El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.
El profesor Grande Covián nos sigue ilustrando de manera magistral sobre aspectos fundamentales de los lípidos, tales como su papel estructural en las células, las necesidades de ácidos grasos esenciales, las grasas como vehículos de vitaminas y, un tema fundamental: la importancia de la composición de las grasas ingeridas sobre los niveles de colesterol de la sangre. En este apartado, el Dr. Grande nos explica los estudios que le llevaron a él y a otros dos de sus colegas a poder derivar una ecuación que predice la modificación esperada de los niveles de colesterol sanguíneo de acuerdo con la composición en ácidos grasos de la dieta.
NECESIDADES DIARIAS DE LÍPIDOS (2)
Segunda parte de la conferencia impartida por Francisco Grande Covián a finales de los años 80.
Continuaremos la conferencia hablando del papel estructural de los lípidos.
Los lípidos, como ya se ha dicho, desempeñan un papel estructural, relacionado fundamentalmente con la edificación de las membranas biológicas, tanto las que envuelven a las células como las que rodean a los orgánulos intracelulares. Pero mientras que los lípidos que sirven como reserva de energía son fundamentalmente grasas neutras (es decir triglicéridos), los que se encuentran formando parte de las membranas biológicas son fundamentalmente fosfolípidos, tales como las lecitinas y cefalinas. Éstas y otros lípidos complejos constituyen lo que los investigadores franceses Mayer, Schaeffer y Terroin designaron como «elemento constante» para indicar que forman parte de las estructuras orgánicas y no están disponibles para ser utilizados como fuente de energía durante el ayuno.
En contra de algunas opiniones infundadas, los fosfolípidos no tienen significación particular desde el punto de vista nutritivo. Quienes atribuyen extraordinarias virtudes nutritivas a las lecitinas, por ejemplo, parecen olvidar que no son absorbidas como tales. Durante la digestión, los ácidos grasos son liberados por la acción de las fosfatidasas A y B, la base nitrogenada es liberada por la acción de una fosfodiesterasa, y el ácido glicerofosfórico resultante es desdoblado en glicerol y ácido fosfórico por la acción de fosfatasas inespecíficas existentes en las células de la mucosa intestinal.
Las células animales son capaces de sintetizar fosfolípidos a partir de sus componentes, y los fosfolípidos, como tales, no son indispensables para la nutrición de los animales. Este hecho fue demostrado por primera vez por McCollum, en 1909, como describe en sus Memorias, en 1964.
Uno de los componentes de las lecitinas, la colina, fue considerado como una vitamina, es decir un nutriente indispensable para ciertas especies animales, pero no conocemos que haya sido descrita nunca una deficiencia de colina en la especie humana. Debido a la abundancia de colina, es poco probable que las dietas adecuadas sean deficientes en colina. Tales dietas contienen entre cuatrocientos y novecientos miligramos de colina por día, y la síntesis endógena, más la cantidad suministrada por la dieta, parece suficiente para satisfacer las necesidades de dicha sustancia.
Pasemos a hablar a continuación de las necesidades de ácidos grasos esenciales.
Se admite en la actualidad que los llamados ácidos grasos esenciales linoleico y linolénico son necesarios para el normal funcionamiento de todos los tejidos animales, aunque no parece que lo sean para el desarrollo de células en cultivo (según publica Hansen, en 1986). Su presencia en la dieta es indispensable porque los animales, incluido el hombre, no son capaces de introducir enlaces dobles en la molécula de los ácidos grasos en las posiciones características del ácido linoleico y el alfa-linolénico.
El organismo animal, mediante reacciones de desaturación y elongación, es capaz de modificar el grado de saturación y el tamaño molecular de los ácidos grasos, pero no es capaz de introducir enlaces dobles en posiciones por debajo del carbono nueve, contando a partir del extremo metílico de la molécula.
El papel fisiológico de los ácidos grasos esenciales puede resumirse en dos grupos principales de funciones: estructurales y biosintéticas. Las funciones estructurales incluyen su participación en la composición de las membranas biológicas, cuyas características dependen en buena medida de las propiedades físicas de los ácidos grasos que las constituyen. Una de las manifestaciones más características de la deficiencia de ácidos grasos esenciales consiste en alteraciones cutáneas que son acompañadas por un aumento de la permeabilidad de la piel al agua.
