El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.
En este episodio de Quilo In Memoriam, la Fundación Francisco Grande, Ángel Rodríguez Lozano y quien os habla, os ofrecemos la primera parte de una conferencia impartida por el profesor Francisco Grande Covián, titulada, necesidades diarias de lípidos. Como saben los fieles oyentes, hemos podido recuperar la voz y el estilo explicativo del Dr. Grande Covián, una prominente figura científica internacional en el campo de la nutrición, gracias a la inteligencia artificial. Podéis encontrar información sobre este insigne científico en los enlaces incluidos en la página web de Quilo de Ciencia.
La conferencia tiene una duración aproximada de una hora, que emitiremos en dos programas correlativos de Quilo de Ciencia in Memoriam. Como estoy seguro de que podréis apreciar, la conferencia tiene un considerable valor histórico, en primer lugar, porque forma ya parte de la historia de la ciencia en sí misma, y, en segundo lugar, porque aborda interesantes aspectos de la historia de la ciencia de la nutrición y de la bioquímica. No obstante, la conferencia no solo es historia; es también ciencia y contiene una serie de notables conocimientos sobre la importancia de los lípidos en la nutrición humana que siguen siendo completamente válidos.
Sin más dilación, os dejo ya con las palabras del Dr. Francisco Grande Covián.
NECESIDADES DIARIAS DE LÍPIDOS
El papel atribuido a los lípidos, y más específicamente a las grasas neutras o triglicéridos, en la nutrición animal, ha estado tradicionalmente asociado con el mayor valor calórico de las mismas en comparación con el de los otros dos principios inmediatos, los hidratos de carbono y las proteínas. Mientras que un gramo de grasa posee un valor calórico aproximado de 9 kilocalorías, el de los hidratos de carbono y las proteínas es de 4 kilocalorías por gramo.
A mediados del pasado siglo, Liebig incluía a las grasas y los hidratos de carbono en el grupo de alimentos por él denominado «alimentos respiratorios», es decir alimentos cuya principal función nutritiva consiste en servir como combustibles, que al ser oxidados en el organismo suministran la energía que los seres vivos necesitan continuamente. Los estudiantes de la Universidad de Giessen cantaban: «Als Wärmebildner merke: Fett, Zuckerstoff und Stärke.» (Como productores de calor distingue: grasa, azúcares y almidón). Al mismo tiempo, Dumas, en Francia, incluía a las grasas entre los alimentos que él denominaba «principios combustibles».
La demostración en 1866 por Lawes y Gilbert, y otros investigadores, de la capacidad del organismo animal para producir grasa a partir de los hidratos de carbono hizo pensar que las grasas no son, en sentido estricto, indispensables para la nutrición de los animales, puesto que éstos pueden formarlas a partir de otros compuestos carbonados.
Más tarde, al introducirse la ley de isodinamia por Rubner, en 1902, se postuló que, teniendo en cuenta las diferencias de acción dinámica especifica, los principios inmediatos eran sustituibles unos por otros en cantidades de valor calórico equivalente. Un gramo de grasa, por tanto, puede ser sustituido, aproximadamente, por 2,25 gramos de hidratos de carbono o de proteínas.
Los conocidos experimentos de Pettenkofer y Voit, publicados en 1866, demostraron que las grasas constituyen el principal combustible del organismo animal durante el ayuno. Ya entrado el siglo veinte, los estudios realizados por los investigadores franceses Mayer y Schaeffer, en 1914, y por Terroine, en 1927, demostraron que no todos los lípidos tisulares se comportan igualmente durante el ayuno. Mientras que las grasas neutras, o triglicéridos, desaparecen en el curso de la inanición, una cierta proporción de componentes lipídicos, principalmente fosfátidos, permanecen inalterados. Esta fracción lipídica fue denominada por los investigadores «elemento constante», para indicar que una parte de los lípidos que se encuentran en los tejidos animales desempeñan una función estructural y no están disponibles para ser utilizados como combustible. La fracción lipídica denominada «elemento variable», constituida principalmente por triglicéridos, es, en cambio, una fracción cuya función consiste fundamentalmente en servir de reserva de energía y cuya cantidad varía con el estado nutritivo y las demandas energéticas del sujeto. Los lípidos, considerados en conjunto, no son pues solamente combustibles; son también lo que Liebig llamaba «alimentos plásticos» o materiales de construcción de las estructuras orgánicas.
