Los mares y océanos han motivado desde siempre a los científicos. La necesidad de orientarse en un entorno cambiante nos ha hecho mirar al cielo y conocer los astros y sus movimientos, hemos creado instrumentos de navegación en los que se dan la mano arte, ciencia y tecnología, y han tenido lugar grandes expediciones científicas que han cambiado la visión del mundo y de nosotros mismos. De todo ello nos habla Manuel Díez Minguito.
Si usted se ha dado alguna vez un baño en el mar habrá comprobado que su agua está salada. Ese sabor salado revela la elevada concentración de sales disueltas que posee. De hecho, el principal almacén de sales de nuestro planeta son precisamente las aguas oceánicas. Se estima que el total de las sales que contienen podría cubrir América entera con una capa de sal de más de medio metro de espesor.
Existen muchos tipos de sales, pero quizás el ejemplo que nos resulta más familiar sea precisamente la sal de mesa que solemos usar, entre otras cosas, para hacer más sabrosas nuestras comidas. Salvo por algunos aditivos, como el Yodo o el Flúor, que se añaden por razones de salud pública, la sal de mesa es un compuesto químico que se denomina Cloruro de Sodio (cuyo símbolo químico es NaCl), formado por una red atómica perfectamente ordenada de parejas de átomos de Sodio (Na) y Cloro (Cl).
La sal común es sólida a temperatura ambiente, pero es soluble en agua (el agua no solo es capaz de disolver sales, sino otras muchas sustancias; al fin y al cabo el agua es el disolvente universal). Que sea soluble significa que las moléculas de agua son capaces de romper la red atómica que forma la sal separando los átomos de la red y formando iones de Sodio y Cloro. Los iones son simplemente átomos (o grupos de átomos) no neutros, es decir, con carga eléctrica positiva o negativa (esto es, que han perdido o ganado algún o algunos electrones). En el caso de la sal común, se forman iones positivos (cationes) de Sodio (Na+) e iones negativos (cationes) de Cloro (Cl-).
Las sales que se encuentran disueltas en el agua del mar se componen en un 90% de iones de Sodio y Cloro, dejando una pequeña fracción para Magnesio (Mg2+), Calcio (Ca2+), Potasio (K+) y un sinfín de otras muchas sales disueltas.
Las sales se transportan entonces disueltas en el agua, la cual fluye lentamente por todo el planeta efectuando un ciclo cerrado que los científicos denominan el ciclo del agua o ciclo hidrológico. El ciclo del agua en la Tierra es aparentemente simple: el agua se evapora de los océanos y pasa entonces a la atmósfera, allí se enfría y se condensa y vuelve entonces a los océanos a través de la precipitación directa o, si llueve o nieva sobre tierra firme, acaba regresando al océano a través de los ríos. Un esquema de este ciclo y cómo se transporta el agua lo tienen ustedes en la Figura adjunta, donde las cantidades indicadas representan ¡billones de toneladas de agua al año!
Este tipo de ciclos lentos no son exclusivos del planeta Tierra. Por ejemplo, la luna de Saturno Titán, cuya atmósfera se encuentra unos 200ºC más fría que la de la Tierra, experimenta un ciclo similar al del agua en la Tierra, pero en este caso con Metano (CH4). Se piensa que el metano juega en Titán el mismo papel que el agua en la Tierra: se evapora de lagos y mares, forma nubes, precipita, escarba valles y fluye (se habla de una meteorología del metano).
Por tanto, ya de vuelta a la Tierra, para entender bien por qué los océanos tienen la composición en sales que tienen, hay que ver cuánta agua y cuántas sales intercambian con la atmósfera, y, sobre todo, con los ríos.
Si se examina con cuidado a los propios océanos, los ríos y la lluvia, lo primero que se observa es que la composición en sales del agua de lluvia es sorprendentemente parecida al agua de mar (en la Figura adjunta tienen unas gráficas de tarta donde se observa la composición en sales monoatómicas del agua de lluvia, ríos y océanos). Eso se debe a que casi la totalidad del agua de lluvia procede de los océanos. Los mares y los océanos constituyen tres cuartas partes de la superficie terrestre, lo que garantiza un continuo y enorme suministro de agua hacia la atmósfera por efecto de la evaporación. Pero lo que se evapora es sólo el agua, no las sales. De modo que debe existir un mecanismo distinto a la evaporación mediante el cual las sales pasan a la atmósfera y, por tanto, al agua de lluvia.
