El quilo, con “q” es el líquido formado en el duodeno (intestino delgado) por bilis, jugo pancreático y lípidos emulsionados resultado de la digestión de los alimentos ingeridos. En el podcast Quilo de Ciencia, realizado por el profesor Jorge Laborda, intentamos “digerir” para el oyente los kilos de ciencia que se generan cada semana y que se publican en las revistas especializadas de mayor impacto científico. Los temas son, por consiguiente variados, pero esperamos que siempre resulten interesantes, amenos, y, en todo caso, nunca indigestos.
Una vez más, la fundación Grande Covián, Ángel Rodríguez Lozano, y quien os habla, os ofrecemos un episodio de Quilo In Memoriam, en honor del ilustre científico español Francisco Grande Covián, a quien, como sabéis, he podido recuperar su voz y estilo narrativo gracias a la inteligencia artificial. Encontraréis más información sobre su legado en el programa de la serie Hablando con Científicos, dedicado a su figura
Artículo del Dr. Grande Covián.
Composición corporal y balance de energía.
Debo comenzar recordando que el organismo humano no es una excepción del primer principio de la termodinámica, o principio de la conservación de la energía, enunciado por Julius Robert Mayer, en 1842. Esto quiere decir que el organismo humano, como el de todos los seres vivos, no es capaz de crear ni destruir energía; sólo puede transformar unas formas de energía en otras. No debe olvidarse pues que, como escribe Lehninger en su conocido tratado Bioenergética: «No hay vitalismo ni magia negra capaz de hacer que los organismos vivos puedan evadirse de la naturaleza inexorable de los principios termodinámicos.» Insisto en ello porque si lo que leemos en algunos anuncios fuese cierto, tendríamos que dudar de la validez de dichos principios.
La grasa, según sabemos, es la principal reserva de energía del organismo humano. El consumo habitual de dietas cuyo valor calórico es superior a las necesidades de energía del sujeto conduce inevitablemente al almacenamiento de la energía ingerida en exceso en forma de grasa corporal. El exceso de grasa corporal, la obesidad, es la consecuencia de un balance positivo de energía que, como afirma Garrow, sólo puede corregirse invirtiendo la situación, es decir, estableciendo un balance negativo de energía. Dicho de otra manera, consumiendo una dieta de valor calórico inferior al de las necesidades de energía del sujeto.
Es indudable que existen personas que tienen tendencia a ganar peso aun cuando consuman dietas, al parecer, de bajo valor calórico. Pero cualquier explicación de este hecho que podamos imaginar tiene que ser, necesariamente, compatible con el principio de conservación de la energía.
Generalmente, establecemos el diagnóstico de obesidad mediante la medida del peso y la talla del sujeto, utilizando tablas construidas con datos de sujetos a los que se considera normales. Dejando aparte los errores de algunas de estas tablas, debo recordar que la información así obtenida sólo nos dice que el sujeto en cuestión tiene un peso superior al de una persona de la misma talla, edad y sexo, considerada normal por la tabla. Pero no nos informa de la composición del exceso de peso. Es verdad que, en general, un individuo con exceso de peso posee también un exceso de grasa corporal. Pero cuando definimos la obesidad como exceso de grasa corporal, y no simplemente como exceso de peso, necesitamos saber cuál es el contenido de grasa corporal para poder compararlo con el que consideramos «normal». El peso corporal es un índice útil, pero no debemos olvidar sus limitaciones. Cuando una persona gana, o pierde, peso, no sólo gana o pierde grasa; otros componentes corporales experimentan también cambios, que necesitamos conocer.
Poseemos en la actualidad métodos que nos permiten medir con cierta aproximación la cantidad de grasa de una persona, así como los cambios que su contenido de grasa experimenta cuando modificamos su balance de energía. Estos métodos son de utilidad no sólo para un preciso diagnóstico de la obesidad; lo son también para enjuiciar la eficacia de las medidas empleadas para su tratamiento. Creo, por ello, que es de interés recordar brevemente el desarrollo histórico de estos métodos.
