocitos no se topan directamente con el enemigo, sino que este les es conducido y presentado a ellos en el lugar donde los linfocitos T residen, que son los ganglios linfáticos. Son estos unos pequeños órganos diseminado por el organismo, en donde se reúnen los linfocitos T (y también los B, productores de anticuerpos) a la espera de que les lleguen moléculas procedentes de los microrganismos invasores. Estas moléculas, que ya no son meros componentes de la pared externa, sino también otras moléculas bacterianas, son las que se denominan con el nombre genérico de antígenos (palabra que no significa otra cosa que generador, geno, de una respuesta anti).

La llegada de los antígenos a los ganglios linfáticos, conducidos allí por la linfa y por células centinela que también se encontraban en la piel y que han detectado a las bacterias junto con los macrófagos, conduce a la activación de los linfocitos T y a su conversión en células colaboradoras de los macrófagos. Aclaremos que la linfa es el líquido de aspecto blanquecino que va saliendo de la sangre en el sitio de infección, y que, a veces, podemos ver acumulado en una herida que supura. La linfa acumulada es retirada de la herida por el sistema linfático y conducida a los ganglios linfáticos después de “lavar” la herida y retirar de ella a los restos de bacterias muertas y conducirlos a los ganglios linfáticos.

Pero regresemos a los linfocitos T. Una vez activados estos salen del ganglio aprovechando también el flujo de la linfa que abandona el ganglio tras atravesarlo y finalmente son conducidos por ella hasta una vena de la sangre, donde se unen a la circulación sanguínea. La sangre es la que les conducirá hasta el foco de infección, el lugar de la batalla, donde siguen acudiendo también desde la sangre macrófagos y neutrófilos para combatir a la infección que sigue resistiendo a las medidas defensivas, todavía comedidas, contra ella.

Desgraciadamente, es por ello ahora necesario poner en marcha medios más expeditivos. Estos van a ser más eficaces, pero también aumentarán el daño colateral que nos van a causar. Sin embargo, los macrófagos, a pesar de estar en el frente de batalla, no saben cuándo deben aumentar su nivel de actividad guerrera. Las pobres células son ciegas y sordas y no pueden evaluar cuántas bacterias les rodean, no pueden ver el resplandor de los cañones ni oír el fragor de los obuses. Estos pobres soldados desconocen la amplitud de la batalla en la que se encuentran inmersos, y alguien debe decírselo.

Y la información de que la batalla ha alcanzado niveles serios la han obtenido los linfocitos T. Estos solo se pueden activar cuando hay suficiente cantidad de antígenos que llegue a los ganglios linfáticos. Y si llegan crecientes cantidades de antígenos a los ganglios linfáticos es porque las bacterias no han podido ser eliminadas todavía y siguen creciendo en la herida. De este modo, los linfocitos T saben que tienen que activarse y acudir a la herida a decirles a los macrófagos que deben aumentar la intensidad del combate. Para ello, los linfocitos T cuentan con un sofisticado sistema de comunicación molecular con los macrófagos.

Al salir de la sangre y entrar en contacto con los macrófagos en el campo de batalla, los linfocitos T exploran, tocándoles, si estos han atrapado ya algunas bacterias invasoras, las mismas que los linfocitos T han detectado de alguna forma en el ganglio linfático. Si es así, el linfocito T secreta una molécula, llamada interferón-gamma, que es la que le dice al macrófago: “debes activarte más aún y generar mucho más óxido nítrico, o de otro modo las bacterias acabarán por ganar esta batalla, lo que supondrá la muerte de todos”.

El macrófago responde a la detección de la molécula interferón-gamma aumentando muchísimo el nivel de funcionamiento del gen que produce el enzima generador de óxido nítrico, el gen llamado iNOS, lo que va a aumentar también muchísimo la generación y diseminación de óxido nítrico. El gen iNOS estaba ya funcionando desde el principio de la batalla, pero a niveles mucho menores de los que lo va a hacer ahora. La intención era procurar acabar con las bacterias sin hacernos daño, sin tener que luchar demasiado. Desgraciadamente, la llegada de los linfocitos T a la herida les dice a los macrófagos que no lo han conseguido; es por ello tiempo de dejar atrás la prudencia y desencadenar el infierno tóxico sobre las bacterias. Esto es lo que hacen ahora los macrófagos que están luchando contra las bacterias invasoras, lo que casi con seguridad acabará con la infección, aunque el precio pagado por ello será más elevado en términos de daño colateral y también de recursos invertidos.

Puesto que los linfocitos T les comunican casi de manera “personal” a los macrófagos si deben activarse a tope o no, esta activación no sucederá más que en los macrófagos que están luchando en el foco de infección al que llegan los linfocitos T que se han activado por los antígenos de las mismas bacterias, no de otras, contra las que los macrófagos luchan. La secreción de interferón gamma no afectará a otros macrófagos del organismo, incluso si están luchando conta otras bacterias, lo que podría suceder si esta sustancia fuera emitida de manera indiscriminada a la sangre por los linfocitos T desde los ganglios linfáticos. Esta última estrategia, más cómoda para los linfocitos T, que no tendrían ni que salir de su casa para ayudar en la lucha, no es adecuada, ya que el daño colateral innecesario e indiscriminado que el organismo sufriría podría ser demasiado elevado.

Y esta es la fascinante, aunque compleja, forma en que unas células luchadoras ciegas y sordas son capaces de saber si deben o no desencadenar todo su potencial asesino de bacterias. Es la forma en la que luchan los sabios, empleando fuerza y medidas defensivas proporcionales a la dimensión del ataque, sin nunca sobrepasar ciertos límites, a menos que sea necesario para la supervivencia de todo el organismo.

Jorge Laborda (14/05/2024)

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