Buscando "Bacterias"
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A lo largo de los capítulos anteriores dedicados al Sistema Inmunitario Jorge Laborda ha hablado de las barreras exteriores que nos protegen, la piel y las mucosas; de primeras fuerzas de combate que intervienen cuando estas barreras son superadas, formadas por células y por un amplio espectro de moléculas que crean una verdadera guerra química contra los invasores. A medida que la invasión avanza, el sistema inmune despliega señales de alarma, sistemas de comunicaciones y células que capturan al enemigo y presentan sus restos para desarrollar armas específicas contra ellos. Así llegamos hasta lo que se conoce como inmunidad adaptativa, porque se adapta al enemigo concreto y elabora armas específicas contra él. En el capítulo anterior hablamos de los linfocitos B y sus armas, los anticuerpos. Con la pandemia generada por el coronavirus SARS-CoV-2 se han hecho populares los “tests de anticuerpos” para averiguar si tenemos defensas contra el virus ¿Qué muestra ese test y cómo funciona? La respuesta requiere la presentación de otro protagonista. El linfocito T.
El queso, además de sabroso, aporta una gran cantidad de nutrientes muy importantes para el crecimiento, en particular el calcio. La capacidad de fabricar queso permite alargar enormemente la vida útil de la leche, lo cual pudo conferir una ventaja nutritiva importante a las tribus y culturas que inicialmente fueron capaces de fabricarlo. Pero, ¿quiénes fueron los que nos trajeron el queso?
Las células fagocíticas del sistema inmune fagocitan, es decir, ingieren a los microorganismos para destruirlos y, por tanto, no solo no pretenden impedir que los microorganismos las invadan, sino que activamente los detectan y los introducen en su interior, con el consiguiente peligro para ellas, si algo marcha mal. Y algo puede marchar mal. Muchos de los microorganismos ingeridos por los fagocitos han desarrollado mecanismos que les permiten evadir la digestión, lo que les capacita, a su vez, para establecerse y vivir cómodamente en el interior de las células que los ingirieron. El conocimiento en profundidad de estos procesos puede ser importante para ayudar a vencer a las infecciones, tal vez con fármacos que los potencien.
Hoy, en Vanguardia de la Ciencia viajamos en el tiempo hasta los momentos más arcaicos de la historia terrestre, aquellos en los que la corteza comenzó a solidificarse hasta convertirse en el suelo que hoy pisamos. Les invitamos a viajar a la Antártida por partida doble, un primer viaje servirá para hacernos una idea de la inmensidad de esos parajes helados y, la segunda parte, nos acompañará Inmaculada Serrano, investigadora del Instituto Andaluz de Geofísica, quien ha vuelto recientemente de la Base Antártica española “Gabriel de Castilla” donde ha participado en el estudio de la Actividad sismovolcánica en la Isla Decepción.
Hasta la fecha, la única teoría global de la Inmunología, propuesta por el premio Nobel australiano Frank Macfarlane Burnet (1899-1985), mantenía que el sistema inmunitario de los animales protegía de las infecciones y ataques parasitarios porque era capaz de distinguir a nivel molecular entre lo propio y lo extraño. Sin embargo, desde sus inicios, algunos datos ya no eran coherentes con ella. En primer lugar, el sistema inmune puede atacar al propio organismo, lo que causa enfermedades autoinmunitarias crónicas y, además, el sistema inmune, en ocasiones, no ataca a lo extraño, como a las bacterias que pueblan la flora intestinal, o las células fetales que penetran en la sangre de la madre durante la gestación. Ahora, tres estudiosos, un físico, un filósofo y un biólogo, proponen una teoría inmunológica alternativa.
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