El conocimiento científico crece gracias a la labor de miles de personas que se esfuerzan, hasta el agotamiento, por encontrar respuestas a los enigmas que plantea la Naturaleza. En cada programa un científico conversa con Ángel Rodríguez Lozano y abre para nosotros las puertas de un campo del conocimiento.
Nació en el pequeño municipio asturiano de Colunga, el 28 de junio de 1909 y murió otro 28 de junio de 1995. Ahora que se cumplen 115 años de su nacimiento, dos de sus alumnos, muy conocidos por todos vosotros, Miguel Pocoví Mieras y Jorge Laborda, han propuesto dedicar un homenaje muy especial a su maestro.
Para ello hemos dividido el programa en tres apartados. En primer lugar, Miguel Pocoví, presidente de la Fundación Grande Covián, habla de la vida y obra del investigador y nos ofrecerá una imagen entrañable del que fue su maestro. A continuación, como los escritos de Grande Covían siguen siendo de rabiosa actualidad, hoy os ofrecemos uno de ellos que lleva por nombre: : “Mitos de la Alimentación”, leído, gracias al esfuerzo de Jorge Laborda, por la voz de Grande Covián recuperada gracias a la Inteligencia artificial.Y, para terminar, el propio Jorge Laborda explicará cómo ha sido posible recuperar la voz de su maestro y los detalles de ese trabajo.
A continuación transcribimos el texto original del escrito “Mitos en Alimentación” de Francisco Grande Covián.
Mitos en alimentación
La creencia en una relación entre la alimentación y la conducta humana, tanto en su aspecto físico como en su comportamiento moral, está firmemente arraigada en la mente del hombre. No es sorprendente que nuestros remotos antepasados bebiesen la sangre, o comiesen el corazón de sus presas, con la esperanza de adquirir la agilidad, el valor o la fuerza que a ellos atribuían. Lo sorprendente es que muchas creencias primitivas, más o menos modificadas, persisten todavía y son vigorosamente defendidas, a pesar de haber sido rotundamente desautorizadas por los conocimientos de la moderna ciencia de la nutrición.A mediados del siglo pasado, el gran químico alemán Justus von Liebig (1803-1873), una de las figuras más eminentes y respetadas en la historia del conocimiento científico de la nutrición, pensó que la energía necesaria para realizar esfuerzo muscular procedía de la degradación de los propios componentes de la musculatura, específicamente las proteínas. Liebig prestó así apoyo a la creencia popular según la cual el consumo de grandes cantidades de carne, como fuente de proteínas, es necesario para las personas que realizan actividad física intensa. Poco después de haber publicado Liebig estas ideas en su famoso tratado Química animal, publicado en 1843, un médico inglés, el doctor Edward Smith, llevó a cabo un detallado estudio de la cuestión en los presos de la prisión de Coldbathfields. Midiendo el contenido en nitrógeno de los alimentos, como índice de su contenido proteico, y el nitrógeno urinario como índice de la degradación proteica en el organismo, observó que la eliminación urinaria de nitrógeno estaba determinada por el contenido proteico de la dieta; pero no guardaba relación alguna con el nivel de actividad física de los reclusos.
En 1865, Fick y Wislicenus comprobaron en Suiza la exactitud de las observaciones de Smith. Se sometieron a sí mismos a una dieta desprovista de proteínas, y observaron que la eliminación urinaria de nitrógeno era igual cuando permanecían en reposo, cuando escalaban uno de los picos de los Alpes Berneses, de 1.156 metros de elevación, y en los días siguientes a la ascensión.
Finalmente, el investigador estadounidense Chittenden (1856-1943), en su clásica obra Economía fisiológica en nutrición (1904), demostró que el consumo de dietas con un contenido proteico inferior a la mitad de las contenidas en su dieta habitual era perfectamente compatible con el mantenimiento de la capacidad física de los miembros del equipo atlético de la Universidad de Yale, y que los efectos del entrenamiento eran iguales en los sujetos que consumían dietas de alto o bajo contenido proteico.
A pesar de estos estudios, y de docenas de otros con resultados semejantes, algunos entrenadores de equipos atléticos insisten todavía en atiborrar de carne a sus entrenados, con la vana esperanza de favorecer su desarrollo muscular y su capacidad física.
El entusiasmo por la carne como medio de incrementar la capacidad física tiene su contrapartida en la aversión que por ella sienten algunos vegetarianos. La dieta vegetariana ha sido practicada desde tiempos muy remotos, y ha sido adoptada por ciertas religiones en la creencia de que el consumo de carne estimula las «pasiones animales» y se opone, por tanto, al desarrollo de la espiritualidad, la tolerancia y el pensamiento filosófico contemplativo. Esta parece ser la principal razón esgrimida por los miembros del movimiento vegetariano inglés, que alcanzó notable auge a comienzos del siglo pasado. Como señalan Drummond y Wilbraham en su magnífico estudio histórico de la dieta inglesa (2.ª ed. 1957) «No pocos pensaban, como el poeta Shelley, que la dieta vegetariana produce salud y virtud, mientras que los alimentos de origen animal conducen a la enfermedad, la superstición y el crimen.»