Las funciones biosintéticas de los ácidos grasos esenciales se relacionan principalmente con la capacidad del ácido linoleico, a través de sus derivados de veinte átomos de carbono y configuración ene seis, para servir de precursor de una familia de compuestos de gran actividad biológica, que incluye las prostaglandinas, los tromboxanos y los leucotrienos.
Las necesidades de ácidos grasos esenciales de la especie humana no son bien conocidas. Se acepta que una cantidad de ácido linoleico equivalente a un uno o dos por cien de la energía total de la dieta es suficiente para el adulto; pero el comité de la FAO, en 1977, la cifra en un tres por cien de dicha energía. Volveremos sobre esta cuestión al tratar de establecer las necesidades diarias de grasa.
Abordemos ahora el asunto de las grasas de la dieta como vehículo de vitaminas liposolubles.
Cuatro de las trece vitaminas necesarias para el hombre, las llamadas vitaminas liposolubles (A, D, E y K), se encuentran habitualmente asociadas con los componentes lipídicos de los alimentos y en las grasas o aceites que forman parte de nuestra dieta. Las grasas de la dieta desempeñan, por tanto, una función nutritiva que consiste en servir de vehículo a dichas vitaminas liposolubles.
Por otra parte, la presencia de una cierta cantidad de grasa en la dieta parece ser necesaria para la absorción en el aparato digestivo de las vitaminas liposolubles y algunos de sus precursores. La utilización digestiva de los carotinoides, por ejemplo, aumenta al añadir un aceite a la dieta pobre en grasa. La absorción de los carotenos está influida por el tamaño molecular de los ácidos grasos que constituyen las grasas de la dieta, y disminuye al aumentar el tamaño de éstos. La observación clínica demuestra que los trastornos de absorción de las grasas son acompañados, en ocasiones, por manifestaciones de deficiencia de algunas de las vitaminas liposolubles.
Podría decirse, por tanto, que la dieta debe contener, por lo menos, una cantidad de grasa suficiente para satisfacer las necesidades de vitaminas liposolubles y de ácidos grasos esenciales, de las que nos hemos ocupado anteriormente. Según publica Mitre, ciertas tribus de India consumen habitualmente dietas cuyo contenido en grasa es extremadamente bajo, del orden de un dos por cien de la energía total de la dieta. Como señalan Davidson y Passmore, en 1986, aunque la salud de estos individuos no es ideal, no se han observado en ellos manifestaciones atribuibles al bajo consumo de grasa. La dieta de un adulto que ingiere diariamente 2.700 kilocalorías, por ejemplo, y cuyo contenido de grasa corresponde a un dos por cien del valor energético de la misma, contiene solamente unos seis gramos de grasa por día.
Las observaciones realizadas en Europa a la terminación de la Segunda Guerra Mundial, publicadas por Keys y colaboradores en 1950. indican que ciertas poblaciones subsistieron durante seis meses con un consumo de grasa que no excedía de tres a cinco gramos por día, sin que pudiese demostrarse en ellos la existencia de manifestaciones específicamente atribuibles al bajo consumo de grasa.
Las obras sobre recomendaciones dietéticas suelen ser muy poco explícitas en cuanto a las necesidades de grasa se refiere. Romsos y Clarke, en 1980, estiman que doscientos kilocalorías de grasa por día (unos veintidós gramos) son suficientes para satisfacer las necesidades de ácidos grasos esenciales y vitaminas liposolubles del sujeto normal. Esta cantidad corresponde a un siete coma cuatro por cien aproximadamente de la energía total de una dieta de 2.700 kilocalorías diarias, cantidad que es evidentemente mucho menor que la habitualmente consumida en los países avanzados.
Es importante recordar que el contenido de vitaminas liposolubles varía de unas grasas a otras y que depende del origen de la grasa. Las grasas de la leche y sus derivados (mantequilla, queso) contienen cantidades importantes de las vitaminas A y D, y lo mismo ocurre con los aceites de pescado. La grasa invisible de las carnes posee en general cantidades pequeñas de vitamina A. Esta vitamina no suele estar presente en los aceites vegetales. Una excepción es el aceite rojo de palma, que contiene cantidades elevadas de betacaroteno, precursor de la vitamina A. Expresado en términos de vitamina A, el contenido de betacaroteno del aceite rojo de palma es casi el doble del contenido en vitamina A del aceite de hígado de bacalao.
