El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.
Hoy, en este nuevo episodio de Quilo in memoriam, el Dr. Grande Covián nos ofrece una lección de historia sobre el nacimiento de la ciencia de la nutrición, y sobre las repercusiones éticas y morales que la ciencia sigue teniendo en todas las sociedades del mundo. El Dr. Grande nos introduce también en el tema de la crueldad que la ignorancia y los ignorantes pueden llegar a ejercer contra la ciencia y contra los científicos, y en suma contra la propia sociedad a la que esos ignorantes creen tal vez defender. Hoy, la ignorancia y la animadversión continua con muchas nuevas facetas, como, por ejemplo, los antivacunas, los terraplanistas, los que abrazan una u otra teoría irracional de la conspiración, los que, en suma, niegan que la razón y la lógica sean los más importantes atributos humanos. La lista es larga. Curiosamente, estos enemigos de la humanidad emplean herramientas que solo la ciencia ha sido capaz de producir, como Internet y las redes sociales, para diseminar a los cuatro puntos cardinales sus ideas sin sentido, carentes de evidencia, y llenas, en algunos casos, de amargura, envidia y resquemor por lo que otros seres humanos han sido capaces de lograr.
Veamos lo que, con su propia voz, rescatada gracias a la inteligencia artificial, nos explica el Dr. Francisco Grande Covián al final de los años 80 del pasado siglo, sobre el nacimiento de la ciencia de la nutrición y sobre el destino que aguardaba al padre de esta disciplina, el científico francés Antoine de Lavoisier, asesinado por la ignorancia y la incomprensión hace hoy más de doscientos treinta años, aunque algunos seguirán diciendo que su muerte se debió a la imprudencia de meterse en política a favor de los pobres, en tiempos muy turbulentos.
Texto de Grande Covián: El destino de Lavoisier
Existe en algunos sectores de la sociedad contemporánea una cierta hostilidad hacia la ciencia, a la que se considera culpable de todos los males, reales o imaginarios, que la humanidad padece. Para muchas personas educadas, el hombre de ciencia continúa siendo una figura misteriosa y contradictoria de la que se espera ingenuamente la solución de todos nuestros problemas, al tiempo que se le atribuyen todas nuestras desventuras.
Un cartel que he tenido ocasión de ver en Madrid hace pocos días me da a entender que, para algunos, la ciencia carece de corazón. Parafraseando la conocida afirmación de Pasteur referente a la patria de los científicos, y en el supuesto de la falta de corazón de la ciencia, me atrevo a pensar que tal supuesto no demuestra en modo alguno la falta de corazón de los hombres a ella dedicados.
Pocos ejemplos podrían demostrar que los científicos poseen un corazón sensible y generoso, y una genuina preocupación por el bien de sus semejantes, mejor que el que ofrece la gloriosa y trágica vida de Lavoisier. Antoine-Laurent de Lavoisier, que vivió de 1743 a 1794, es una de las más admirables figuras científicas de todos los tiempos. Descubridor del oxígeno, es uno de los fundadores de la química moderna, habiendo contribuido de modo decisivo al nacimiento de la termoquímica y la calorimetría. Dos de sus frases más conocidas, «La vida es una función química» y «La respiración es una combustión», son justamente consideradas como la partida de nacimiento de la bioquímica y la ciencia de la nutrición, respectivamente.
Al comparar la respiración de los animales superiores con una combustión, estableció Lavoisier las bases del concepto energético de la nutrición. Desde este punto de vista, los alimentos son combustibles que proporcionan a nuestro organismo la energía necesaria para su mantenimiento y el de sus funciones. En ausencia de alimentos, el organismo utiliza como combustibles sus propios componentes corporales. El recambio respiratorio, es decir el consumo de oxígeno y la producción de dióxido de carbono, da la medida de las necesidades de energía del organismo en cada momento.
He aquí como Lavoisier y su colaborador Seguin concibieron este aspecto de la nutrición: «La respiración no es más que una combustión lenta de carbono e hidrógeno totalmente semejante a la que ocurre en una lámpara o una vela encendidas. Desde este punto de vista, los animales que respiran son verdaderamente cuerpos combustibles que se queman y consumen a sí mismos. En la respiración, como en la combustión, es el aire el que suministra el oxígeno; pero en la respiración es la sustancia corporal la que suministra el calor. Si los animales no reponen continua mente las pérdidas respiratorias, la lámpara pronto se queda sin aceite y el animal muere, del mismo modo que la lámpara se apaga cuando le falta combustible.»
En 1789, Lavuasié y Seguén observaron que el consumo de oxígeno y la producción de dióxido de carbono aumentan al realizar actividad muscular. Un hombre que trabaja, según sus propias palabras, «se quema más deprisa», consume mayor cantidad de su propia sustancia que el que está en reposo. Cuanto más intensamente trabaja un hombre, concluyó Lavuasié, tanto más alimento necesita para reponer su propia sustancia.