Métodos para la determinación de la composición corporal
Hacia 1941, con la entrada de Estados Unidos en la segunda guerra mundial, el doctor Albert Richard Behnke, entonces capitán médico de la marina estadounidense, tenía a su cargo el reconocimiento de los reclutas llamados a servir en ella. Para su sorpresa, se encontró con que el boxeador Joe Louis, y algunos atletas estadounidenses bien conocidos, debían ser rechazados porque su elevado peso corporal, en relación con su talla, les clasificaba como obesos. Acertadamente, pensó Behnke que el elevado peso de estos individuos se debía a su gran desarrollo óseo y muscular, pero no necesariamente a un elevado contenido de grasa corporal.
Con este motivo, recordó Behnke la conocida historia de Arquímedes y la corona del rey Hierón de Siracusa. Se cuenta que el rey había ordenado construir una corona de oro; pero sospechó que los orfebres se habían quedado con parte del oro, poniendo plata en su lugar. Acudió entonces a Arquímedes para que calculase la proporción de plata y de oro en la corona, quien resolvió el problema determinando la densidad de la misma. Por fortuna para Arquímedes, las densidades del oro y de la plata son muy diferentes. Un mililitro de oro pesa 19,3 gramos, mientras que un mililitro de plata sólo pesa 10,5 gramos. De este modo estableció un método general, que permite determinar la proporción en que se encuentran los componentes de una mezcla de dos sustancias, si se conoce la densidad de cada una de ellas y la densidad de la mezcla.
Indudablemente, la medida de la grasa contenida en el cuerpo humano es bastante más complicada que en el caso resuelto por Arquímedes. En primer lugar, la diferencia entre las densidades de la grasa y la de la suma de los componentes no grasos del organismo humano (0,9007 y 1,100 gramos por mililitro, respectivamente), es muchísimo más pequeña que la diferencia entre las densidades del oro y la plata. En segundo lugar, como ya he señalado, cuando una persona aumenta de peso no sólo aumenta su contenido de grasa. Por consiguiente, el simple sistema grasa-no grasa, originalmente utilizado por Behnke, tiene evidentes limitaciones.
En nuestro laboratorio de la universidad de Minnesota, hemos estudiado detenidamente el método densitométrico para la determinación de la grasa. Introdujimos nuevas constantes para la densidad de los componentes corporales, calculando la densidad de un cuerpo de referencia con datos del análisis químico de cadáveres de sujetos masculinos, en estado normal de nutrición en el momento de la muerte, y la densidad de la masa corporal ganada o perdida cuando sujetos normales ganan o pierden peso.
Derivamos, finalmente, una serie de ecuaciones que permiten calcular el contenido de grasa corporal en diversas situaciones. El lector interesado por la cuestión puede encontrar este estudio en los Anales de la Academia de Ciencias de Nueva York (tomo 110, 1963). El volumen del sujeto se determina según el principio de Arquímedes, pesando al sujeto dentro del agua y corrigiendo la medida teniendo en cuenta el volumen de aire contenido en el pulmón y las vías respiratorias en el momento de pesarlo en el agua.
Aparte de este método, existen toda una serie de métodos basados en la determinación del agua corporal, la medida del contenido de potasio, la absorción de gases inertes y la determinación de la impedancia corporal, etc. No creo del caso ocuparme ahora de estos métodos, a los que me he referido en otro lugar.
Efectos de la privación total o parcial de alimentos
La privación total de alimentos sin limitación de agua de bebida, es decir, el ayuno, ha sido un método clásico en el estudio de las adaptaciones metabólicas que permiten la supervivencia durante un período de tiempo mayor o menor. El ayuno ha sido también empleado como un remedio heroico para la reducción de peso, en casos de muy grave obesidad. Por esta razón, es de interés considerar ahora algunos aspectos de la fisiología del mismo.
