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Ulises y la Ciencia

Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.

El Universo en la palma de la mano

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Ulises habla hoy del origen del Universo y del camino seguido por la materia desde aquel momento primigenio hasta los átomos que proporcionan soporte a nuestros cuerpos y a nuestra consciencia. Como complemento a su historia, intentaremos responder aquí a esta pregunta:

¿Cómo hemos llegado a averiguar el origen el Universo?

La historia comenzó a principios del siglo XX cuando Albert Einstein sorprendió a la comunidad científica con la publicación de dos teorías revolucionarias: Las teorías de la Relatividad. Las ecuaciones encerradas en ellas daban una visión novedosa de la Naturaleza; una visión que completaba y corregía la descripción elaborada por Isaac Newton y sus seguidores. Las ecuaciones descubiertas por el sabio daban una descripción hermosa del mundo pero, cuando el científico alemán comenzó a investigar las implicaciones cosmológicas de su Teoría General de la Relatividad, descubrió algo extraño e inquietante. De los cálculos se desprendía que el Universo debía estar contrayéndose o en expansión, sin embargo, en aquellos momentos no existía ninguna evidencia experimental de que tal cosa estuviera sucediendo.

Einstein consultó a los astrónomos y éstos contestaron que las estrellas observadas, se acercaban o alejaban más o menos al azar en el espacio y no se observaba ningún movimiento en conjunto que hiciera sospechar en una contracción o expansión cósmica. Dado que no había observaciones que soportaran esa idea, Einstein pensó que había un error de la teoría y modificó las ecuaciones añadiendo un término al que llamó “constante cosmológica” para forzarlas a dar como resultado un Universo estacionario.

Las primeras evidencias de la expansión del Universo

La casualidad quiso que el mismo año en el que Einstein mancilló su teoría con el añadido de la constante cosmológica, un astrónomo norteamericano, Vesto Slipher, publicara la primera evidencia de la expansión del Universo, aunque ni siquiera el astrónomo se había dado cuenta de ello. En 1917, Slipher fotografió ciertos objetos astronómicos de aspecto lechoso, pensando que se trataba de nubes cósmicas de gas, y descubrió algo curioso: lo mismo que el silbato de un tren que se aleja nos da un sonido más grave, los objetos observados por Sliper mostraban una luz más rojiza, como si estuvieran alejándose de nosotros a toda velocidad.

Mucho después, otro astrónomo, llamado Edwin Hubble, logró descubrir la verdadera esencia de aquellos objetos: eran galaxias enormes que competían en tamaño con la Vía Láctea. Observando ciertas estrellas variables contenidas en esas galaxias logró establecer su distancia y descubrió que estaban muy lejos de nosotros. Lo más sorprendente era que cuanto distante estaban, más rápido se alejaban de nosotros. Hubble, sin embargo, no sabía nada de Relatividad y, consciente que hacía falta una teoría que justificara los resultados, no sacó las conclusiones por las que más tarde sería famoso.

El cura-científico Lemaître y la teoría de la Gran Explosión

Sucedió que el hombre que supo conectar los resultados de las observaciones de Hubble no fue una eminencia científica sino un oscuro sacerdote y matemático belga llamado Georges Lemaître. Era hijo de un vidriero de Lovaina y a los nueve años había decidido hacerse científico y clérigo. Le gustaba decir: “No hay ningún conflicto entre la ciencia y la religión”. Lemaître oyó hablar de los descubrimientos de Hubble y, en 1927, escribió un artículo, basado en la Teoría General de la Relatividad, que justificaba la existencia de un Universo en Expansión. Lo publicó en un periódico local y nadie le hizo el menor caso. Incluso Einstein, quien recibió una copia del artículo, dijo: “Sus cálculos son correctos pero su física es abominable”.

Tres años después Lemaître consiguió el reconocimiento como padre de la teoría, pero, para entonces, el matemático belga había ido mucho más allá en sus investigaciones. Había osado llegar hasta el origen del Universo. Para ese viaje tomó como punto de partida la visión de un Universo plagado de galaxias separadas entre sí por millones de años-luz. Luego invirtió el curso del tiempo. Imaginó que, a medida que el tiempo viajaba hacia atrás, las galaxias se iban acercando unas a otras cada vez más . En la mente de Lemaître La Via Láctea y el resto de la Galaxias fueron acercándose y comprimiéndose como si estuvieran en el interior de una inmensa prensa cósmica. De esa manera, llegó a la conclusión de que hubo un momento en el que el Universo estuvo concentrado en un espacio reducido con una densidad enorme en la que las galaxias, estrellas y planetas mezclaban sus átomos y perdían la identidad hasta formar una masa increíblemente densa de partículas elementales.

Así fue como Lemaître forjó los lazos entre la ciencia de lo más grande, la cosmología, y la de lo más pequeño, las partículas elementales. No conforme con el resultado Lemaître continuó su viaje hacia atrás en el tiempo y llegó a la conclusión de que el Universo pudo haber empezado como un punto infinitamente pequeño y denso –una singularidad matemática- que fue el origen del espacio y el tiempo. Algunos grandes científicos de la época no le perdonaron la osadía, entre ellos destacó el astrofísico Fred Hoyle, quien, para mofarse del matemático belga, inventó un nombre despectivo para la teoría, la llamó la TEORÍA DEL BIG BANG ¡La gran explosión!.

La teoría refinada

Hubo físicos nucleares, especialistas del mundo diminuto de las partículas elementales, que vieron en La teoría del Big Bang un excitante campo de investigación. Uno de ellos fue George Gamow, un físico ingenioso que se hizo preguntas como éstas: ¿Cómo evolucionó el Universo en los primeros momentos hasta dar como producto todas las partículas elementales, los átomos y las moléculas que lo pueblan?.

Las investigaciones de Gamow le llevaron a obtener resultados sorprendentes. Una de las ideas era la siguiente: Si el Universo comenzó en el Big Bang habrá estado expandiéndose y enfriándose desde entonces. La base de este razonamiento es la siguiente: Un cuerpo que se enfría emite cada vez radiación de frecuencia más baja, es decir, sucede lo mismo que al enfriarse un pedazo de hierro muy caliente, al principio es blanco y después se va poniendo amarillo, naranja y rojo, o sea, a medida que se enfría emite luz de frecuencia más baja.

Gamow pensó que lo mismo debió suceder en el Universo a medida que se expandía. Pero lo más interesante de esta idea es que, si los cálculos eran correctos, debían quedar huellas del Big Bang en forma de una radiación de fondo de frecuencias muy bajas que podrían ser captados. Bastaba con construir una antena de microondas y apuntarla a cualquier parte del Cosmos para escuchar el ruido lejano de la Gran Explosión.

El descubrimiento del eco del Big Bang

Diez años después de la publicación de los resultados de Gamow, dos técnicos de los Laboratorios Bell realizaban las pruebas de funcionamiento de una nueva antena instalada para captar comunicaciones por satélite. Los ingenieros Penzias y Wilson enfocaron la antena a un lugar determinado del espacio y escucharon lo que captaba. Para su sorpresa el receptor captó un pitido persistente y molesto que interfería la escucha. Cambiaron la orientación de la antena, revisaron las líneas y equipos pero el ruido no desapareció. No importaba a qué lugar del Universo apuntaran la antena, el silbido estaba allí. Descubrieron que el ruido procedía de una fuente exterior a la Tierra, una fuente inmensa repartida por todos los confines del Universo. Midieron la intensidad del ruido y comprobaron que coincidía exactamente con lo predicho por Gamow y sus colegas. Estaban escuchando “El eco del Big Bang”.

Les invitamos a escuchar a Ulises.

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