Al descubrirse las vitaminas a comienzos del siglo veinte, se atribuye a las grasas alimenticias un nuevo papel que consiste en servir de vehículo a las vitaminas liposolubles. La dieta debe contener por tanto una cierta proporción de grasa a fin de satisfacer las necesidades de vitaminas liposolubles, que en los alimentos se encuentran asociadas con los componentes lipídicos de los mismos.
En 1929, los estudios realizados por Burr y Burr, en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Minnesota, pusieron de manifiesto la producción de un síndrome de deficiencia nutritiva en los animales de experimentación sometidos a una dieta desprovista de grasa. Pudo deducirse de estos experimentos que el organismo animal requiere el aporte alimenticio de ciertos ácidos grasos que no es capaz de sintetizar, y que son necesarios para su nutrición. Estos ácidos grasos fueron denominados por ello ácidos grasos «indispensables» o «esenciales» y durante algún tiempo fueron considerados análogos a una vitamina, dándoseles el nombre de vitamina F, denominación que no es empleada en la actualidad.
Se estableció así que la dieta debe contener una cierta cantidad de grasa a fin de poder satisfacer las necesidades de ácidos grasos esenciales. Dicha cantidad dependerá, evidentemente, del contenido en ácidos grasos esenciales de la grasa empleada.
A partir de la terminación de la segunda guerra mundial, el interés en el estudio de la patogenia de la arterosclerosis y sus complicaciones clínicas, como el infarto de miocardio, una importante causa de muerte en los países desarrollados, puso de relieve la existencia de una relación entre el consumo de grasa y el desarrollo de dicho proceso patológico. La llamada hipótesis dietética de la arterosclerosis postula que la influencia de las grasas de la dieta sobre el desarrollo de la lesión ateromatosa está relacionada con el efecto que las mismas ejercen sobre los niveles plasmáticos de lípidos y lipoproteínas. Aparece así otro papel para las grasas, que consiste en su capacidad para actuar como factores de regulación de las concentraciones de los lípidos del plasma, particularmente el colesterol, y su distribución entre las distintas lipoproteínas circulantes. Mucho del interés actual en el estudio del papel de las grasas en la nutrición humana está encaminado a establecer la cantidad y composición de las grasas de la dieta más favorables para mantener los niveles deseables de colesterol y lipoproteínas del plasma sanguíneo, en el intento de prevenir el desarrollo del proceso arterosclerótico y sus complicaciones clínicas.
Según se desprende del desarrollo histórico que acabo de esbozar, el papel de las grasas en la nutrición humana incluye las funciones siguientes:
Una, fuente de energía;
Dos, fuente de materiales de construcción;
Tres, vehículo de vitaminas liposolubles;
Cuatro, suministro de ácidos grasos esenciales;
Cinco, factor regulador de los niveles plasmáticos de lípidos y lipoproteínas.
A estas cinco funciones fundamentales debe añadirse el papel que las grasas desempeñan en la palatabilidad y poder de saciedad de la dieta, así como su importancia en la técnica culinaria, la conservación y la transformación industrial de los alimentos.
Vamos a abordar ahora el papel de las grasas como fuente de energía
Debido a su mayor valor energético por unidad de peso, el contenido de grasa de las dietas habituales es el principal determinante de la «densidad calórica» de las mismas, es decir de su valor calórico por unidad peso o volumen.
Las dietas espontáneamente consumidas por sujetos con elevadas necesidades de energía tienden a contener una mayor proporción de grasa que las consumidas por los sujetos con menores necesidades de energía. Esto permite satisfacer las necesidades de energía sin aumentar el volumen de la dieta.