Los cambios producidos en el organismo humano durante el ayuno nos informan acerca de los mecanismos que nuestro organismo pone en juego a fin de utilizar sus propios componentes como fuente de energía. Según se ha dicho, la grasa corporal constituye la principal reserva de energía de nuestro cuerpo. Un varón en estado normal de nutrición contiene alrededor de un 15,3 por 100 de grasa corporal, lo que para un sujeto de 70 kilos de peso representa unos 10,7 kilos de grasa, que corresponden aproximadamente a unas 100.000 kilocalorías. El contenido de proteínas es un 16,4 por 100, que para 70 kilos de peso corresponden a unos 11,5 kilos y unas 45.000 kilocalorías.
En 1866, los clásicos experimentos de Pettenkofer y Voit demostraron que, durante el ayuno prolongado, la energía necesaria deriva de la oxidación de las grasas y proteínas corporales. De modo aproximado, podemos decir que la grasa suministra un 80 por 100, o más, de la energía, y las proteínas el porcentaje restante.
El contenido de grasa corporal es pues un principal determinante de la supervivencia durante el ayuno. Un sujeto en estado normal de nutrición al comienzo del ayuno puede vivir entre 60 y 70 días sin comer, siempre que reciba suministro adecuado de agua, mientras que personas muy obesas han sobrevivido hasta 315 días, al cabo de los cuales volvieron a recibir alimentos después de haber perdido un 50 por 100 de su peso inicial.
La manifestación más característica del sujeto en ayuno es la pérdida de peso corporal. Pero esta pérdida, como luego veremos, no consiste solamente en pérdida de grasa. Por otra parte, la pérdida de peso va haciéndose menor con el paso del tiempo. El análisis matemático de la curva de peso durante el ayuno indica que dicha pérdida es proporcional al peso en cada momento.
La privación total de alimentos conduce inevitablemente a la muerte en un plazo cuya duración depende de las características del sujeto. Pero la limitación parcial del consumo de alimentos puede ser tolerada durante largo tiempo, y, de hecho, hay motivos para creer que el organismo humano puede subsistir durante mucho tiempo consumiendo dietas de valor calórico inferior al que creemos necesario. Baste recordar que esta es la situación predominante en muchos de los que llamamos países en vías de desarrollo en el mundo actual. Esto hace pensar que nuestro organismo es capaz de adaptarse y sobrevivir, dentro de ciertos límites, al consumo de dietas cuyo valor calórico es inferior al generalmente recomendado. Es ésta una cuestión de gran interés, no sólo para poder comprender la supervivencia de millones de seres humanos que viven en zonas de la Tierra azotadas por el hambre. Lo es, también, para comprender la ineficacia de muchas dietas de adelgazamiento al cabo de un cierto tiempo.
Adaptación a la restricción calórica
El más completo estudio de esta cuestión se llevó a cabo en la Universidad de Minnesota y dio lugar a la elaboración de una obra que, con el título La biología del ayuno humano, fue publicada en 1950.
En este experimento, 32 jóvenes voluntarios (objetores de conciencia), fueron sometidos durante 24 semanas al consumo de una dieta cuyo valor calórico (1.570 kilocalorías por día) era aproximadamente un 45 por 100 del de la dieta por ellos habitualmente consumida (3.492 kilocalorías por día).
Al cabo de las 24 semanas, los sujetos habían perdido, por término medio, un 24 por 100 de su peso inicial. Pero la pérdida de peso cesó, indicando que los sujetos se habían adaptado a la restricción dietética y eran capaces de mantener su peso corporal consumiendo una dieta cuyo valor calórico era de sólo un 45 por 100 del de su dieta habitual.
Dentro de ciertos límites, es pues posible adaptarse a la restricción calórica y es de interés conocer los mecanismos que nuestro organismo pone en juego para defenderse del déficit calórico. El análisis de los datos del experimento que acabo de mencionar, y de otros experimentos posteriores en nuestro laboratorio, permite una evaluación aproximada de los distintos factores que intervienen en la adaptación.
Los dos factores principales son la reducción del metabolismo basal, es decir de las necesidades de energía de mantenimiento, y la reducción del costo energético de la actividad física.
