El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.
Los sábados por la mañana suelo acudir a unas tertulias con sabios y sesudos compañeros del mundo de las artes y las letras, quizá para desintoxicarme un poco del dominio aplastarte de las ciencias. En ocasiones, no obstante, hablamos de filosofía y también de ciencia, de lo que significa ser humano. En algunas conversaciones, hemos abordado el incómodo tema de la mente, en particular si podemos saber o no si la persona con la que hablamos posee una mente similar a la nuestra.
Este asunto tiene quizá mayor relevancia en la actualidad, debido al auge de la inteligencia artificial, a la que muchos —confieso que me incluyo en ese grupo— atribuyen la posesión de una mente. Y es que la mente, defendemos algunos, es una propiedad de ciertos sistemas que, alcanzado un cierto grado de complejidad, surge espontáneamente de la interacción entre sus componentes, al igual que la capacidad de moverse surge espontáneamente del grado de complejidad e interacción entre células musculares, o de la correcta interacción entre las piezas de un vehículo. La complejidad es capaz de hacer emerger propiedades nuevas que no son poseídas por ninguno de los componentes simples de un sistema. La mente sería una de esas propiedades emergentes.
Sea como sea, todo el mundo parece obligado a aceptar, aunque sea a regañadientes, que nadie puede saber si existe otra mente además de la suya. Nuestra mente particular es la única a la que tenemos acceso, y lo más que podemos hacer es mantener la idea, la hipótesis, de que los demás cuentan con una mente similar a la nuestra. Por ello, la atribución de mente a nuestros semejantes se denomina «teoría de la mente». En otras palabras, no podemos saber si los demás seres humanos poseen o no una mente, lo más que podemos hacer es teorizar con que sí la poseen. Nuestra tendencia natural es, en general, atribuir mente a cualquiera, para luego darnos cuenta de que, en demasiadas ocasiones, la atribución de una mente, siquiera rudimentaria, a determinadas personas ha resultado ser una hipótesis demasiado precipitada.
¿Evolución de la teoría de la mente?
Sea como sea, la ciencia de la biología y el proceso siempre activo de la evolución de las especies nos han revelado que las cosas no suelen funcionar a todo o nada. Quiero decir con esto que si otros seres poseen mente estos no serán solo seres humanos; otras especies relacionadas con nosotros también poseerán su mente, aunque sea más sencilla que la nuestra. En ese caso, esos seres se encontrarán con el mismo problema que nosotros: no podrán conocer si otros congéneres u otros seres vivos tienen mente o no; tan solo podrán suponerlo, tan solo podrán abrazar su propia teoría de la mente.
Por esta razón, una forma de intentar recabar evidencia sobre la existencia de otras mentes además de la de uno mismo es estudiar si otros seres vivos próximos a los humanos han desarrollado o no su propia teoría de la mente. De ser así, esto sugeriría que ellos también cuentan con una mente, que debió aparecer en algún momento de la historia evolutiva de las especies.
Una adecuada teoría de la mente debería posibilitar a quienes la disfrutan evaluar la mente del otro y averiguar lo que conoce o ignora. Este conocimiento, mantienen algunos investigadores, es fundamental para la cooperación con los semejantes. Sin embargo, a pesar de décadas de investigaciones con primates no humanos, hasta el momento no se ha podido determinar con rotundidad si estos animales han desarrollado una teoría de la mente. Los estudios realizados no permiten concluir que los primates evolutivamente más relacionados con nosotros puedan representar en su supuesta mente lo que otro conoce o desconoce y usar esta representación para cooperar.
Luke A. Townrow y Christopher Krupenye, dos investigadores del Departamento de Psicología y Ciencias del Cerebro de la Universidad John Hopkins, en Baltimore, USA, decidieron intentar poner fin a esta situación. En una serie de elegantes y sencillos experimentos, investigaron si los bonobos, una especie de simios superiores muy relacionada con el chimpancé, son capaces de atribuir a un compañero humano conocimiento o ignorancia sobre la localización de una recompensa alimentaria, y utilizar esta atribución para modificar su comunicación con él. Los estudios, pues, no perseguían conocer si los bonobos poseen una teoría de la mente sobre otros bonobos, sino si la han podido desarrollar también con los seres humanos, al menos con aquellos con quienes han interaccionado por años y consideran sus amigos.
Reveladores experimentos
Los experimentos se diseñaron de una manera similar al juego llamado dónde está la bolita, el conocido juego de trileros tan asociado a un vulgar timo callejero. En esta ocasión, ese juego pudo ser usado para aportar una interesante contribución a la ciencia.