El consumo de grasa varía considerablemente de unas poblaciones a otras. En los países menos desarrollados, las grasas aportan un 10 por 100, o menos, del valor energético de la dieta, mientras que en los países más desarrollados aportan un 45 por 100 o más. Estos datos indican que es posible mantener un estado de nutrición aceptable con dietas de muy distinto contenido de grasa.
Una creencia muy extendida es que las personas que habitan en regiones muy frías tienden a consumir dietas de elevado contenido de grasa. Pero esta tendencia parece estar determinada principalmente por la naturaleza de los alimentos disponibles, que son, generalmente, alimentos de origen animal, ricos en grasas y proteínas y pobres en hidratos de carbono. El estudio de las dietas consumidas por los miembros de las fuerzas armadas estadounidenses y canadienses estacionados en distintas partes del globo realizado por Johnson y Kark en 1947, muestra un consumo espontáneo de dietas con proporciones prácticamente constantes de proteínas, grasas e hidratos de carbono. No parece, pues, que los factores climáticos ejerzan una influencia decisiva sobre la preferencia por un determinado tipo de alimento.
Las dietas consumidas por distintas poblaciones no sólo difieren por su contenido de grasa, difieren también por la naturaleza de la grasa en ellas contenida. Habitualmente, las grasas alimenticias se clasifican, atendiendo a su origen, en grasas animales y vegetales. Atendiendo a su distribución, suelen clasificarse en grasa invisible y grasa visible. La primera es la que forma parte de los alimentos, mientras que la segunda se presenta separadamente como tal. Finalmente, y atendiendo a su estado físico, hablamos de grasas y aceites. Las primeras son sólidas a la temperatura ambiente, y las segundas, líquidas a dicha temperatura.
Las grasas empleadas en la alimentación humana son principalmente triglicéridos, y difieren unas de otras por la naturaleza de los ácidos grasos que esterifican la molécula de glicerol. Los ácidos grasos, a su vez, se diferencian por su tamaño molecular y por su grado de saturación.
Las grasas son muy eficientemente utilizadas por el aparato digestivo del hombre sano, que absorbe un 95 por 100 o más de la grasa contenida en la dieta. Pero la absorción de la grasa por el aparato digestivo es influida por la composición de la misma en términos de ácidos grasos. En términos generales, para igual grado de saturación los ácidos grasos de cadena corta se absorben mejor que los de cadena larga. Para el mismo tamaño molecular, los ácidos grasos insaturados se absorben mejor que los saturados.
La posición que ocupan los distintos ácidos grasos en la molécula del triglicérido es un importante factor para su utilización digestiva.
Hablemos por un momento sobre la grasa como reserva energética del organismo animal.
La grasa constituye la principal reserva energética del organismo animal, y es fácil comprender que así sea. Aparte de su mayor valor calórico por unidad de peso, la grasa tiene la ventaja de poder almacenarse sin necesidad de retener agua. Un joven de 70 kilos en estado de nutrición «normal» posee un 15 a 16 por 100 de grasa corporal, lo que equivale a unos 11 kilos de grasa, es decir unas 100.000 kilocalorías. Para almacenar la misma cantidad de energía en forma de glucógeno sería necesario almacenar unos 25 kilos de dicho polisacárido. Pero el glucógeno se almacena con unas 3 veces su peso de agua; por tanto, el almacenamiento de 100.000 kilocalorías en forma de glucógeno supone un aumento del peso corporal de unos 100 kilos.
En los animales superiores, la grasa se almacena fundamentalmente en el tejido adiposo, siendo importante señalar que el tejido adiposo, tal como lo conocemos, sólo existe en los mamíferos y las aves, las dos clases de vertebrados que mantienen constante su temperatura corporal. La aparición del tejido adiposo aparece pues asociada a la adquisición de la homeotermia.
La grasa depositada en el tejido adiposo no constituye solamente la más importante reserva de energía del organismo humano; constituye también un excelente aislante térmico, como se demostró hace años en los conocidos estudios de Pugh y Edholm, realizados en 1955, sobre los nadadores del Canal de la Mancha.