Es bien sabido que el metabolismo basal se reduce durante la restricción alimenticia, y este fenómeno ha sido objeto de controversia en la literatura. Para algunos, la reducción del metabolismo basal es, simplemente, la consecuencia de la reducción del peso corporal, mientras que para otros existe una reducción superior a la que podría explicarse por la sola pérdida de peso. Los experimentos que realizamos en soldados sometidos a una dieta de 1.000 kilocalorías diarias, que corrían diariamente en el tapiz rodante durante dos horas cada día, con un costo aproximado de 600 kilocalorías por hora (Grande y colaboradores 1958) mostraron una reducción del metabolismo basal superior a la que podría explicarse por la sola pérdida de peso. En estos soldados, además, el metabolismo basal volvía a su valor inicial al ser realimentados, antes de que su peso hubiese alcanzado el que tenían al comenzar el experimento. La reducción del metabolismo basal explica aproximadamente un 30 por 100 de la reducción del gasto energético total.
La reducción del costo energético de la actividad física explica aproximadamente un 60 por 100 de la reducción en el gasto total de energía. Esta reducción, a su vez, se debe en un 60 por 100 a la reducción de la actividad realizada por el sujeto, y en un 40 por 100 al coste de la misma, debida a la disminución del peso del sujeto. La reducción de la actividad espontáneamente realizada por el sujeto es, pues, cuantitativamente, el factor más importante en la adaptación. Es sabido que el hambriento se caracteriza por su aversión a moverse. Existe muy extensa información en la literatura acerca de la apatía y la aversión del hambriento a emprender cualquier forma de actividad, aun cuando no pueda demostrarse una disminución de su capacidad muscular o sensorial.
En resumen, pues, la reducción en el nivel de actividad física espontánea es el factor más importante en la adaptación del hombre a la restricción alimenticia.
Lo que acabo de comentar es de interés desde el punto de vista del tratamiento de la obesidad. Es importante que la persona que trata de adelgazar mantenga, al menos, su nivel de actividad física habitual.
Pérdida de componentes corporales durante la restricción calórica
Según se ha señalado, la pérdida de peso que experimenta una persona sometida a una restricción, total o parcial, del consumo de alimentos, no se debe solamente a la pérdida de grasa. Se producen también pérdidas de otros componentes corporales, que debemos considerar.
Los experimentos con soldados sometidos a una dieta de 1.000 kilocalorías diarias, a los que antes me he referido, han permitido establecer la composición del peso perdido en distintos momentos del experimento.
Los datos que acabo de presentar indican claramente que la pérdida de peso producida por la restricción calórica en sujetos que realizan ejercicio intenso es muy elevada durante los primeros días, pero va reduciéndose en días sucesivos. El peso perdido durante los primeros días consiste principalmente en agua, y el mismo resultado ha sido descrito por Dole y colaboradores en sujetos obesos (1955). Estos resultados deben ser tenidos en cuenta al enjuiciar las dietas de adelgazamiento en el tratamiento de la obesidad. Dicho tratamiento debe perseguir la pérdida de grasa, no la pérdida de agua y proteínas corporales.
Por otra parte, es comprensible que el paciente se desilusione, al ver que la pérdida de peso va haciéndose cada vez menor a pesar de cumplir concienzudamente con las medidas dietéticas ordenadas.
Muerte por inanición
Como hemos dicho, es imposible adaptarse a la supresión total de alimento, pero no conocemos bien el mecanismo de la muerte por inanición. Los estudios clásicos, como los de Chossat en 1843, hicieron creer que la muerte sobrevenía cuando se alcanzaba una cierta pérdida de peso corporal. Según la llamada ley de Chossat, derivada de estudios en numerosas especies animales, la muerte ocurre cuando la pérdida de peso alcanza un 40 por 100, aproximadamente, del peso inicial. La mujer muy obesa, que ayunó durante 315 días, vivía al parecer normalmente después de haber perdido un 50 por 100 de su peso al comienzo del ayuno.