La vitamina E es abundante en la mayoría de los aceites vegetales, que constituyen la principal fuente de esta vitamina en las dietas habituales.
Un tema de gran importancia es el de la relación entre las grasas de la dieta y los niveles plasmáticos de colesterol y lipoproteínas en el hombre.
Mucho del interés actual por el estudio del papel de las grasas en la nutrición humana se debe a la relación que existe entre la cantidad y composición de la grasa de la dieta y los niveles plasmáticos de colesterol y lipoproteínas. Estos niveles, a su vez, están relacionados con el desarrollo de la lesión arteriosclerótica y su complicación clínica, el infarto de miocardio que, según publican Rizek y colaboradores en 1988, constituye actualmente una de las principales causas de muerte de la población masculina en los países más desarrollados.
La llamada hipótesis dietética de la arterosclerosis postula que el consumo de ciertas grasas favorece el desarrollo de la lesión arteriosclerótica, y que este efecto se debe a la influencia que la grasa de la dieta ejerce sobre los niveles plasmáticos de colesterol y su distribución entre las dos principales clases de lipoproteínas circulantes.
La incidencia de infarto coronario está relacionada con el consumo de dietas ricas en grasa, particularmente grasas saturadas.
En un estudio denominado El estudio de siete países, en el que se estudió en la población de siete países la relación entre consumo de grasa y la incidencia de infarto de miocardio y cuyos resultados fueron publicados por Keys, en 1980, se observó una relación positiva entre infarto de miocardio y consumo de grasa saturada, expresado en porcentajes del valor calórico total de la dieta.
Existe igualmente una elevada correlación entre los niveles de colesterol total del plasma y la incidencia de infarto de miocardio, demostrada unánimemente tanto en las comparaciones de distintas poblaciones como en los estudios longitudinales en grupos de sujetos examinados periódicamente durante un número de años.
Los clínicos han mostrado en el pasado cierta resistencia a admitir la posibilidad de influir sobre los niveles plasmáticos de colesterol por medios dietéticos. La primera demostración de esta posibilidad fue llevada a cabo por Schoenheimer, en 1933, en una mujer que padecía hipercolesterolemia familiar. Cuando esta paciente fue sometida a una dieta vegetariana de bajo contenido en grasa, la cifra de colesterol total mostró un descenso considerable. Puesto que la dieta vegetariana estaba, por definición, prácticamente desprovista de colesterol, dicho efecto se atribuyó a la falta de colesterol de la dieta.
Más tarde, al introducirse en Estados Unidos la dieta de arroz y fruta (dieta de Kempner) para el tratamiento de la hipertensión, se observó que dicha dieta producía un marcado descenso de los niveles plasmáticos de colesterol total. El experimento realizado por Keys y colaboradores, en 1950, utilizando esta dieta, demostró que la adición a la misma de una margarina obtenida de un aceite vegetal (y por tanto desprovista de colesterol), elevaba de nuevo el colesterol total del plasma. Esta importante observación atrajo la atención hacia el papel de las grasas de la dieta en el mantenimiento de los niveles de colesterol plasmático.
Estas y otras observaciones hicieron que los doctores Keys, Anderson y yo mismo emprendiésemos, en 1954, un estudio sistemático de las relaciones entre la composición en ácidos grasos de las grasas de la dieta y su efecto sobre los niveles de colesterol total. Los resultados de estos experimentos, cuyos detalles no debo considerar ahora, nos permitieron derivar una ecuación que permite predecir el cambio en el nivel de colesterol total producido al cambiar de una dieta a otra de distinta composición en ácidos grasos. La ecuación establece que, al cambiar de dieta, el incremento en los niveles de colesterol expresado en miligramos por decilitro aumenta en una proporción de dos coma siete veces del cambio del valor calórico de los ácidos grasos saturados de la nueva dieta, y disminuye en una proporción de una coma tres veces del cambio del valor calórico de los ácidos poliinsaturados de la nueva dieta. Estos resultados fueron publicados en 1974.