El depósito de grasa corporal es el principal factor determinante de la supervivencia durante el ayuno absoluto (sin limitación de agua). En 1928, Lusk ya señaló que la supervivencia de un animal en ayuno absoluto depende fundamentalmente de su contenido de grasa corporal. Esta idea encuentra confirmación en las observaciones realizadas en individuos que fallecieron después de haber declarado la huelga de hambre. El alcalde de Cork falleció a los 74 días de ayuno, y los jóvenes irlandeses que en años más recientes han fallecido de inanición, así como otros, han sobrevivido entre 60 y 70 días. En contraste, he podido confirmar en estudios realizados en 1964 y 1976, que las mujeres muy obesas que se sometieron al ayuno absoluto como medio de reducir su peso corporal han podido sobrevivir hasta 320 días sin consecuencias fatales. Estas observaciones contradicen la llamada ley de Chossat, según la cual la muerte por inanición sobreviene cuando se ha perdido un 40 por 100 del peso corporal inicial. Algunas de las mujeres muy obesas antes mencionadas sobrevivieron después de haber perdido un 50 por 100 de su peso inicial, y el caso descrito por Bortz en 1969 demuestra la supervivencia de un obeso enorme de 320 kilos después de haber perdido un 70 por 100 de su peso inicial.
Debo añadir que la muerte por inanición sobreviene antes de haber desaparecido todos los lípidos tisulares. No conocemos con exactitud el mecanismo de la muerte por inanición, pero debe estar evidentemente relacionado con la incapacidad del organismo en ayunas para disponer de la energía necesaria para su mantenimiento. Kleiber, en 1975, comprobó que la administración de vitaminas o minerales, o combinaciones de vitaminas y minerales, no prolonga la supervivencia del animal privado de alimentos.
La presencia de una cierta cantidad de grasa corporal no sólo contribuye a la conservación del individuo. En la medida en que la distribución de grasa corporal contribuye al atractivo de la figura femenina, podría decirse que contribuye también a la conservación de la especie.
La acumulación excesiva de grasa corporal, la obesidad, tiene por otra parte efectos nocivos para la salud que no es necesario considerar ahora. La cuestión está en poder determinar la cantidad de grasa más conveniente para alcanzar una vida más larga y más sana.
Puesto que el organismo humano no es una excepción del primer principio de la termodinámica, o principio de conservación de la energía, la acumulación de grasa corporal es la consecuencia inevitable de un balance positivo de energía, con independencia de la composición de la dieta. Es, en otras palabras, la consecuencia del consumo de dietas de valor calórico superior al de las necesidades energéticas del sujeto. La medida del contenido de grasa corporal permite por tanto la evaluación del estado nutritivo del sujeto, desde el punto de vista energético. El interés actual por la determinación del contenido de grasa corporal se inicia durante la Segunda Guerra Mundial con los estudios de Behnke, en 1942, encaminados a desarrollar un método para el diagnóstico de la obesidad más fiable que la simple determinación del peso corporal relativo. Behnke empleó el método densitométrico, empleado originalmente por Arquímedes para determinar la proporción de oro y plata en la corona del rey Hierón de Siracusa. Este método fue desarrollado en nuestro laboratorio de la Universidad de Minnesota, en 1980, pero tanto éste como otros métodos propuestos requieren instrumental y experiencia que no están al alcance de todos los laboratorios. En la clínica se utiliza la medida de los pliegues cutáneos, que permite una determinación aproximada del contenido de grasa corporal. El lector interesado por los métodos de determinación de la grasa corporal puede encontrar un análisis crítico de los mismos en una publicación mía de 1975.
Abordaremos ahora el tema de la participación de la grasa corporal en el suministro de energía durante el ayuno.
Los clásicos experimentos de Pettenkofer y Voit, publicados en 1866 demostraron que las grasas constituyen el principal combustible del organismo durante el ayuno. En esta situación, la grasa contribuye con un 80 a un 85 por 100 del gasto energético; el 15 a 20 por 100 restante es suministrado por las proteínas corporales.