Ese mecanismo es la formación de aerosoles. Vientos fuertes o las salpicaduras de las olas al romper en una playa suelen inyectar gotas de agua de múltiples tamaños en el aire. La mayoría vuelven a caer al agua, pero una pequeña parte, las más diminutas (de unas pocas micras de radio) son capaces de mantenerse suspendidas en el aire. A estas gotitas se les llama aerosoles y son muestras en miniatura del agua de mar, con exactamente la misma concentración y composición de las sales del mar. Estos aerosoles son fácilmente transportados por el viento y pueden pasar a formar parte de las nubes uniéndose a una buena parte del agua evaporada. Y como el agua evaporada no contiene sales y como, además, constituye casi la totalidad del agua presente en la atmósfera, entenderemos entonces por qué las sales que el agua de lluvia contiene (en especial, NaCl) son idénticas a las del agua de mar, pero mucho más diluidas, con una concentración 4000 veces inferior a la del agua de mar.
Demos un paso más en el ciclo del agua y vayamos ahora con los ríos. La mayor parte del agua de los ríos procede del agua de lluvia. Sin embargo, los ríos difieren de la lluvia tanto en los tipos como en la cantidad de sales que transportan (véase Figura adjunta). Este cambio se debe a la adición de nuevas sales procedentes del desgaste de las rocas por efecto de la precipitación. Ese desgaste se denomina meteorización y no es tanto un desgaste físico, sino más bien químico. Digamos que no es debido al golpeteo de la lluvia sobre las rocas sino más bien a las reacciones químicas que se producen cuando el agua de lluvia entra en contacto con las rocas.
La lluvia es ligeramente ácida ya que lleva disueltos, además de sales, dióxido de carbono y dióxido de azufre, que son gases presentes en la atmósfera. Cuando llueve, la acidez de la lluvia es capaz de disolver los minerales de los suelos y rocas, dando lugar a las sales de Sodio, Magnesio, Calcio… que son elementos presentes en abundancia en la corteza terrestre y que finalmente llegan disueltos a los ríos.
El agua dulce ya hay una cantidad apreciable de sales. Esto pueden comprobarlo ustedes mismos calentando agua en una olla hasta que ya no quede nada, excepto un residuo blanquecino de sales en el fondo de la olla. Concretamente, hay una cantidad considerable el Sodio, que es, digamos, la media naranja del Cloro, que si recuerdan, formaban juntos la sal común. Y como los ríos van finalmente a parar al mar (ya estamos de regreso en el mar), esto explicaría la elevada presencia de iones de Sodio (y otros, en menor medida) en mares y océanos.
Sin embargo aún nos faltaría por explicar el origen del ión Cloruro, el cual en la corteza terrestre apenas se encuentra y no es posible explicar la gran cantidad que aparece en los océanos con la pequeñísima cantidad de ellos que aportan los ríos o la lluvia.
La respuesta está en los orígenes de la Tierra. Los científicos atribuyen la presencia de ión Cloruro en los océanos a la actividad volcánica durante los primeros pasos de la historia de nuestro planeta, hace aproximadamente 4000 millones de años. Allá por entonces, del interior de la Tierra se emitieron gran cantidad de gases a la atmósfera, como el vapor de agua, dióxido de carbono, Nitrógeno y también Cloruro de Hidrógeno (cuyo símbolo químico es HCl). Este último, se considera precisamente la fuente del cloruro en los océanos.
Si lo desean, pueden escuchar estas explicaciones en nuestro audio…
REFERENCIAS
- “Seawater: Its composition, properties and behavior”. Eds. J. Wright and A. Colling. Open University, Elsevier (1999).
- “The moon that would be a planet”, R. Lorenz and C. Sotin, Scientific American Magazine 302(3), 36-43 (2010).
- “Química General”, M.R. Fernández y J.A. Fidalgo, Everest (1995).
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