El conocimiento científico crece gracias a la labor de miles de personas que se esfuerzan, hasta el agotamiento, por encontrar respuestas a los enigmas que plantea la Naturaleza. En cada programa un científico conversa con Ángel Rodríguez Lozano y abre para nosotros las puertas de un campo del conocimiento.
Mi abuelo era un experto midiendo tierras. Se colocaba en un vértice del terreno y comenzaba a caminar, dando zancadas, hasta el otro extremo de la finca. Sus labios se movían al unísono con sus pies mientras contaba los pasos, uno tras otro. Era maravilloso ver la exactitud con la que controlaba cada zancada, sorteando las irregularidades del terreno. Después, daba su veredicto y el lugareño que había pedido sus servicios aceptaba el dato sin rechistar.
Así es como el ser humano, mucho antes de mi abuelo, comenzó a tener conciencia de las dimensiones de su entorno. Pero no todos eran tan hábiles como mi abuelo, ni tan justos a la hora de medir, así que surgió la necesidad de una medida de longitud que fuera idéntica para todos y, al mismo tiempo, comparable en tamaño a nosotros, el metro. Con el metro y unos conocimientos elementales de matemáticas medimos prácticamente todo lo que podemos tocar, desde un elefante hasta una pulga. Si el objeto es muy grande, un rascacielos por ejemplo, multiplicamos el metro por 10, si es pequeño, lo dividimos por 10 para obtener unidades menores.
Así, dividiendo una y otra vez, hemos ido descendiendo en la escala. Una canica o la tecla del ordenador las medimos en centímetros, dividiendo el metro dos veces por 10, y la expresamos de dos formas diferentes: añadiendo ceros después de la coma (0,01 m) o, como hacen los científicos, poniendo 10-2 m. Por este método medimos un piojo (0,001m o 10-3 m) o el punto de la "i" (0,0001m o 10-4m). Hasta ahí, más o menos, llega nuestro sentido de la vista y termina el mundo de nuestros tatarabuelos.
Hacia arriba, hacemos lo contrario, multiplicamos por 10 y vamos añadiendo ceros o poniendo potencias positivas. El árbol más alto del mundo ronda los 100 m o 102 m, las distancias que recorre un coche se miden en kilómetros (1000m o 103m) y, una vez más, el mundo de los sentidos encuentra el límite. La Luna, el Sol y las estrellas escapan a nuestra capacidad intuitiva de medir.
Sin embargo, la Naturaleza nos ha permitido llegar mucho más lejos al proporcionarnos un cerebro grande e ingenioso, capaz de superar las limitaciones de nuestros sentidos. Un cerebro que ha desarrollado un método, el Método Científico, que ha resultado idóneo para proporcionarnos formas de medir distancias hasta los confines del Cosmos. Así hemos ido creciendo a lo grande, añadiendo ceros en una cantidad tan sorprendente como difícil de abarcar. ¡Quién puede hacerse una idea de una distancia así: 250000000000000000000m (2,5 1020 )! Ése es el trecho que nos separa del centro de la Vía Láctea, un lugar relativamente cercano si queremos acercarnos a los cúmulos de galaxias y otros objetos más lejanos del Universo (1025m). ¿Realmente podemos abarcar una inmensidad semejante?
Mirando al otro extremo de la escala, el Universo escapa una vez más a nuestra realidad cotidiana. Descendemos hasta el mundo de lo diminuto, donde las células son inmensas galaxias de átomos, los átomos intangibles nubes de electrones que rodean a núcleos ridículamente pequeños, cargados de protones y neutrones formados, a su vez, por quarks. Hablamos de distancias ínfimas, con muchos ceros tras la coma: 0,0000000000000001m o 10-15m.
Entre el mundo de los quarks y el de los cúmulos de galaxias hay 40 órdenes de magnitud, 40 ceros. Unas cifras impresionantes que nos llevan a preguntarnos:
¿Cabe el Universo en nuestro cerebro de mono?
A esta pregunta intenta dar respuesta nuestro invitado de hoy, Antonio Mampaso astrofísico y director de un grupo de investigación sobre el medio interestelar en el Instituto de Astrofísica de Canarias.
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