Aunque este hecho es conocido desde hace más de un siglo, el mecanismo mediante el cual la grasa depositada en el tejido adiposo de los animales homeotermos participa en el suministro de energía no ha sido aclarado hasta época mucho más reciente.
El tejido adiposo, por tanto, desempeña un importante papel en la nutrición, que consiste fundamentalmente en servir como almacén de los componentes energéticos de la dieta en forma de triglicéridos, para ir liberándolos en forma de ácidos grasos conforme el organismo los necesita.
Es de interés histórico señalar que este papel del tejido adiposo fue reconocido en 1928 por los clínicos vieneses Schurr y Löw en la frase que a continuación transcribo: «El tejido adiposo no debe ser considerado, como ha ocurrido hasta ahora, como un puro depósito de grasa con escasa participación en los procesos metabólicos, sino como una estación de tránsito para los alimentos ingeridos, que se encuentra en el centro de la actividad metabólica». Estos autores propusieron que la función de la insulina estaba relacionada con la formación y el mantenimiento del depósito adiposo, pero hasta 1958 no se demostró la notable susceptibilidad del tejido adiposo al efecto de la insulina.
La liberación de ácidos grasos por el tejido adiposo se ajusta a las necesidades energéticas del sujeto, y Fredrickson ha introducido el concepto de homeostasis calórica para describir este fenómeno. La administración de hidratos de carbono eleva la glucemia y estimula la producción de insulina que, a su vez, tiende a inhibir la lipolisis en el tejido adiposo y a rebajar la concentración plasmática de ácidos grasos libres. Dado que la captación de ácidos grasos libres por los tejidos es una función de su concentración plasmática (más exactamente de su concentración con respecto a la concentración de albúmina del plasma), una elevación de la concentración plasmática de ácidos grasos libres significa generalmente un aumento en la liberación de los mismos por el tejido adiposo.
Tratemos ahora del tema de las grasas como fuente de energía para la actividad muscular.
Hace casi doscientos años demostró Lavoisier que la actividad muscular aumenta las necesidades de energía del organismo humano, lo que se manifiesta en un aumento del consumo de oxígeno. Mientras que un sujeto joven de 70 kilos de peso consume unos 240-250 mililitros de oxígeno por minuto en reposo, su consumo de oxígeno puede elevarse a cuatro o más litros por minuto cuando practica un ejercicio intenso. En atletas bien entrenados, el consumo de oxígeno puede llegar a 7,4 litros por minuto, en una carrera de esquí, por ejemplo.
En contra de lo creído por Liebig, las proteínas no son el combustible que el músculo utiliza durante su actividad. A finales del primer cuarto del siglo veinte, como consecuencia de la obra de Mayerhof, Hill y otros, los hidratos de carbono pasaron a ser considerados el principal combustible del músculo en actividades. Varios autores, sin embargo, se interesaron por el estudio del papel de las grasas como fuente de energía para la actividad muscular. En 1920, Krogh y Lindhard examinaron esta cuestión y observaron que la eficiencia mecánica de la actividad muscular era ligeramente menor cuando las grasas eran el combustible principal que cuando se utilizaban preferentemente hidratos de carbono.
Está bien establecido en la actualidad que el músculo esquelético en reposo deriva la mayor parte de su energía de la oxidación de ácidos grasos. Durante la actividad, la proporción de energía derivada de la oxidación de hidratos de carbono aumenta en proporción a la intensidad del esfuerzo realizado. A niveles máximos de actividad, el músculo deriva casi la totalidad de su energía de la oxidación de hidratos de carbono.
Los experimentos de Christensen y Hansen en el laboratorio de Krogh, publicados en 1939, demostraron que, después del consumo de una dieta hidrocarbonada, los sujetos (yo fui uno de ellos) podían trabajar un tiempo tres veces más largo que cuando consumían una dieta grasa.
