Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.
La especie humana ha logrado comunicarse más rápido, más lejos y de forma más completa que ninguna otra sobre el planeta Tierra. Si analizamos detenidamente cualquier conversación telefónica entre personas situadas en distintos continentes, veremos que, sin que ninguno de los dos interlocutores lo haya notado, sus voces, convertidas en señales electromagnéticas, viajan más de 70.000 kilómetros para llegar a los oídos de cada interlocutor. Cuando uno habla, sus palabras codificadas recorren los cables telefónicos o surcan el aire hasta repetidores cercanos, y desde allí saltan espacio exterior hasta rebotar en un satélite de comunicaciones situado a decenas de miles de kilómetros de distancia, después vuelven por un camino similar hasta el otro interlocutor. Todo en apenas unas décimas de segundo. Una proeza digna de los relatos de ciencia ficción, hace tan solo unas décadas.
En 1945, un famoso escritor de ciencia-ficción, llamado Arthur Clarke, sugirió la posibilidad de colocar tres satélites en órbita geoestacionaria para comunicar toda la Tierra. Una sugerencia que era muy atrevida, si se tiene en cuenta que aún faltaban doce años para que surcara el firmamento el primer ingenio espacial fabricado por el ser humano. Pero la idea tenía lógica, porque la física de Newton era suficiente para calcular teóricamente la velocidad a la que un satélite espacial debe surcar el cielo para mantenerse en órbita, aunque aún no se hubiera logrado.
Una objeto que orbite la Tierra a 300 kilómetros de altura, como por ejemplo la Estación Espacial Internacional, debe moverse muy rápido, si no quiere caer, tan rápido, que solamente emplea una hora y media en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra. Cuanto más alta se sitúe la órbita de un objeto, más tiempo empleará en circunvalar nuestro planeta. La Luna, por ejemplo, se encuentra, por término medio, a 384.000 kilómetros de la Tierra y tarda algo más de 27 días en dar una órbita completa.
Es fácil deducir que debe existir una órbita en la cual un satélite tardaría, exactamente, 24 horas en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra. Exactamente el mismo tiempo que empleamos todos los que estamos sobre su superficie. Si esa órbita estuviera situada en el plano del Ecuador Terrestre, sería tan especial que, si pusiéramos allí un foco de luz suficientemente potente, la observaríamos inmóvil sobre el cielo, siempre en la misma posición sobre el horizonte, tanto de noche como de día. Esa distancia mágica está a algo menos de 36.000 km sobre la superficie terrestre y la órbita se denomina “geoestacionaria” o también “Cinturón de Clarke”.
En 1957 comenzó la era espacial con el lanzamiento del primer Sputnik por la entonces Unión Soviética. A partir de aquel momento, la idea de colocar satélites en la órbita geoestacionaria ya no resultó tan descabellada. Apenas dos décadas después de Clarke lo propusiera, sus ideas se hicieron realidad.
La ventaja fundamental de un satélite de comunicaciones en una órbita geoestacionaria es que, dada su posición fija en el firmamento, podemos orientar una antena parabólica hacia él y utilizarlo para comunicarnos con el resto del mundo, sin necesidad de moverla. Lógicamente, un único satélite no podría comunicarnos con alguien situado en nuestras antípodas, para eso es necesario contar, como proponía Clarke, con un mínimo de tres satélites equidistantes entre sí. Así la señal enviada a uno de ellos puede ser renviada a otro y éste la puede enviarla de nuevo a Tierra alcanzando a cualquier persona situada bajo el horizonte.
No obstante, no es fácil mantener un satélite en órbita geoestacionaria, porque una vez alcanzado su lugar de operación, el satélite se mueve. Es inevitable. Existen multitud de fuerzas que influyen en su trayectoria: La gravedad de la Tierra, que no es uniforme, porque no es exactamente esférica ni sus masas están uniformemente distribuidas; la masa del satélite, que tampoco es homogénea; la atracción de la Luna y el Sol que provocan movimientos de marea; el viento solar, la temperatura, los impactos de micro meteoritos, etc. Todos esos factores hacen que la posición del satélite esté cambiando continuamente. Si esos movimientos no lo hacen salirse de una caja imaginaria de 75 kilómetros de lado, todo va bien. Pero si se sale de ahí, hay que encender un motor, que lleva incorporado, y hacerlo volver. Cada una de esas maniobras va consumiendo energía y, con el tiempo, el combustible almacenado en el satélite se acaba. Ese es el final de su vida. Cuando ya no es posible mantenerlo en su lugar, se aleja de su posición y vaga por el espacio formando parte de una basura cósmica cada vez más abundante y peligrosa.
Actualmente hay más de 400 satélites en órbita geoestacionaria.
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