Se deduce de esta ecuación que un aumento en el contenido de ácidos grasos saturados de la dieta equivalente a un uno por cien de su valor calórico, con eliminación de una cantidad idéntica en calorías (dieta isocalórica) de hidratos de carbono, causa una elevación media del nivel de colesterol total de dos coma siete miligramos por decilitro. Del mismo modo, un aumento en el contenido de ácidos grasos poliinsaturados de la dieta equivalente a un uno por cien del valor calórico total de la misma, con eliminación de una cantidad idéntica en calorías de hidratos de carbono, causa un descenso medio del nivel de colesterol total de una coma tres miligramos por decilitro.
El efecto de los ácidos grasos monoinsaturados, tales como el ácido oleico, el principal componente del aceite de oliva, no aparece en la ecuación, porque nuestros experimentos demostraron que la sustitución de hidratos de carbono por cantidades isocalóricas de glicéridos monoinsaturados no modifica significativamente el nivel de colesterol total.
Dos hechos importantes se deducen de nuestros resultados:
El primero es que el efecto elevador del colesterol de los ácidos grasos saturados es aproximadamente el doble del efecto reductor del mismo ejercicio por ácidos grasos poliinsaturados. Por consiguiente, la forma más eficaz de rebajar el nivel de colesterol consiste en la eliminación de la dieta de las grasas saturadas.
El segundo hecho es que el efecto de una grasa sobre los niveles de colesterol total es una función lineal de la expresión dos por la cantidad de ácidos grasos saturados, ese, menos la cantidad de ácidos grasos poliinsaturados, pe, a la que llamaré dos ese menos pe. En consecuencia, grasas cuyo valor de dos ese menos pe sea igual a cero pueden ser administradas, cualquiera que sea su composición, en cualquier cantidad, sin producir cambios significativos de los niveles de colesterol total.
La comparación de dietas ricas en grasas monoinsaturadas y dietas pobres en grasa y ricas en hidratos de carbono confirma los resultados de nuestros estudios originales, demostrando que ambas dietas ocasionan niveles de colesterol total prácticamente iguales. El experimento llevado a cabo por Grundy, en 1986, empleando una dieta artificial, demuestra, además, que la dieta rica en grasas monoenoicas mantiene niveles de colesterol en lipoproteínas de alta densidad superiores a los observados con la dieta pobre en grasa. Más convincente es el experimento llevado a cabo por Mensink y Katan, aparecido en Lancet en enero de 1987. Este experimento, llevado a cabo con cincuenta y siete sujetos considerados normales, de uno y otro sexo, comparó una dieta rica en hidratos de carbono (incluyendo principalmente hidratos de carbono complejos) con una dieta rica en grasa monoinsaturada (aceite de oliva). El cambio de la dieta habitual produjo un descenso similar del colesterol total en ambos casos, pero la fracción de colesterol transportada por la lipoproteína de alta densidad (HDL) descendió significativamente con la dieta pobre en grasa y rica en hidratos de carbono complejos, mientras que se mantuvo en su nivel inicial con la dieta de aceite de oliva.
No es del caso considerar ahora el resultado de estos estudios desde el punto de vista de la prevención de la enfermedad coronaria; pero es evidente que deben ser tenidos en cuenta al tratar de establecer la cantidad y composición más conveniente de la grasa de la dieta en la dieta habitual.
Pasaré a hablar a continuación del consumo excesivo de grasa.
Aparte de los efectos nocivos que el consumo excesivo de grasa, o de ciertos tipos de grasa, puede producir en relación con el desarrollo de las enfermedades cardiovasculares, debo considerar ahora otras alteraciones de la nutrición asociadas con el consumo de dietas de elevado contenido de grasa.
La cetosis, es decir el aumento de la concentración de cuerpos cetónicos en la sangre (ácidos beta-hidroxi-butírico y acetoacético), con eliminación de los mismos por la orina y de acetona en el aire espirado, es una manifestación bien conocida en la diabetes, siendo este hecho causa del interés médico por el estudio de dicho fenómeno. Pero la cetosis no es una manifestación exclusiva de la diabetes. Se produce también en el ayuno prolongado, en cuya situación, como ya se ha señalado, el organismo deriva del ochenta al ochenta y cinco por cien de sus necesidades energéticas de la oxidación de grasa, y se produce durante el consumo de dietas con elevado contenido de grasa y pobres en hidratos de carbono.
