Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.
Las historias de amor están escritas hasta en las piedras. La Naturaleza viva es tan poderosa, tan resistente, que ha inventado sistemas ingeniosos para multiplicarse y poblar todo el planeta. Uno de los inventos más notables es el sexo. Cabría pensar que lo que puede hacer uno solo tiene más probabilidades de éxito que aquello que necesita del entendimiento entre dos pero, curiosamente, esas dificultades han espoleado la evolución y han permitido llegar hasta formas de vida muy complejas, como la nuestra.
El invento del sexo se remonta mucho tiempo atrás en la historia de la vida en este planeta. Lo malo es que el sexo no fosiliza, así que los científicos tienen que buscar las huellas en los lugares más escondidos.
Uno de esos lugares está en Gogo, al noreste de Australia, una región que guarda celosamente los restos de las criaturas que vivieron en la Tierra hace más de 350 millones de años. Por aquel entonces, si hubiéramos visto nuestro planeta desde el espacio, nos habría parecido estar ante un mundo alienígena. Un enorme océano ocupaba gran parte del hemisferio norte mientras que en el sur las tierras emergidas se aglutinaban formando un enorme continente.
En un mar extenso, poblado por peces exóticos, que se desplazaban perezosamente protegidos por grandes placas óseas, se acumulaban los sedimentos. De cuando en cuando, el cadáver de una criatura descendía hasta el fondo y quedaba enterrado para siempre. Uno de esos cadáveres durmió para siempre el sueño de los justos hasta que un grupo de investigadores dirigidos por John Long del Museo Victoria de Melbourne, lo sacó a la luz.
El fósil mostraba los esqueletos de dos criaturas, una mucho más pequeña que la otra. La mayor mostraba una cabeza con mandíbulas poderosas armadas de afilados dientes, un cuerpo con placas óseas, huesos y aletas, la más pequeña, de la misma especie, estaba situado dentro del abdomen del mayor, conectado con lo que parecía ser el resto fósil de un cordón umbilical.
Materpiscis (madre pez) fue el apropiado nombre con el que bautizaron los científicos a la madre preñada más antigua que se conoce. Los 380 millones de años transcurridos desde su muerte no habían logrado borrar de la faz de la Tierra a esta criatura gestante entre cuyos restos se podía distinguir una masa amorfa, que podría ser los restos del saco embrionario. Por si esta fuera poca evidencia, otro fósil de la misma zona contiene los restos de tres embriones en su interior.
Los expertos piensan que estos peces ya disfrutaban del sexo porque, a la evidencia de los embarazos, se une el hecho de que los machos tenían las aletas pélvicas modificadas, a semejanza de los órganos de penetración que actualmente usan los tiburones para depositar el semen en el interior de las hembras. Pero, a juzgar por los restos fósiles, los compañeros de Materpiscis tenían su órgano reproductor protegido por placas óseas y adornado con espinas, más parecía un arma letal que un instrumento amoroso.
Si la historia real de la evolución del sexo se pierde en el tiempo, nuestro conocimiento sobre los mecanismos biológicos que conectan el sexo con la reproducción también tiene su particular historia. Ulises nos la cuenta hoy.
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