Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.
Las matemáticas son, a veces, muy curiosas, especialmente cuando intentamos imitar con ellas ciertos comportamientos de la naturaleza. Hoy Ulises habla del sonido y de cómo nuestro sentido auditivo lo capta y mide. Comienza su relato con una afirmación difícil de creer: 40 + 40 = 43.
Las ondas sonoras son ondas de presión y se propagan en cualquier medio material, ya sea sólido, líquido o gaseoso. Escojamos, para las explicaciones, el medio más común para nosotros, el aire. El aire está formado por moléculas de distintas sustancias en perpetuo movimiento, moléculas de oxígeno, de nitrógeno, de agua, etc. Cada molécula se comporta como una diminuta pelota que se mueve de un lado a otro a velocidades que, por término medio, superan los 340 metros por segundo.
A golpe de tambor
Imaginemos que tenemos un tambor y lo golpeamos con fuerza. Al golpear, la membrana del tambor se abomba hacia abajo y, como consecuencia, se hace un pequeño vacío en el aire que tiene encima. A continuación, la membrana se recupera y se mueve en sentido contrario comprimiendo el aire. Esas sucesivas compresiones y descompresiones se transmiten por el aire porque unas moléculas empujan a las otras, como la ola de espectadores en un campo de fútbol o como las ondas producidas al tirar una piedra al agua. La diferencia es que las “ondas de presión” creadas por la membrana del tambor se desplazan en las tres dimensiones del espacio.
Básicamente, eso es el sonido, ondas que se desplazan por el aire. Si la presión la ejercemos sobre el agua sucede lo mismo, pero, como sus moléculas están más próximas, el sonido generado se desplaza más rápido, unos 1.500 metros por segundo. Y si golpeamos un pedazo de hierro, la onda sonora es aun más veloz, viaja a más de 5.000 metros por segundo. Por eso, si se quiere saber con suficiente antelación cuando se acerca un tren sólo hay que aplicar la oreja a los raíles de la vía, lo hemos visto muchas veces en las películas de indios.
Una onda sonora tiene dos aspectos interesantes a tener en cuenta: la intensidad y la frecuencia. Para obtener con el tambor una onda sonora de mayor intensidad sólo tenemos que golpearlo más fuerte. La frecuencia indica el número de vibraciones de la mebrana por segundo y es la que nos permite distinguir entre sonidos agudos, una vibración rápida, y graves, una lenta.
Infrasonidos y ultrasonidos
Un oído sano y sin problemas puede oír sonidos cuya frecuencia esté entre las 20 vibraciones por segundo y las 20.000 (por supuesto las cifras exactas varían de una persona a otra), es decir, entre los 20 hercios y los 20 kilohercios. Todo sonido cuya frecuencia sea inferior a la mínima no la podemos oír, son “infrasonidos”. Los sonidos de frecuencias más altas de 20.000 Hz, tampoco los podemos oír y se llaman “ultrasonidos”. Muchos animales pueden escuchar frecuencias más altas que nosotros. Un caso excepcional es el murciélago quien no sólo es capaz de escuchar frecuencias de 100.000 hercios sino que las emite y capta su eco, la naturaleza le ha proporcionado un radar sónico natural que le permite capturar a sus presas en la oscuridad.
Nuestro oído es un detector extraordinariamente sensible para la intensidad del sonido, es decir, puede detectar sonidos muy débiles (como la caída de una hoja) o muy fuertes (como el atronador sonido de un reactor a reacción a corta distancia). Entre un extremo y otro hay diferencias enormes. La intensidad de sonido más alta que la mayoría de las personas puede soportar por breves periodos de tiempo, sin sufrir daños físicos, es, aproximadamente, un billón de veces mayor que la intensidad más baja que puede percibir. Es una gama extensísima y si nuestro oído respondiera por igual a todas las posibilidades, probablemente nos volveríamos locos. Para suerte nuestra, la naturaleza ha inventado una forma peculiar, y eficaz, de responder a las distintas intensidades del sonido sin que ello suponga ningún peligro para nosotros.
La intensidad sonora de un pasaje fortísimo de una sinfonía puede ser entre cien mil y un millón de veces mayor que un pasaje pianísimo. Sin embargo, nuestra sensación es muy distinta, si nos preguntaran por la diferencia de intensidad, responderíamos que un pasaje es, como mucho, entre cinco y diez veces más fuerte que el otro. ¿A qué se debe esa percepción tan particular?. La repuesta es que la percepción fisiológica es tan curiosa que no suma sino que … multiplica. Si su respuesta fuera lineal asignaría igual valor al intervalo entre 0 y 10 que al intervalo entre 1000 y 1010, pero no es así. La realidad es que nuestro oído trata de manera semejante a un intervalo entre 0 y 10 que a otro entre 1000 y 10.000. Ante esa peculiar respuesta, los científicos decidieron medir la sensación sonora con una escala matemática que crece de igual modo: La escala logarítmica. La unidad de esa escala es el “belio”, aunque generalmente, para complicar más las cosas, se usa la décima parte de él: el decibelio.
40 + 40 = 43
Repasemos algunos sonidos conocidos y su traducción a la escala. El murmullo apagado de una biblioteca puede tener una intensidad de 30 decibelios, una conversación normal en voz alta o el ruido del tráfico promedio suele ser 1.000 veces más fuerte, sin embargo, en la escala que estamos utilizando, se traduce en 60 decibelios. Un martillo neumático puede alcanzar 120 decibelios, pero genera un ruido 1.000.000 de veces más potente que el de una conversación. Así pues, en esta escala, si multiplicamos la intensidad del sonido por diez produce un aumento de diez decibelios, si la multiplicamos por 100, aumenta en 20 decibelios, pero al multiplicarla por dos, la medida sube tan solo tres decibelios. Por esa razón, en cuanto al sonido se refiere, 40 mas 40 son… 43. Y en este caso… las matemáticas no fallan.Como complemento a las explicaciones de Ulises, les invitamos a escuchar la entrevista con don Plácido Perera, miembro de la Sociedad Española de Acústica.
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