Pero la cetosis, considerada tradicionalmente como una grave complicación de la diabetes, es, en realidad, una respuesta fisiológica beneficiosa en el sujeto normal durante el ayuno prolongado. La producción de cuerpos cetónicos por el hígado suministra un combustible que es utilizado por el cerebro, órgano que en condiciones normales utiliza solamente glucosa como fuente de energía oxidativa. Durante el ayuno, los ciento veinte gramos de glucosa que el cerebro necesita diariamente tendrían que formarse a partir de las proteínas corporales, dando lugar a una elevada destrucción de las mismas y a un acortamiento del período de supervivencia.
En el lactante alimentado al pecho, o con un preparado dietético, la grasa contribuye en un cincuenta por cien de la energía total de la dieta. Según los datos a mi disposición, que publiqué en 1980, las dietas con un contenido de grasa superior a un sesenta y seis por cien de su total valor calórico tienden a producir cetosis los niños que han superado la fase de crecimiento rápido, es decir en los mayores de un año de edad aproximadamente.
Las dietas ricas en grasa, o dietas cetógenas, han sido empleadas en la reducción de peso de sujetos obesos, y han alcanzado cierta popularidad. La literatura sobre esta cuestión es extensa y llena de errores, y la mayoría de las publicaciones coinciden en no tener en cuenta el balance energético de los sujetos. Algunas publicaciones repetidamente citadas en la literatura pretenden demostrar que una dieta hipocalórica, rica en grasa, produce una mayor pérdida de grasa corporal y una menor pérdida de nitrógeno que el ayuno absoluto. No hará falta decir que esta conclusión es incompatible con consideraciones termodinámicas elementales.
En 1968, preocupado por las conclusiones de algunas publicaciones aparecidas en la literatura, llevé a cabo un análisis crítico de tres de ellas, utilizando consideraciones de balance energético para enjuiciar la validez de los resultados. Este análisis me permitió concluir en que los resultados obtenidos eran incompatibles con elementales consideraciones termodinámicas. Los errores se debían, en su mayor parte, a las limitaciones de los métodos empleados para la determinación de los cambios de composición corporal producidos durante el experimento, muy especialmente a errores en la determinación de los cambios en el contenido corporal de agua.
Aparte de otras consideraciones, no hay pues motivo para creer que la dieta cetógena posea ventaja alguna cuando se trata de reducir el contenido de grasa corporal.
Pasaré ahora a hablar brevemente de los criterios actuales acerca del consumo de grasa.
Como se ha dicho repetidamente, el consumo habitual de grasa varía notablemente de unas poblaciones a otras, lo que indica que el organismo humano es capaz de satisfacer aquellas de sus necesidades nutritiva que dependen del aporte dietético de grasa, con cantidades muy reducida de ésta.
Parece evidente, según lo dicho anteriormente, que una cantidad d grasa equivalente a un diez por cien del valor calórico de la dieta diaria e capaz de satisfacer, con un generoso margen de seguridad, las necesidades de vitaminas liposolubles y de ácidos grasos esenciales, siempre que la dieta incluya grasas de distintos orígenes y características. En una dieta de 2.700 kilocalorías por día esto equivale al consumo diario de treinta gramos de grasa.
Pero la grasa, como se señaló, contribuye a la palatabilidad de la dieta y a su capacidad para saciar el apetito. Una dieta con sólo un diez por cien de su energía en forma de grasa resulta muy poco apetitosa para la mayoría de las personas que habitan en los países más desarrollados. Un buen ejemplo de este hecho nos lo da lo ocurrido con el consumo de grasa en Inglaterra durante la segunda guerra mundial. A consecuencia de las restricciones impuestas por la guerra, el consumo de grasa de la población británica, que entre 1934 y 1938 correspondía a un treinta y ocho por cien del valor calórico de la dieta, descendió progresivamente hasta alcanzar un nivel correspondiente a un treinta y tres por cien del valor calórico total de la dieta en 1947. En años posteriores, el consumo de grasa volvió a elevarse, alcanzando un nivel correspondiente a un cuarenta y uno por cien del valor calórico total de la dieta, en 1982.