Estos resultados han sido comprobados por Bergström y colaboradores, en 1967, en sujetos que realizaban un ejercicio de intensidad equivalente a un 75 por 100 de su consumo máximo de oxígeno. Cuando los sujetos consumían su dieta mixta habitual, eran capaces de mantener el ejercicio durante 114 minutos, pero después de consumir una dieta de grasa y proteínas no podían mantener el ejercicio más que 57 minutos. Por el contrario, después de consumir durante tres días antes del ejercicio una dieta rica en hidratos de carbono, eran capaces de mantener su actividad durante 167 minutos. La capacidad para mantener la actividad estaba claramente relacionada con el contenido inicial de glucógeno muscular, que era de 1,75 gramos por 100 gramos de músculo después de la dieta mixta, 0,63 gramos por 100 gramos después de la dieta de grasa y proteínas, y 3,51 gramos por 100 gramos después de la dieta rica en hidratos de carbono. Es, pues, evidente que la capacidad para mantener un esfuerzo prolongado de elevada intensidad depende del contenido de glucógeno muscular, cuyo depósito está favorecido por el consumo de dietas ricas en hidratos de carbono.
A niveles de actividad menos extrema, la proporción de grasas e hidratos de carbono en la dieta es de menor importancia. Según ha escrito Askew en 1986, el consumo de grasa no es crítico cuando su proporción en la dieta no es excesiva (menos de un 40 por 100 de la energía total) y en sujetos previamente adaptados al consumo de dietas de elevado contenido de grasa. A menos que los sujetos se hayan adaptado durante un largo período de tiempo al consumo de dietas muy ricas en grasa, el contenido de hidratos de carbono es de importancia decisiva. Un consumo mínimo de 100 gramos diarios de hidratos de carbono es recomendado por Askew. Un consumo diario de 400 a 500 gramos de hidratos de carbono es práctico y debe recomendarse a aquellos que realizan diariamente actividad física prolongada e intensa.
Según los investigadores Karvonen y Turpeinen, la dieta diaria consumida espontáneamente por los leñadores finlandeses que participaron en un concurso de esta profesión era de 5.460 kilocalorías, un 46,6 por 100 de las cuales eran proporcionadas por hidratos de carbono, un 41,6 por 100 por grasa y un 11,8 por 100 por proteínas. Ästrand, en 1979, comprobó que el entrenamiento no sólo permite elevar el consumo máximo de oxígeno; eleva también la capacidad para oxidar ácidos grasos, reduciendo la utilización de glucógeno.
Otro interesante aspecto dietético es la proporción entre grasas e hidratos de carbono y su influencia sobre la síntesis proteica y el crecimiento.
Los hidratos de carbono y las grasas son las dos principales fuentes de energía en las dietas consumidas por el hombre, pero su proporción varía de unas poblaciones a otras. En las dietas habituales en los países desarrollados, los hidratos de carbono contribuyen entre un 45 y un 50 por 100 de la energía total, y las grasas, entre un 40 a 45 por 100. Las proteínas contribuyen en una menor proporción de energía, relativamente constante, del orden de un 10 a un 15 por 100 de la energía total de la dieta.
Un aumento en la proporción de grasa de la dieta lleva consigo una disminución de la proporción de hidratos de carbono y viceversa. Es, pues, de interés conocer el efecto que sobre los procesos nutritivos pueden ejercer los cambios en la contribución calórica relativa de dichos principios inmediatos. Aunque esta cuestión ha sido objeto de un número considerable de estudios, Lindmark, en 1985, afirmaba que no poseemos información suficiente para determinar con seguridad cuál es la proporción más favorable entre las contribuciones de las grasas y los hidratos de carbono al valor calórico de las dietas consumidas por el hombre. Una excelente revisión de este problema ha sido publicada en 1980 por Romsos y Clarke. A ella debe referirse el lector deseoso de información más extensa de la que aquí puedo dar. Aparte de las diferencias de valor calórico entre las grasas y los hidratos de carbono, es importante señalar que el rendimiento energético de la oxidación de estos principios inmediatos, en términos de producción de ATP, es prácticamente la misma.