Más extraordinario es el caso descrito por Bortz en 1969. Se trataba de un joven cuyo peso inicial era de 315 kilos, quien, sometido a una dieta de 800 kilocalorías diarias durante 723 días, perdió 227 kilos, es decir un 72 por 100 de su peso inicial, quedando reducido a 88 kilos. Este estudio es de gran interés, porque demuestra que es posible obtener pérdidas de peso de gran consideración sin recurrir al ayuno absoluto. Por otra parte, es evidente que, en este caso, como en el caso anterior, se había sobrepasado el límite impuesto por la ley de Chossat.
La grasa corporal es, como se ha dicho repetidamente, la principal reserva de energía del organismo humano, y su oxidación es la principal fuente de energía durante el ayuno absoluto, o la privación parcial de alimentos. Pero tanto los datos en seres humanos como los obtenidos en los animales de experimentación, indican que la muerte sobreviene antes de que las reservas de grasa se hayan agotado.
Tanto el ayuno absoluto como la limitación parcial de alimentos son acompañados por un balance negativo de nitrógeno, indicativo de la pérdida de proteínas corporales; y no será necesario recordar que las proteínas son un componente fundamental de la materia viva, en la que se encuentran como constituyentes de sus estructuras, y como enzimas. Cabe pensar, por tanto, que la pérdida de proteínas pueda ser un factor determinante de la muerte. Esta idea fue enunciada por Voit en 1901, y encuentra apoyo en los estudios más recientes de Montemurro y Stevenson, publicados en 1960. Estos autores, estudiando la supervivencia en el ayuno de ratas obesas y «extraordinariamente» obesas, encontraron que las segundas contenían al morir mucha más grasa que las primeras, pero ambas tenían el mismo contenido en proteínas. Concluyeron por tanto que la muerte ocurre cuando la pérdida de proteínas alcanza un cierto límite, y antes de haberse agotado las reservas de grasa.
Creo que es importante insistir en esta cuestión, porque el ayuno es acompañado por una considerable pérdida de proteínas corporales, que no debe ser olvidada cuando se emplea el ayuno total en el tratamiento de la obesidad. Si los obesos humanos se comportan como las ratas de Montemurro y Stevenson, podría ocurrir que el paciente falleciese sin haber perdido más que una parte del exceso de grasa corporal.
En sus estudios sobre los efectos del ayuno en ratas, Max Kleiber, en 1975, observó una brusca elevación premortal del cociente respiratorio, y la eliminación urinaria de metabolitos incompletamente oxidados. De esta observación deduce Kleiber que la muerte por ayuno debe ser causada por una pérdida de la capacidad oxidativa del organismo. El animal que muere de inanición, según este autor, es comparable al motor de un automóvil que se deja en marcha tan despacio que es incapaz de mantener la función del carburador y las bujías.
Es de interés recordar que la muerte por inanición no parece deberse a carencia de vitaminas o minerales. Kleiber ha demostrado que la administración de vitaminas, o minerales, o combinaciones de ambos nutrientes, no prolonga la supervivencia de ratas sometidas al ayuno. La administración de vitaminas y minerales a las personas sometidas al ayuno absoluto está perfectamente justificada como medida de precaución; pero en modo alguno justifica la prolongación indiscriminada del periodo de ayuno.
Dietas de adelgazamiento y cambios de composición corporal
Los éxitos que con frecuencia se atribuyen a ciertas dietas de adelgazamiento son difíciles de creer si se tienen en cuenta los conocimientos que actualmente poseemos.
En los años 60 alcanzaron cierta notoriedad las dietas ricas en grasa, con las que se pretendía reducir el peso corporal «sin dejar de comer». En 1965, apareció, en una prestigiosa revista médica estadounidense, un estudio en el que se comparaban los efectos del ayuno absoluto y de una dieta rica en grasa, de 1.000 kilocalorías diarias, sobre el peso y la composición corporal de sujetos obesos.