El movimiento vegetariano inglés tuvo pocos seguidores en Francia. He aquí lo que acerca de él escribe el químico francés Payen (1795-1871), uno de los iniciadores del estudio químico de las enzimas, en su libro sobre las sustancias alimenticias (4. ed., 1865). «Mientras tanto en Inglaterra, ese país de excéntricos, se ve una hermosa y progresiva civilización que se mueve en todas direcciones, acompañada a veces por la barbarie. Una secta numerosa tiende a excluir la carne de los animales del régimen alimenticio de la población; predican con el ejemplo y hacen algunos prosélitos.»
Uno de los principales promotores del vegetarianismo en Estados Unidos fue Sylvester Graham (1794-1851), vigoroso defensor del consumo de pan integral elaborado con harina de trigo groseramente molida y conteniendo todas las estructuras del grano. Todavía se venden en Estados Unidos la harina Graham y las galletas Graham, elaboradas con dicha harina. El libro de Graham Lecciones sobre la ciencia de la vida humana (1839) contiene algunas afirmaciones inadmisibles, aunque quizá disculpables por la falta de conocimientos en la época en que fue escrito. Es más difícil encontrar disculpa para afirmaciones tan extraordinarias como la siguiente: «La enorme maldad, la terrible violencia y las atrocidades de la humanidad que precedieron al diluvio, son fuerte indicación, si no son prueba, del consumo excesivo de alimentos de origen animal.»
La dieta exclusivamente vegetariana puede ser adecuada para el adulto si se tienen en cuenta sus dos principales limitaciones: el bajo valor biológico de la mayoría de las proteínas vegetales y su carencia en vitamina B12. El valor nutritivo de las proteínas depende de su contenido en ciertos aminoácidos que por no ser sintetizados por nuestro organismo necesitamos recibir con los alimentos, y que denominamos aminoácidos indispensables. La gran mayoría de las proteínas vegetales carecen —o tienen un bajo contenido en ellos— de alguno de estos aminoácidos. Pero las proteínas vegetales difieren unas de otras en el aminoácido o aminoácidos que se encuentran en proporción insuficiente. Es pues posible mezclar proteínas vegetales diferentes, y obtener una mezcla que contenga cantidades adecuadas de todos los aminoácidos indispensables que nuestro organismo necesita. Un ejemplo bien conocido de este fenómeno, que denominamos «suplementación», es la mezcla de cereales y leguminosas.
Las proteínas de los cereales tienen un bajo contenido del aminoácido indispensable lisina, que se encuentra en elevada proporción en las proteínas de las leguminosas. El problema es más difícil en el caso del recién nacido, que no sólo necesita una mayor cantidad de proteínas que el adulto por unidad de peso, sino también un mayor aporte proporcional de aminoácidos indispensables. Las necesidades de aminoácidos indispensables del recién nacido son unas nueve veces mayores que las del adulto (por unidad de peso) y es difícil conseguir una mezcla de proteínas vegetales capaz de satisfacer estas demandas. Dado que las proteínas contenidas en los alimentos de origen animal son en general más ricas en aminoácidos indispensables que las de origen vegetal, no es difícil comprender que la suplementación de una dieta vegetariana con alimentos de origen animal sea una manera eficaz de resolver el problema. Las dietas lacto-ovo-vegetarianas son, en términos generales, perfectamente satisfactorias desde este punto de vista.
En los últimos años, estudios muy detallados en individuos pertenecientes a grupos religiosos que practican el vegetarianismo en Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia han demostrado que su vida media es ligeramente superior a la de la población en general. Esto se debe, en parte al menos, a la disminución de la mortalidad atribuible a causas como el infarto de miocardio. Por otra parte, es preciso tener en cuenta que estas personas no beben ni fuman, y son de costumbres morigeradas. Es pues difícil determinar en qué medida podemos atribuir su mayor esperanza de vida solamente a sus hábitos alimenticios. Mucho mayor es la dificultad que se presenta cuando se trata de atribuir la virtuosa conducta de los miembros de estos grupos religiosos a sus hábitos alimenticios. A pesar de las numerosas investigaciones que en la actualidad se realizan acerca de las relaciones entre alimentación y conducta, los datos que poseemos no son suficientes para deducir conclusiones definitivas. Aun en casos en los que parece existir una asociación entre algunas alteraciones de la conducta y el consumo habitual de ciertos alimentos, no es posible demostrar de modo convincente el papel causal de éstos. Los propios investigadores afirman unánimemente que es prematuro intentar introducir cambios en la dieta habitual con objeto de modificar la conducta. Muy recientemente, se han hecho públicas en Estados Unidos manifestaciones en este sentido.
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