No tardó Lavuasié en hacerse cargo del significado moral y social de sus observaciones. «En tanto consideremos la respiración simplemente como consumo de aire —escribe—, la posición del rico y el pobre parece ser la misma. El aire está a la disposición de todos y no cuesta nada, el trabajador tiene de hecho mejores oportunidades para conseguir este regalo de la naturaleza. Pero sabemos ahora que la respiración es un proceso de combustión debido al cual se consume en cada momento algo de la sustancia del individuo y que, de hecho, tal consumo aumenta con la actividad y el trabajo de la vida individual. Estas observaciones, puramente materiales en sí mismas, plantean una multitud de problemas morales. ¿Por qué mala fortuna ocurre que el pobre, cuyo sustento depende del trabajo manual, que está obligado a ganarse la vida desarrollando el esfuerzo máximo de que su cuerpo es capaz, se ve obligado a consumir más sustancia que el rico, que no necesita reponer sus pérdidas? ¿Por qué, en horrible contraste, disfruta el rico de la abundancia que no le es físicamente necesaria, y que sería más apropiada para el trabajador manual?»
Creo que nadie que lea estas líneas puede dudar de la sincera preocupación de Lavuasié por la desigualdad social.
A continuación, expresa Lavuasié su esperanza en que «las sabias instituciones prometidas como resultado de la Revolución» (recuerde el lector que esto se escribe en 1789), cuyo objetivo es, según sus palabras, «la igualación de los ingresos, la elevación del precio del trabajo y la justa recompensa del mismo», contribuirán a corregir el desequilibrio en favor del pobre.
Estas nobles preocupaciones de Lavuasié, nacidas de sus observaciones, y su esperanza en la desaparición de la desigualdad social, no conmovieron, evidentemente, a los miembros del tribunal que le condenó a muerte. Es evidente también que los miembros del tribunal no debían sentir particular estima por el valor de la ciencia y no supieron apreciar el elocuente ejemplo que la obra de Lavuasié les ofrecía. Como es sabido, el tribunal declaró al pronunciar la sentencia: «No tenemos necesidad de hombres de ciencia.»
Lavuasié fue guillotinado el día 8 de mayo de 1794. Pocos días antes de morir, escribió una nota en la que puede leerse: «Así pues, es verdad que el ejercicio de las virtudes sociales, el prestar servicios importantes a su propio país, una carrera últimamente empleada en fomentar el progreso de las artes y en extender los límites de los conocimientos humanos, no bastan para impedir un fin siniestro y la muerte en el patíbulo como un criminal.»
La influencia de la obra de Lauaisié no terminó con su muerte. En 1822 acude a París un joven químico alemán, Justus Liebig, para estudiar con Gay-Lussac, discípulo de Berthollet y de Laplás, ambos discípulos de Lavuasié, y con otros investigadores franceses de la época. Liebig continúa en Alemania la obra emprendida por Lavuasié, transformándose en la figura dominante en el campo de la bioquímica y la nutrición durante el segundo tercio del siglo XIX. Un discípulo de Liebig, Carl Voit, y sus colaboradores del Instituto de Fisiología de la Universidad de Múnich, dan cima a la obra emprendida por Lavuasié, demostrando que los cambios de energía que tienen lugar en el organismo animal obedecen a las mismas leyes que rigen los cambios de energía en el universo. Dos discípulos estadounidenses de Voit, Wilbur Olin Atwater y Graham Lusk, llevan a Estados Unidos el estudio de la nutrición, iniciando el espléndido desarrollo que dicho estudio había de alcanzar en aquel país.
A comienzos del presente siglo quedaron definitivamente establecidos los principios que gobiernan los procesos nutritivos desde el punto de vista energético. Se había completado así un capítulo de la ciencia moderna, iniciado por Lavuasié, cuyos conceptos fundamentales no han tenido que ser modificados hasta el presente.
Las sociedades modernas, es justo reconocerlo y tranquilizador para los científicos, no envían a sus hombres de ciencia a la guillotina; pero no siempre parecen capaces de apreciar el valor de los conocimientos científicos, y no siempre son capaces de prestar al hombre de ciencia el apoyo y el estímulo que su labor requiere. Procedimientos menos cruentos que la guillotina, consecuencia muchas veces de un anquilosado sistema burocrático, impiden con frecuencia que investigadores llenos de capacidad y entusiasmo puedan continuar su labor, con el consiguiente perjuicio para la sociedad a la que quieren servir.
La ciencia no puede resolver todos nuestros problemas y es preciso comprender sus limitaciones; pero sólo la aplicación racional y responsable del conocimiento científico podrá resolver muchos de los problemas que la humanidad tiene planteados.
Francisco Grande Covián.
Me sigue resultando sorprendente la actualidad de los comentarios del Dr. Francisco Grande Covián, en esta ocasión sobre el trato que las sociedades han dado a la ciencia y a los científicos. Por mi parte, he reflexionado bastante sobre este asunto a lo largo de mi vida, y he llegado a una simple conclusión: la ciencia es abrazada y aceptada, en general, cuando permite resolver ciertos problemas, pero es rechazada cuando su empleo, decidido normalmente por no científicos, los genera, o cuando el mensaje que de ella se desgaja no conviene a quien lo escucha. Este inmediatamente lo desoye, incluso si va equipado con los audífonos más avanzados que la ciencia y la tecnología puedan ofrecer. No hay peor sordo que el que no quiere oír ni con audífonos, ni peor tonto que el que no quiere entender ni con divulgación científica.
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