Se concluía en este estudio que la dieta rica en grasa (dieta cetógena) producía una mayor pérdida de grasa corporal que el ayuno, aunque se reconocía que éste producía una mayor pérdida de peso. A través de una conocida revista de nutrición hice notar a los autores las razones por las que era difícil admitir tales resultados, sin conseguir una explicación aceptable. Este trabajo fue seguido de otros dos, de autores diferentes, en los que el estudio de los cambios de composición corporal producidos por el ayuno absoluto y diferentes sistemas dietéticos daba resultados igualmente inadmisibles.
En vista de ello, dediqué unas cuantas semanas a estudiar detenidamente los resultados de estas tres publicaciones, tratando de encontrar una explicación a sus erróneos resultados. Mi estudio apareció, en 1968, en Annals of Internal Medicine, la revista que había publicado el primero de los estudios criticados. A él debe dirigirse el lector deseoso de información más detallada que la presentada a continuación.
La base de mi análisis consistió en calcular al gasto calórico de los pacientes a partir de los cambios de composición corporal publicados por los autores. En virtud del principio de conservación de la energía, el gasto energético de un sujeto en ayuno tiene que ser, necesariamente, igual a la suma de los valores calóricos de las grasas y proteínas perdidas por el sujeto. En el caso de los sujetos sometidos a una dieta de adelgazamiento, su gasto energético debe ser igual al calculado a partir de los cambios de composición corporal, más el valor calórico de la dieta consumida.
La aplicación de este criterio demostró, sin lugar a duda, la imposibilidad de los resultados. En el primero de los estudios, el gasto energético calculado para el período de ayuno era de 3.541 kilocalorías por día, cifra difícil de aceptar, puesto que se trataba de enfermos internados en una clínica. Más extraordinario es que durante el período en el que consumían la dieta cetógena, el gasto energético calculado ascendió a la imposible cifra de 6.776 kilocalorías diarias. Por otra parte, las medidas de la masa corporal magra determinadas por los autores mediante la determinación de potasio corporal con el contador de cuerpo entero, no coinciden con las derivadas por mí de los datos de balance de nitrógeno presentados por los autores. No fue difícil demostrar que el error fundamental se debía a errores en el cálculo del agua corporal. Parte de la pérdida de grasa calculada por los autores era, en realidad, pérdida de agua.
Errores parecidos fueron demostrados en las otras dos publicaciones; errores que podían haber sido detectados por los autores si éstos hubieran tenido la precaución de hacer los cálculos de balance de energía con sus datos. Muchos datos erróneos que aparecen en la literatura no hubieran aparecido nunca si sus autores hubiesen tenido la precaución de cerciorarse de si sus datos eran, o no, compatibles con consideraciones elementales de balance de energía. En su conocida obra Balance de energía y obesidad en el hombre (1974), escribió Garrow: «Uno podía suponer que, con el devastador análisis de Grande de estas tres publicaciones, como advertencia, los investigadores posteriores habrían de examinar sus resultados de composición corporal para ver si eran posibles empleando criterios de balance de energía, pero no parece que esto haya ocurrido.»
Años más tarde, en 1976, estimulados por mi análisis, Yang y Van Itallie hicieron una nueva comparación de dos dietas de 800 kilocalorías diarias, una de composición habitual y otra rica en grasa (dieta cetógena), con el ayuno total, en cuanto a sus efectos sobre la composición corporal de sujetos obesos. Como era previsible, los resultados demostraron que la pérdida de grasa corporal era igual para las dos dietas, e inferior a observada durante el ayuno. La mayor pérdida de peso causada por la dieta cetógena se debe a una mayor pérdida de agua. La dieta cetógena, por otra parte, produjo una mayor pérdida de proteínas corporales que la dieta mixta del mismo valor calórico, y los datos publicados por estos autores son compatibles con consideraciones de balance de energía.
En resumen, pues, el cálculo del balance de energía a partir de los datos de composición corporal obtenidos en sujetos sometidos a dietas de adelgazamiento ofrece la posibilidad de detectar los errores existentes en los estudios de composición corporal que aparecen en la literatura científica.
Francisco Grande Covián
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