Después de una comida, parte de los hidratos de carbono y las grasas contenidas en la dieta se almacenan como reserva de energía, pero el costo energético del almacenamiento depende de la forma en que éste se realice. El almacenamiento de glucosa en forma de glucógeno cuesta aproximadamente un 5 por 100 de la energía de aquélla, mientras que el almacenamiento de glucosa en forma de triglicéridos tiene un costo aproximado de un 10 a un 20 por 100 de su valor energético, según determinó Baldwin en 1970. El almacenamiento de los ácidos grasos procedentes de la dieta, en forma de triglicéridos en el tejido adiposo, tiene un costo energético inferior a un 5 por 100 de su valor calórico. Así pues, el costo del almacenamiento de energía en forma de triglicéridos del tejido adiposo es algo mayor con dieta rica en hidratos de carbono que con una dieta rica en grasa, en contra de una creencia muy extendida. Recuérdese que el organismo humano tiene una capacidad limitada de almacenamiento de glucógeno, mientras que posee una capacidad prácticamente ilimitada para almacenar grasa.
Los datos publicados por Jequier en 1984 indican que el, en el hombre, el elevado efecto termogénico de las dietas ricas en hidratos de carbono se debe probablemente, al costo energético de la síntesis de ácidos grasos a partir de la glucosa. Esto quiere decir que las grasas son utilizadas más eficientemente que los hidratos de carbono. Del mismo modo, los datos obtenidos en los animales de experimentación, en cuyo detalle no debo entrar, demuestran que las grasas son utilizadas más eficazmente que los hidratos de carbono. Las diferencias son, sin embargo, pequeñas en la mayoría de los casos, y la utilización energética depende del contenido proteico de la dieta, según comprobaron Romsos y Clarke en 1980.
Un importante aspecto de la cuestión que nos ocupa se refiere al posible efecto de los cambios en las proporciones de grasas e hidratos de carbono de la dieta sobre el crecimiento. Este problema es de evidente importancia tanto desde el punto de vista médico como desde el punto de vista de la producción animal.
La influencia del contenido de grasas e hidratos de carbono sobre el consumo espontáneo de alimento fue estudiada, en 1976, por Fomon y colaboradores en recién nacidos de sexo masculino y de 8 a 112 días de edad. Dos dietas de idéntica densidad calórica fueron comparadas. Una de ellas derivaba el 62 por 100 de su energía de hidratos de carbono, y el 29 por 100 de grasa; la otra derivaba 34 por 100 de su energía de hidratos de carbono, y 57 por 100 de grasa. El contenido proteico era el mismo para las dos dietas y equivalía a un 9 por 100 de su valor calórico. La cantidad de alimento ingerida por kilo de peso fue la misma en ambos casos, así como el crecimiento longitudinal y la ganancia de peso.
Numerosos estudios sobre esta cuestión han sido realizados en distintas especies animales. La conclusión que se deduce de estos experimentos es que la síntesis neta de proteínas en el animal en crecimiento está determinada por factores no directamente relacionados con la oxidación de hidratos de carbono o grasas, ni con la magnitud del balance positivo de energía. La síntesis proteica durante el crecimiento demanda un cierto aporte de aminoácidos, por debajo del cual dicha síntesis disminuye, con independencia del suministro de energía no proteica. El balance positivo de energía (por encima de las necesidades de mantenimiento) y la relación de energía no proteica (hidratos de carbono: grasas) no son factores reguladores importantes de la síntesis neta de proteínas durante el crecimiento normal. Esta conclusión está de acuerdo con la derivada de las observaciones publicadas en 1980 por Elwyn y colaboradores en pacientes malnutridos, en los que es posible alcanzar balance nitrogenado con un suministro de energía cercano al balance calórico.
Y hasta aquí lo que les quería contar hoy. Muchas gracias por su atención.
Francisco Grande Covían.
Y así termina la primera parte de la conferencia. Os emplazo a escuchar la segunda parte en unos días, en la que el Dr. Grande nos hablará, entre otras cosas, del papel desempeñado por los lípidos en tanto que elementos estructurales de las células, de las necesidades de ácidos grasos esenciales, de las grasas como vehículos de vitaminas liposolubles, y de la influencia de las grasas de la dieta sobre los niveles plasmáticos de colesterol y su influencia sobre las enfermedades cardiovasculares.
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