En este juego, los bonobos podían recibir una recompensa en forma de una jugosa golosina, la cual habían visto esconder por uno de los investigadores dentro de uno de tres vasos opacos invertidos y depositados sobre una mesa. Los animales solo podían recibir su recompensa si esta les era entregada por un segundo investigador que también participaba en el juego.
En una primera serie de experimentos de control, tanto el bonobo como el segundo investigador podían ver bajo qué vaso el primer investigador había escondido la golosina. En este caso, el segundo investigador levantaba el vaso y le tendía la recompensa al bonobo, situado a una distancia a la que le resultaba imposible alcanzar por sí mismo el vaso y la golosina que este escondía. De esta manera, el animal aprendía que, en esa situación, el humano era su colaborador necesario y que en tanto que este supiera dónde se encontraba la golosina, se la iba a ofrecer, sin más.
Tras estos experimentos de aprendizaje del juego, se pasó a realizar otros en los que una mampara ocultaba la vista de los vasos al segundo investigador, con lo que solo el bonobo podía ver bajo qué vaso el primer investigador escondía su recompensa, pero no su colaborador humano. ¿Sería el bonobo lo suficientemente inteligente, como para deducir que su amigo humano, cuya colaboración necesitaba indefectiblemente para recibir su golosina, desconocía dónde se encontraba escondida esta?
Veamos. En esta situación, cualquiera de los tres bonobos macho que participaron en este estudio tenía dos opciones. La primera era comenzar a agitarse y cabrearse como una mona porque su amigo no le daba su recompensa, que como todo el mundo sabía, estaba bajo el vaso en el que había visto esconderla. La segunda opción era mucho más complicada y sofisticada, y consistía, en efecto, en comprender que su amigo desconocía dónde se encontraba la recompensa porque no había visto esconderla, y que esa era la razón por la que no se la daba, pero que, si lograba comunicarle dónde estaba, este colaboraría con él y podría conseguirla.
Como habrás supuesto, esta segunda opción fue la elegida por todos los bonobos. Cuando estos sabían que su amigo desconocía la localización de su recompensa, apuntaban con el dedo al vaso en el que se encontraba, extendiendo el brazo para hacérselo saber. Una vez este lo había averiguado, gracias a la información que el bonobo le había suministrado, el animal recibía la esperada golosina que se comía con evidente placer.
Los experimentos, repetidos múltiples veces, demostraron que los bonobos modulaban su comportamiento para ajustarlo al estado mental de conocimiento o ignorancia de su colaborador humano. Los bonobos apuntaban al vaso que escondía la golosina mucho más frecuentemente cuando sabían que su amigo humano desconocía cuál era. Estos estudios, publicados en la revista Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, parecen pues confirmar que los primates superiores pueden representar en su mente el conocimiento o la ignorancia percibidos en la mente de otros y, en particular, actuar sobre esta última para conseguir que un compañero pueda realizar el comportamiento deseado de acuerdo con el conocimiento comunicado.
Según los autores, estos estudios sugieren que los bonobos poseen la capacidad de utilizar la teoría de la mente para la comunicación y la coordinación. Además, también indican que un simio superior puede albergar en su mente dos conceptos conflictivos: que él conoce algo sobre el mundo que otro desconoce. Esto contradice otros estudios realizados hace algunos años que concluían que los simios carecían de esta capacidad.
Sea como sea, la investigación debe continuar. Los investigadores se proponen investigar ahora la interesante y crítica cuestión de si los simios utilizan la teoría de la mente con el único objetivo de modificar el comportamiento de un compañero, o si, además de esto, y tal vez predominantemente, pretenden cambiar su estado mental y hacerlo más afín al suyo, un objetivo que creo nosotros, los humanos, perseguimos con cada cual cada minuto que estamos despiertos y que tantos problemas, causa a la humanidad.
Jorge Laborda (16/03/25)
Referencias
Townrow LA, Krupenye C. Bonobos point more for ignorant than knowledgeable social partners. Proc Natl Acad Sci U S A. 2025 Feb 11;122(6):e2412450122. doi: 10.1073/pnas.2412450122. Epub 2025 Feb 3. PMID: 39899718.
M. Tomasello. How children come to understand false beliefs: A shared intentionality account. Proc. Natl. Acad. Sci. U.S.A. 115, 8491–8498 (2018).
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