Como señalan Davidson y Passmore, en 1986, una dieta que deriva el treinta y tres por cien de su energía de las grasas contiene, muy probablemente, más grasa de la que es necesaria para satisfacer las necesidades nutritivas que dependen del aporte dietético de grasa. Pero la dieta causó mucho descontento y fue criticada tanto por las amas de casa como por ciertos médicos, quienes culparon a la reducción del consumo de grasa de ser la causa de algunas enfermedades de la época.
Al otro extremo, y por lo dicho cuando hablé del consumo excesivo de grasa, una dieta cuyo contenido en grasa exceda de un sesenta a sesenta y cinco por cien del valor calórico total de la misma, muy probablemente producirá cetosis y, a menos que la grasa sea insaturada, dará lugar a una elevación nada despreciable del nivel de colesterol total del plasma.
En el momento actual, los consejos acerca del consumo deseable de grasa tienen como objetivo principal la prevención de la arterosclerosis coronaria y sus complicaciones clínicas. Con mayor unanimidad de la que a veces se reconoce, los organismos nacionales e internacionales recomiendan la reducción del consumo de grasa habitual, en los países desarrollados, a un nivel entre un treinta y un treinta y cinco por cien del valor calórico total de la dieta. Este nivel es prácticamente el mismo que el de la dieta consumida por la población británica al final de la guerra. Esta cantidad de grasa, como ya se ha dicho, es muy probablemente más que suficiente para satisfacer las necesidades nutritivas que dependen del aporte dietético de grasas. El problema está en la aceptación que tal dieta vaya a encontrar en la población en general.
Aparte de la reducción del consumo total de grasa, dicha reducción debe afectar principalmente al contenido de grasa saturada de la dieta, con aumento del de grasas insaturadas.
Una reducción más marcada del consumo de grasa es probablemente muy difícil de conseguir en la población en general.
Por otra parte, el efecto de las dietas ricas en hidratos de carbono reduciendo la fracción de colesterol transportado por la lipoproteína de alta densidad (HDL), del que se ha hecho mención, hace pensar que una dieta muy rica en hidratos de carbono puede no ser la más adecuada para la prevención de la enfermedad coronaria. Los recientes datos comentados indican que una dieta con contenido de grasa más próximo al habitual en los países desarrollados puede ser la más conveniente, a condición de contener principalmente grasas monoinsaturadas.
Los individuos que realizan actividad física intensa, por las razones ya indicadas, tienden a consumir dietas con un contenido de grasa del orden de magnitud semejante a la del consumo medio de grasa por la población de los países desarrollados, según se desprende de los datos obtenidos en los leñadores finlandeses. Un aumento del consumo de hidratos de carbono es útil para los deportistas que realizan ejercicios de gran intensidad y duración, pero no parece que tenga ninguna ventaja en los sujetos que realizan actividades deportivas de menor intensidad y duración y en los que realizan trabajo industrial.
Grande Covián (1980)
Y así terminaba el Dr. Grande su interesante y muy ilustrativa conferencia. Al hilo de lo que en ella se explica, creo que es de rigor mencionar que, en la actualidad, las recomendaciones de la ingesta de ácido linoleico (un ácido graso omega seis) han aumentado. La agencia europea de seguridad alimentaria las cifra en un 4% del total de calorías de la dieta, unos 11 gramos para una dieta de 2.500 kilocalorías diarias. Por su parte, la Academia de Medicina Estadounidense la cifra en un 6% de dicha cantidad de calorías, lo que supone 17 gramos. En cuanto a las necesidades de ácido alfa-linolénico (un ácido graso omega tres), la Agencia europea estima que 1,4 gramos diarios son suficientes, mientras que la agencia estadounidense eleva esa cantidad a 1,6 gramos.
Al preguntarle a Chat GPT sobre este asunto, su recomendación es cocinar con aceite de oliva, pero en las ensaladas y aderezos crudos, usar una mezcla a partes iguales de aceites, tales como oliva, girasol, un sesenta por ciento del cual es acido linoleico, omega seis, y aceite de lino, que posee una composición de ácido linolénico, omega tres, de un 55%. Siempre que comamos ensaladas habitualmente, esto permitirá cubrir de sobra las necesidades nutricionales de ácidos grasos esenciales, tan importantes para nuestro cerebro y para la salud cardiovascular.
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