Desde abril de 1995, el profesor Ulises nos ha ido contando los fundamentos de la ciencia. Inspirado por las aventuras de su ilustre antepasado, el protagonista de la Odisea, la voz de Ulises nos invita a visitar mundos fascinantes, sólo comprendidos a la luz de los avances científicos. Con un lenguaje sencillo pero de forma rigurosa, quincenalmente nos cuenta una historia. Un guión de Ángel Rodríguez Lozano.
Es maravilloso, incluso mágico, descubrir, y demostrar, la existencia de entes diminutos e invisibles como los átomos, por mucho menos algunos se han ganado merecida fama en el circo. Pero incluso a la magia nos acostumbramos cuando, de tanto hablar de ella, se hace cotidiana. Nadie discute ya que estamos hechos de átomos; nadie discute que “somos” átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno, etc, agrupados en un orden exquisito; nadie sabe en qué punto esa ordenación genera algo tan maravilloso e intangible como la consciencia, pero lo aceptamos como una realidad incuestionable y olvidamos que sigue siendo una pregunta sin respuesta.
Sigamos con la magia. No contentos con descubrir lo que no podemos ver, miramos al firmamento y nos atrevemos a determinar la esencia de las estrellas. Como Ulises nos cuenta hoy, allí, en aquellos lejanos e inalcanzables soles también hay átomos, los mismos que aquí, en la Tierra.
No podemos tocar las estrellas, ni siquiera podemos acercarnos al Sol, la más próxima de todas, pero hemos aprendido a leer el mensaje oculto en la luz que generan. No se puede mirar directamente al Sol, su luz es demasiado brillante. Cuentan que Isaac Newton, en su ánimo por experimentar, miró el Sol directamente durante unos momentos para comprobar el efecto de la radiación solar directa sobre sus ojos. Quedó cegado y tuvo que pasar muchas horas en un cuarto totalmente oscuro tratando de recuperarse de la ceguera. Lo logró, pero muchos otros quedaron ciegos para siempre.
Otros experimentos de Newton dieron mejores frutos. Consciente del peligro de experimentar con el Sol en propia carne, optó por utilizar los rayos solares en sus experimentos. En 1665 hizo pasar un rayo de luz blanca a través de un prisma de vidrio y descubrió cómo emergían de él los colores del arco iris. Desde aquel momento, el conjunto de colores (espectro) se convirtió en una verdadera caja de sorpresas.
Como Ulises nos cuenta hoy, la luz tiene su origen en los átomos y cada átomo puede generar luz de determinados colores cuando es excitado. Al pasar su luz por el prisma, como hizo Newton, se observan sólo los colores emitidos y se echa en falta el resto. A esa secuencia especial de colores lo llamamos espectro de emisión del átomo excitado.
El helio en el Sol
El 16 de agosto de 1868, un buen número de astrónomos se reunieron en la India para observar el Sol durante un eclipse. El objetivo de tal expectación se debía a que, al interponerse la Luna entre la Tierra y el Sol, el disco solar y la luz cegadora generada por él, quedaría oculta tras la Luna y sólo llegaría la luz que se genera en el borde, es decir, en la atmósfera incandescente que rodea nuestra estrella.
Un investigador francés, llamado Pierre Janssen, recogió la luz de la corona solar y la descompuso en sus colores básicos con un espectroscopio. En la imagen continua de colores del arco iris aparecieron una serie de zonas más brillantes que identificó como luz generada por átomos de sodio, hierro y magnesio. Pero en el color amarillo del espectro aparecía una zona brillante que no pudo asociar a ningún elemento conocido. Janssen dio a conocer su descubrimiento pero sin imaginar que era el signo de identidad de un elemento nuevo, pensaba que tal vez se tratara de una de las posibles formas de emisión de otros elementos conocidos en las condiciones extremadamente calientes de la corona solar.
Tres años después, el astrónomo inglés Lockyer, que había repetido la experiencia sin eclipse y descubierto la misma raya amarilla brillante, sugirió que debía tratarse de un elemento nuevo. Se barajaron varios nombres y se optó por HELIUM, basado en el nombre griego del Sol, ELIOS (ήλιoς).
Durante más de 30 años, los científicos buscaron infructuosamente helio en la Tierra. No hubo suerte hasta que, en 1895, al menos tres científicos lo descubrieron, el físico inglés William Ramsay lo aisló por casualidad cuando intentaba obtener radón y los químicos suecos Cleve y Langlet lo descubrieron en un mineral de uranio llamado cleveite.
Nadie sabía por qué el helio estaba asociado al uranio hasta que Rutherford descubrió que los átomos de uranio, cuando se rompen en pedazos durante una desintegración radiactiva, dan como resultado partículas alfa que no son otra cosa que núcleos de helio.
Ahora sabemos que existe una pequeña cantidad de helio en el aire, renovado continuamente por las emisiones procedentes del interior de la Tierra. Es un gas extraordinario, incoloro, inodoro, insípido, tan liviano que es utilizado en los globos meteorológicos y tan difícil de licuar que hay que acercarse al cero absoluto para lograrlo, y entonces, a esas temperaturas, muestra propiedades maravillosas como la superfluidez.
El helio se encuentra mezclado en las reservas de gas natural que existen bajo tierra. Para obtenerlo basta con bajar la temperatura del gas natural hasta que éste se hace líquido, como el helio necesita temperaturas mucho más bajas para licuarse, cuando se retira el gas natural licuado, queda el helio.
Hoy, Ulises cuenta cómo los elementos químicos que forman el mundo cotidiano existen también mucho más allá, en las inalcanzables estrellas.
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